Cuando regresó Flavio, estaba a punto de amanecer; era la hora gris y solitaria en que la vida llega al borde y las cosas alcanzan su punto más bajo antes de comenzar de nuevo. Sin decir palabra, el ama de llaves lo condujo a donde se hallaban Graco y Varinia. Graco estaba despatarrado en una silla, fatigado, con el rostro pálido pero con una expresión satisfecha. Varinia, sentada en un diván, amamantaba a su hijo. También ella tenía aspecto de fatiga, pero se la veía hermosa, sentada allí con la regordeta y rosada criatura succionando su pezón. Cuando Graco vio a Flavio, puso un dedo sobre sus labios y aquél permaneció quieto, a la espera. No pudo impedir, sin embargo, quedar cautivado por la belleza de la mujer. Sentada allí a la luz de la lámpara, alimentando al niño, parecía la evocación de una imagen de una Roma muy alejada en el tiempo.
Cuando hubo terminado, cubrió su pecho, envolvió a la criatura dormida y la puso en una canasta. Graco se puso de pie ante ella y durante largo rato Varinia lo estuvo mirando.
—Me decidí por el carro —les dijo Flavio—. En esa forma viajaremos más rápido: cuantos más kilómetros nos alejemos de la urbe, más posibilidades tendremos de lograr nuestro propósito. En un carro he puesto suficientes mantas y almohadas para que estemos cómodos y abrigados, pero tenemos que partir inmediatamente. Hemos hilado muy fino, excesivamente fino.
Ellos parecían no oírlo. Se miraban el uno al otro; la hermosa mujer de Espartaco y el obeso político romano. Entonces Varinia se volvió hacia el ama de llaves y le dijo:
—¿Quiere sostener al niño un momento?
El ama de llaves tomó a la criatura y Varinia se volvió hacia Graco. Le acarició los brazos y luego elevó las manos y le tocó el rostro. El se inclinó hacia ella y ella lo besó.
—Ahora tengo que decirle una cosa —expresó Varinia—. Le doy las gracias por lo bueno que ha sido conmigo. Si usted viene conmigo, trataré de ser buena con usted también... tan buena como podría serlo con cualquier hombre.
—Gracias, querida.
—¿Viene usted conmigo, Graco?
—¡Oh, querida, gracias y bendita seas! Te quiero mucho. Pero yo no serviría para nada fuera de Roma. Roma es mi madre. Mi madre es una ramera, pero, aparte de ti, es la única mujer a la que he amado. No soy desleal. Soy un viejo obeso. Flavio tendría que recorrer toda la ciudad para encontrar un carro para mí. Vete, querida.
—Les he dicho que tenemos el tiempo medido —dijo Flavio con impaciencia—. A estas alturas ya hay cincuenta personas que están enteradas de lo que estamos haciendo. ¿Creen ustedes que nadie va a hablar?
—Cuídala bien —dijo Graco—. Ahora serás un hombre rico, Flavio. Vivirás confortablemente. De manera que cumple con lo último que te pido. Cuida bien de ella y del niño. Llévalos hasta el norte, hasta que lleguéis a las faldas de los Alpes. Los campesinos galos que viven allí en los valles son gente sencilla, buena y trabajadora. Encontrará donde vivir entre ellos. Pero no la abandones hasta que veas los Alpes nítidamente recortados contra el cielo. Y date prisa. Azota a los caballos. Mátalos si es necesario y compra otros nuevos, pero no te detengas por ningún motivo. ¿Harás eso por mí, Flavio?
—Hasta ahora no he faltado nunca a mi palabra.
—No, nunca. Adiós.
Los acompañó hasta la puerta. Ella tomó al niño en brazos. Él se quedó en el corredor de entrada, bajo la luz grisácea del amanecer, y los vio subir al carro. Los caballos estaban nerviosos y alertas. Con sus cascos golpeaban el pavimento.
—Adiós, Varinia —le gritó.
