Pensaba en ello mientras entraban a la vasta extensión de jardines y céspedes que rodeaba la residencia misma. Los grandes graneros, corrales y viviendas para los esclavos, que constituían la base industrial de la plantación, estaban separados de la residencia y ningún vestigio de su fealdad y fatigoso ajetreo podía en modo alguno perturbar la clásica serenidad de la mansión. La residencia en sí, una enorme casa cuadrada construida en torno a un patio y un estanque centrales, se alzaba en la base de una suave elevación. Pintada de blanco, con techos de tejas rojas, no era desagradable y la severidad de sus líneas sencillas estaba atenuada por el gusto con que habían sido dispuestos los altos cedros y álamos que la circundaban. El terreno estaba cubierto de jardines, que seguían el trazado de lo que se conocía como estilo jónico, con numerosos arbustos que se elevaban en formas no usuales, uniformes prados, glorietas de mármoles de colores, fuentes de alabastro para peces tropicales y numerosos ejemplares de la tradicional estatuaria destinada a los jardines, constituida por ninfas y dioses Pan y faunos y querubines. Antonio Cayo mantenía una oferta de compra permanente, a los precios más elevados de los mercados de Roma, donde se vendían los hábiles escultores y jardineros griegos; jamás escatimó gastos en este rubro, aunque se decía que personalmente no tenía gusto alguno y que se limitaba a seguir los consejos de su esposa, Julia. Cayo lo creía, ya que no careciendo él de gusto, no veía trazas de ello en su tío. Si bien había muchas otras residencias más espléndidas que Villa Salaria, algunas cual palacios de potentados orientales, Cayo reconocía que no había otra con mayor despliegue de buen gusto y mejor decoración. Claudia estaba de acuerdo con él. Mientras cruzaban la puerta de acceso y avanzaban por el camino de ladrillos que unía a la casa, Claudia dejó escapar una exclamación de sorpresa y dijo a Helena:
—¡Nunca soñé con nada igual! Parece sacado de un mito griego.
—Es un lugar muy agradable —convino Helena.
Las dos pequeñas hijas de Antonio Cayo los vieron primero y corrieron a través del césped a darles la bienvenida, seguidas con más tranquilidad por su madre, Julia, mujer de aspecto agradable, de tez trigueña, algo regordeta. Poco después salió de la casa Antonio, seguido por otros tres hombres. Era puntilloso en materia de comportamiento, tanto consigo como con los demás, y saludó a su sobrina y su sobrino y a su amiga con grave cortesía, pasando luego a presentar muy formalmente a sus huéspedes. Cayo conocía muy bien a dos de ellos, Léntelo Graco, un astuto y exitoso político de la ciudad, y Licinio Craso, el general que había ganado renombre durante la rebelión de los esclavos y que durante un año fue la comidilla de la ciudad. El tercer hombre del grupo resultó desconocido para Cayo; era más joven que los otros, pero no mucho mayor que Cayo, modesto, con la sutil modestia de quien no había nacido patricio; arrogante, con la menos sutil arrogancia del intelectual romano; calculador respecto a los recién llegados y moderadamente bien parecido. Se llamaba Marco Tulio Cicerón, y saludó con modesto retraimiento a Cayo y a las dos hermosas jóvenes que acababan de serle presentadas. Pero no pudo disimular su inquieta curiosidad y hasta Cayo, que no era la más perspicaz de las personas, comprendió que Cicerón los estaba examinando, sopesando, tratando de computar sus antecedentes, el monto de sus bienes familiares al igual que su influencia.
Claudia, entretanto, había decidido que Antonio Cayo era el más deseable de los elementos masculinos allí presentes, dueño de la imponente residencia y de las infinitas tierras. Teniendo solamente un concepto abstracto de la política y una noción más bien vaga de la guerra, no se sintió muy impresionada ni por Graco ni por Craso, y Cicerón no sólo era un desconocido —lo que equivalía a carecer de importancia para Claudia—, sino, evidentemente, formaba parte de esa clase de caballeros ávidos de dinero que le habían inculcado despreciar. Julia ya se había pegado a Cayo, uno de sus favoritos, ronroneando junto a él al igual que una enorme y desgarbada gatita, y Claudia hizo un perspicaz cálculo sobre Antonio, que Cayo nunca pudo hacer. Ella vio en aquel corpulento y musculoso terrateniente de nariz ganchuda un cúmulo de represiones y apetitos insatisfechos. Percibió el sentido recóndito de sensualidad en su puritanismo evidentemente postizo, y Claudia prefería a los hombres poderosos aunque fuesen impotentes. Antonio Cayo jamás sería indiscreto o fastidioso. Todo esto ella se lo hizo saber con una aparente e inquieta sonrisa.