Ella lo saludó con la mano. Los carros partieron, rechinando por las estrechas calles desiertas, despertando con su ruido a todo el vecindario...
Graco se dirigió a su despacho. Se dejó caer en su gran asiento, muy fatigado, y durante un rato mantuvo cerrados los ojos. Pero no dormía. Su satisfacción no había pasado. Cerró los ojos y reflexionó sobre muchas cosas. Pensó en su padre, un pobre zapatero, perdido en un pasado que parecía haber desaparecido para siempre, cuando los romanos trabajaban y estaban orgullosos de su trabajo. Recordó su aprendizaje político en las calles, las sangrientas luchas de pandillas, el entrenamiento en la cínica compra y venta de votos, la forma en que se había aprovechado de las masas y cómo había escalado posiciones hasta alcanzar el poder. Nunca el poder fue suficiente; nunca el dinero fue suficiente. En aquellos días aún había romanos honestos que luchaban por la República, que luchaban por los derechos del pueblo, que denunciaban valientemente en el Foro la injusta expropiación de las tierras de los campesinos y el establecimiento de grandes fincas rústicas con esclavos. ¡Denunciaban! ¡Tronaban! ¡Sacaban la cara contra la tiranía! Graco lo había comprendido.
Ésa había sido su gran virtud: haber comprendido y haber reconocido la justicia de su causa. Pero también sabía que aquélla era una causa perdida. No se puede hacer retroceder el reloj de la historia; avanza siempre, y él se había unido a las fuerzas que habían depositado sus esperanzas en la formación de un imperio. Había enviado a sus pandillas a destruir a los que hablaban de las viejas libertades. Había asesinado a los hombres justos y de principios.
Estaba pensando en eso, pero sin pena ni lamentaciones, sino con el deseo de comprender. Luchaban por las viejas libertades aquellos enemigos suyos de los primeros días. ¿Pero es que había viejas libertades? Allí estaba aquella mujer que acababa de irse de su casa y en ella ardía el fuego de la libertad. A su hijo lo había llamado Espartaco y éste le daría el nombre de Espartaco a su propio hijo... ¿Y es que alguna vez los esclavos se resignarían a ser esclavos? Para él no había respuesta ni solución que pudiera plantearse a sí mismo, pero esto tampoco hizo que se lamentara. Había vivido plenamente la vida y no lo lamentaba. Tenía un sentido de la historia, un sentido del rápido transcurrir del tiempo en el cual él era sólo un instante, y esto lo consolaba. Su querida ciudad perduraría. Duraría para siempre. Si Espartaco volviera alguna vez y derribara sus murallas, para que los hombres pudieran vivir sin temor, esos hombres comprenderían que alguna vez hubiera habido hombres como Graco, que habían amado la ciudad aunque aceptaron sus males.
Pensó luego en el sueño de Espartaco. ¿Viviría? ¿Perduraría? ¿Eran verdaderas las extrañas aseveraciones que Varinia había formulado? ¿Era cierto que los hombres podían llegar a ser puros y desinteresados si combatían el mal? Nunca había conocido hombres así; pero nunca llegó a conocer a Espartaco. Pero había conocido a Varinia.
Y ahora Espartaco se había ido y Varinia se había ido. Era como si se hubiera tratado de un sueño. Apenas si había tocado los bordes del raro conocimiento de Varinia. Pero para él no existía; no podía existir.
Entró el ama de llaves. La miró con extrañeza.
—¿Qué quieres, anciana? —le preguntó amablemente.
—Su baño está listo, amo.
—Hoy no me bañaré —le explicó, y se asombró ante la sorpresa y consternación de la esclava—. Hoy todo es diferente, anciana, mira —prosiguió diciendo—: sobre aquella mesa hay una fila de bolsas. En cada bolsa hay un certificado de manumisión para cada uno de mis esclavos. En cada bolsa hay veinte mil sestercios. Quiero que entregues las bolsas a los esclavos y que les digas que se vayan de mi casa. Quiero que lo hagas ahora mismo, mujer.