El grupo estaba ya dentro de la casa. Cayo había desmontado y un esclavo egipcio se había llevado su caballo. Los lecticiarios, agotados por los kilómetros que habían andado, sudando, se acuclillaron al lado de sus cargas y tiritaron bajo el frescor del anochecer. Sus delgados cuerpos estaban rendidos, cual si fueran animales, y sus músculos se contraían bajo el dolor del agotamiento, como ocurre hasta con los animales. Nadie se fijó en ellos; nadie advirtió su presencia; nadie se ocupó de ellos. Los cinco hombres, las tres mujeres y las dos niñas entraron en la casa y no obstante los lecticiarios continuaron en cuclillas junto a las literas, esperando. Uno de ellos, un muchacho de no más de veinte años, comenzó a sollozar, más y más incontroladamente, pero los otros no le prestaron atención. Allí se quedaron por lo menos durante veinte minutos antes de que un esclavo fuera hacia ellos para conducirlos hasta la barraca donde recibirían alimento y albergue durante la noche.
Cayo compartía su baño con Licinio Craso y se sintió aliviado al constatar que el gran hombre no era de la escuela de los que lo tomaban a él, Cayo, para que personalmente realizara todas las envejecidas cualidades de la juventud bien nacida de su tiempo. Encontró a Craso agradable y afable, y advirtió que tenía ese modo cautivador que consiste en solicitar la opinión de los demás, aunque se trate de personas sin mayor importancia. Se tendieron en el baño, chapoteando perezosamente en el agua, flotando para atrás y para adelante, gozando del agua tibia y perfumada, bien impregnada de sales aromáticas. El cuerpo de Craso estaba en forma; nada del vientre de la edad mediana, sino recio y neto, y él era juvenil y vivaz. Le preguntó a Cayo si habían llegado por el camino de Roma.
—Sí, en efecto, y mañana seguiremos hacia Capua.
—¿No les molestaron los símbolos de castigo?
—Teníamos mucha curiosidad por verlos —respondió Cayo—. Pero en realidad no nos molestaron demasiado. De vez en cuando había un cadáver despanzurrado por los pájaros, que resultaba poco agradable, especialmente si el viento soplaba en nuestra dirección, pero eso no podía impedirse, de modo que las muchachas corrieron las cortinas de sus literas. Sin embargo, usted sabe, se sintieron afectados y en algunos casos los lecticiarios se indispusieron.
—Supongo que advirtieron la identidad —dijo sonriendo el general.
—Es posible. ¿Usted cree que entre los esclavos hay ese tipo de sentimientos? Nuestros lecticiarios han nacido en establos en su mayor parte, y muchos de ellos han sido amansados a latigazos durante la infancia, en la escuela de Appio Mundelio, y si bien son fuertes, su condición no es superior a la de los animales. ¿Podrían ellos identificarse? Me resulta difícil creer que haya cualidades semejantes entre los esclavos. Pero usted debe de estar mejor informado. ¿Cree usted que todos los esclavos sintieron algo por Espartaco?
—Creo que la mayor parte de ellos.
—¿Realmente? Es como para intranquilizarse.
—De otro modo no hubiera sido partidario de este asunto de las crucifixiones —explicó Craso—. Es un derroche y no me gusta el derroche por el derroche mismo. Además, pienso que matar puede volverse contra quienes lo hacen... el exceso de matanza. Creo que a nosotros nos hace algo que más tarde puede dañarnos.
—¡Pero son esclavos! —protestó Cayo.
—¿Cómo es eso que tanto le gusta decir a Cicerón?... El esclavo es el
instrumentum vocale
, que se distingue de la bestia, el
instrumentum semi—vocale
, que se distingue de la herramienta común, que podríamos denominar el
instrumentum mutum.
Es una forma muy hábil de plantear la cuestión y estoy seguro de que Cicerón es un individuo muy inteligente, mas él no tuvo que luchar contra Espartaco. Ciceron no tuvo que calcular el potencial lógico de Espartaco porque no tuvo que pasar noches en vela, como yo, tratando de prever lo que Espartaco estaba pensando.
Cuando usted lucha contra ellos, descubre de pronto que los esclavos son algo más que
instrumenta vocalia.
—¿Acaso usted lo conoció a él..., quiero decir personalmente?
—¿A él?
—Me refiero a Espartaco.
El general sonrió pensativamente.
—No, en realidad —manifestó—. Me hice mi propia imagen de él, uniendo esto y aquello, pero no conozco a nadie que lo haya conocido. ¿Cómo podía no conocerlo? Si usted tiene un perrito que de pronto ataca furiosamente y lo hace con mucha inteligencia, seguirá siendo un perrito, ¿no es así? Difícil de saber. Me hice mi propia imagen de Espartaco, pero no me atrevería a escribir una descripción suya. No creo que nadie pueda hacerlo. Los que podrían haberlo hecho están colgados a lo largo de la vía Apia y el hombre mismo es ya como si hubiera sido un sueño. Nosotros lo reharemos ahora en su vieja condición de esclavo.
—Que es lo que era —dijo Cayo.
—Sí... sí, supongo que sí.