—No lo comprendo —dijo ella.
—¿No? ¿Por qué no me comprendes? Lo que he dicho es perfectamente claro. Quiero que todos vosotros os vayáis. Sois libres y tenéis algún dinero. ¿Es que alguna vez os he permitido desobedecer mis órdenes antes?
—Pero ¿quién le preparará la comida? ¿Quién lo atenderá?
—No me hagas tantas preguntas, anciana. Haz lo que te he dicho.
Para Graco transcurrió una eternidad hasta que todos abandonaron la casa, y entonces se produjo un profundo silencio, un silencio extraño y nuevo. Salía el sol. Las calles estaban llenas de vida y de ruidos y sonidos, pero la casa de Graco estaba silenciosa.
Volvió a su despacho, se acercó a un armario y abrió la cerradura. De su interior cogió una espada, una corta espada hispánica, como la que llevaban los soldados, pero hermosamente labrada e introducida en una vaina finamente decorada. Le había sido entregada hacía muchos, muchos años, en alguna ceremonia, pero no tenía la menor idea del motivo ni la ocasión del regalo. ¡Qué extraño era que sintiera tal desprecio por las armas! Mas no era tan extraño, teniendo en cuenta que la única arma en que había confiado en toda su vida eran sus propios puños.
Sacó la espada de la vaina y probó el filo y la punta. Estaba suficientemente afilada. Luego volvió a su silla, se sentó y, contemplando su enorme abdomen, comenzó a reírse ante la idea del suicidio. No había dignidad en un acto como aquél. Era totalmente ridículo. Y dudó seriamente de que tuviera el valor necesario para hundirse la hoja a la otrora honorable manera romana. ¿Cómo podía saber si solamente alcanzaría a cortar la grasa y entonces perdería el coraje y caería cubierto por su propia sangre y entonces comenzaría a gimotear pidiendo socorro? ¡Aquél no era un momento adecuado en la vida de un hombre para comenzar a matar! En toda su vida nunca había matado a nadie..., ni siquiera a una gallina.
Entonces comprendió que no era cuestión de nervios. Sólo ocasionalmente había temido a la muerte. Desde la infancia se había burlado de las ridículas historias acerca de los dioses. Como hombre, había aceptado con facilidad los puntos de vista de la gente culta de su clase, de que no había dioses y que después de la muerte no había otra vida. Había decidido qué era lo que iba a hacer y lo único que le preocupaba era no llegar a ejecutarlo dignamente.
Pensando en esas cosas debió de quedarse dormido. Fue despertado por alguien que golpeaba la puerta de la calle. Se sacudió, para despertarse bien y escuchó.
—¡Qué carácter! —pensó—. ¡Qué carácter tienes, Craso!
¡Qué justa indignación! ¡Que este loco gordinflón se burle de ti y te quite tu gran conquista de la guerra! Pero tú no la amabas, Craso. Quisiste que Espartaco fuera clavado en una cruz y cuando no pudiste lograrlo, la quisiste a ella. Quisiste que ella te amara, que se arrastrara a tus pies. ¡Oh, Craso, qué tonto eres..., qué estúpido y torpe necio! Y, sin embargo, la gente como tú es la gente de este tiempo. No hay duda.
Buscó la espada, pero no pudo encontrarla. Entonces se arrodilló y la halló bajo la silla. Se arrodilló con la espada en sus manos y entonces, con todas sus fuerzas, se la hundió en el pecho. Fue tal el dolor, que gritó sin poder contenerse, pero la espada se hundió y entonces cayó hacia delante sobre ella, de modo que se hundió en toda su longitud.
En esa posición estaba cuando Craso echó abajo la puerta y entró. Fue necesaria toda la fuerza del general para darle vuelta. Y entonces el general vio que el rostro del político había quedado fijo en una mueca o en una sonrisa burlona...
Después de aquello, Craso regresó a su casa lleno de ira y odio. Nunca en su vida había odiado tanto a nadie como odiaba al difunto Graco. Pero Graco estaba muerto y nada había que Craso pudiera hacer.
Cuando Craso llegó a su casa, descubrió que tenía un huésped. El joven Cayo lo estaba esperando. Cayo nada sabía de lo ocurrido. Tal como le explicó de inmediato al general, acababa de regresar de sus vacaciones en Capua y había ido directamente a visitar a su querido Craso. Se acercó a él y comenzó a acariciarle el pecho. Y entonces Craso dio con él por tierra de un puñetazo.
Craso irrumpió en la otra habitación y volvió con un látigo. Cayo estaba levantándose del suelo, sangrando por la nariz; su rostro reflejaba sorpresa, dolor e indignación.
Y entonces Craso comenzó a azotarlo.
Cayo gritaba. Gritaba sin parar, pero Craso siguió azotándolo. Sus propios esclavos tuvieron que sujetarlo finalmente y entonces Cayo, tambaleándose, salió de la casa, llorando como un niño dolorido por haber sido azotado.
En que Varinia encuentra la libertad
Flavio cumplió su convenio con Graco. Provisto de las mejores credenciales, firmadas por el propio Graco, los carros corrieron hacia el norte y luego hacia el este. Varinia tuvo escasos recuerdos del viaje, ya que la mayor parte del primer día la pasó durmiendo con el niño entre los brazos. La vía Casia era una ruta excelente, suave y bien pavimentada, y los carros rodaban fácil y cómodamente. Durante la primera parte del día, el conductor no tuvo piedad con los caballos; al mediodía cambió de tiro y el resto de la jornada fue hecho a carrera rápida, casi al trote. Al caer la noche, estaban ya a ciento sesenta kilómetros al norte de Roma. Ya obscuro, volvieron a cambiar de caballos y durante toda la noche los carros corrieron a la luz de la luna, devorando distancias.
En varias oportunidades fueron detenidos por patrullas militares, pero el mandato senatorial que Graco había dado a Flavio siempre fue suficiente para que los dejaran pasar. Durante la noche, Varinia estuvo sentada durante horas en el tambaleante vehículo, con el bebé plácidamente dormido a sus pies, envuelto en mantas y recostado sobre almohadones. Veía el paisaje alumbrado por la luna deslizarse veloz y vio el rápido curso de los torrentes caer a los lados mientras corrían por encima de los espléndidos puentes romanos. El mundo dormía, pero ellos continuaban.
Cuando se ocultó la luna, pocas horas antes del amanecer, se detuvieron en un pequeño prado a orillas del camino, les quitaron los arneses y manearon a los caballos y después de comer un poco de pan y beber un poco de vino se tendieron en el suelo sobre una manta y descansaron. Varinia tardó en dormirse, pero los exhaustos conductores se durmieron inmediatamente. A Varinia le pareció que acababa de cerrar los ojos cuando fue despertada por Flavio. Mientras volvían a atar los caballos, dio de mamar al bebé, en tanto que los hombres trabajaban lenta y displicentemente, como todo aquel que apenas se ha repuesto de su agotamiento, y una vez que lo hubieron hecho volvieron los carros al camino y prosiguieron la marcha hacia el norte. El sol se levantaba cuando en una estación caminera se detuvieron para estirar las piernas y volver a cambiar de caballos. Poco más tarde pasaron junto a una ciudad amurallada y durante toda la mañana los conductores fustigaron a los caballos. El interminable vaivén de los vehículos comenzó a producir su efecto. Varinia vomitó varias veces y se apoderó de ella el temor de que pudiera retirársele la leche. Pero, por la tarde, Flavio obtuvo de un granjero leche fresca y queso de cabra —alimentos que Varinia podía soportar— y como el cielo estaba encapotado, descansaron casi toda la noche.