A Cayo le resultaba difícil continuar con el tema. No se trataba de que tuviera escasa experiencia de la guerra; la verdad era que ésta no le interesaba; y, sin embargo, la guerra era obligatoria para su casta, para su clase, para su condición de vida. ¿Qué pensaba Craso de él? ¿Serían sinceras su atención considerada y su cortesía? De todos modos la familia de Cayo no podía ser ignorada o negársele importancia, y Craso necesitaba amigos; porque, por irónico que parezca, el general que libró las más cruentas batallas de la historia romana obtuvo muy escasa gloria de ellas. Luchó contra esclavos y los derrotó... cuando esos esclavos casi habían derrotado a Roma. Todo el asunto constituía una curiosa contradicción, y la humildad de Craso bien podía haber sido real. Sobre Craso no podían tejerse leyendas ni canciones para cantar. La necesidad de olvidar esa guerra rebajó notablemente el alcance de sus victorias.
Salieron del baño y las esclavas que los esperaban los recibieron con toallas calientes. Más de un lugar con más ostentación que la residencia de Antonio Cayo no podría haber sido mejor en anticipar y satisfacer los menores deseos de sus huéspedes. Cayo pensó en eso mientras lo secaban. En los viejos tiempos, según le habían contado, existió un mundo lleno de pequeños principados y diminutos reinos y ducados, pero pocos de ellos pudieron haber vivido y atendido en el estilo en que lo hacía Antonio Cayo, terrateniente no del todo poderoso o importante y ciudadano de la República. Dijeran lo que dijeran, la manera de vivir romana era un reflejo de los mejor dotados y más capaces de gobernar.
—Nunca me he podido acostumbrar a ser vestido y tocado por mujeres —dijo Craso—. ¿A usted le gusta?
—Nunca he prestado mucha atención al asunto —respondió Cayo.
Lo cual no era enteramente cierto, ya que el joven encontraba un indudable placer y cierta excitación en ser tocado por esclavas. Su propio padre no lo permitía y en ciertos círculos se lo criticaba; pero en los últimos cinco o seis años la actitud hacia los esclavos había cambiado considerablemente, y Cayo, al igual que tantos de sus amigos, los había despojado de la mayoría de los elementos Romanos. Era una manera muy sutil de condicionar la cosas, en ese momento no sabía en realidad qué aspecto tenían las tres mujeres que los estaban atendiendo y, si de pronto se lo hubieran preguntado, no habría podido describirlas. La pregunta del general hizo que las observara.
Pertenecían a alguna tribu o lugar de Hispania, jóvenes, de esqueleto menudo, no mal parecidas en su modo suave y silencioso. Descalzas, vestían túnicas cortas y lisas, y sus ropas estaban humedecidas por el vapor de agua del baño y salpicadas de manchas de transpiración, a causa del esfuerzo que realizaban. Lo excitaban un poco, solamente a consecuencia de su propia desnudez, pero Craso atrajo hacia sí a una de ellas, la manoseó bobaliconamente y le sonrió, mientras ella se retorcía servilmente, pero sin ofrecer resistencia.
Aquello desconcertó enormemente a Cayo; sintió un súbito menosprecio por aquel gran general que manoseaba a una muchacha de casa de baños; no quiso mirar. Le pareció algo pequeño y sucio, que restaba dignidad a Craso, y Cayo pensó además que, cuando Craso lo recordara más adelante, se volvería también contra él, por haber estado presente.
Se dirigió a la mesa de masajes y se tendió y poco después se le acercó Craso.
—Hermosa cosita —comentó Craso. Y Cayo se preguntó si aquel hombre era completamente idiota en cuestión de mujeres. Pero Craso no estaba perturbado.
—Espartaco —dijo, retomando el hilo de la conversación anterior— era tan enigmático para mí como lo es para usted. Nunca lo vi... pese a los endemoniados bailes a que me condujo.
—¿Así que usted nunca lo vio?
—Nunca, pero eso no significa en absoluto que no lo conociera. Pieza por pieza lo compuse. Me gusta eso. Otra gente compone música o arte. Yo compuse un retrato de Espartaco.
Craso se extendió complacido bajo los hábiles dedos de la masajista. Una de las mujeres tenía un pequeño recipiente con aceite perfumado, del que dejaba caer ruidosa y constantemente el lubricante necesario bajo los dedos de la masajista, quien iba venciendo la tensión de un músculo tras otro. Craso se retorcía cual un enorme gato a quien le acariciaran el lomo, suspirando de placer.
—¿Qué aspecto tenía... su retrato? —preguntó Cayo.
—A menudo me pregunto qué idea tendría él de mí —dijo Craso con una mueca—. Al final vino a buscarme. Al menos eso dicen. No podría jurar haberlo oído, pero aseguran que gritaba: «¡Craso, espérame, bastardo!» o algo por el estilo. No se hallaba a más de cuarenta o cincuenta metros de distancia, y empezó a abrirse paso a hachazos en dirección a mí. Fue algo asombroso. No era un hombre muy grande... tampoco muy fuerte, pero estaba poseído por la furia. Ésa es la palabra, precisamente. Cuando luchaba con sus propios brazos, era algo así, una furia, una cólera. Y, en efecto, se abrió paso hasta medio camino de donde yo estaba. En esa desenfrenada carrera final debe de haber dado muerte por lo menos a diez o doce hombres y no se detuvo hasta que lo destrozaron.