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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

Espartaco (8 page)

BOOK: Espartaco
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—Adelante —dijo Cayo.

Craso entró, cerrando tras sí la puerta. El gran general nunca tuvo un aspecto más masculino que en ese momento, de pie allí, sonriendo al joven que lo esperaba.

XIII

El rayo de luna había cambiado de posición y Cayo estaba fatigado y satisfecho, y sensual como un gato desperezado... que era la imagen que él mismo evocaba para sí, mientras decía a propósito de nada en particular:

—Odio a Cicerón.

Craso era paternal, encantado de sí mismo, y suave, y le preguntó:

—¿Por qué odias a Cicerón... al justo Cicerón? Cicerón, el justo. Sí, ¿por qué lo odias?

—No sé por qué lo odio. ¿Es que debo saber por qué odio a cierta gente? A algunos los amo, a otros los odio.

—¿Sabías que había sido por insinuación de Cicerón (no solamente suya, pero en gran parte) que se decidió hacer símbolos de castigo con los seis crucificados de la vía Apia? ¿Por eso es por lo que lo odias?

—No.

—¿Qué sentiste cuando viste los crucifijos? —preguntó el general.

—En algunos momentos me sentí excitado, pero en general no. Las muchachas se excitaron más que yo.

—¿Sí?

—Pero mañana será diferente —dijo Cayo sonriendo.

—¿Por qué?

—Porque tú los pusiste allí.

—En realidad, no. Fueron Cicerón, otros. A mí no me importó, me es igual.

—Pero tú destruíste a Espartaco.

—¿Tiene eso alguna importancia?

—Por eso te quiero... A él lo odio.

—¿A Espartaco?—preguntó Craso.

—Sí, a Espartaco.

—Pero nunca lo conociste.

—No importa. Lo odio... más que a Cicerón. Cicerón no me importa. Pero a él, el esclavo, lo odio. ¡Si yo hubiera podido matarlo! ¡Si hubieras podido traérmelo y decirme, oye, Cayo, córtale la cabeza! Si tú hubieras podido...

—Bueno, estás hablando como una criatura —dijo indulgentemente el general.

—¿Te parece? ¿Por qué no? —replicó Cayo con un deje plañidero en la voz—. ¿Por qué no he de ser una criatura? ¿Se gana tanto siendo mayor?

—Pero ¿por qué odias a Espartaco de ese modo si nunca lo conociste?

—Es posible que lo haya visto. Hace cuatro años, sabes, fui a Capua. Tenía entonces tan sólo veintiún años; era muy joven.

—Todavía eres muy joven —dijo el general.

—No... yo no me siento joven. Pero entonces lo era. Fuimos un grupo de cinco o seis. Mario Braco me llevó con él; me tenía mucha simpatía.

Cayo lo dijo deliberadamente, por el efecto que podría producir. Mario Braco había muerto durante la rebelión de los esclavos, de modo que no había motivo para que aquella relación constituyera un problema en el presente, pero él quería que Craso supiera que no era el único ni el primero. El general se puso rígido, pero no habló, y Cayo prosiguió:

—Sí, estábamos Mario Braco, yo y un hombre y una mujer, amigos suyos, y otros dos más, me parece, cuyos nombres no recuerdo. Mario estaba actuando a lo grande... sí, muy a lo grande.

—¿Te interesaba mucho él?

—Me apenó su muerte —respondió Cayo con un encogimiento de hombros, y el general pensó:

«¡Qué animalito eres! ¡Qué asqueroso animalito!».

—El caso es que fuimos a Capua y Braco nos prometió un espectáculo circense especial, lo que era mucho más caro entonces que ahora. Para hacerlo en Capua había que ser muy rico.

—¿Léntulo Baciato tenía entonces una escuela de gladiadores allá, no es cierto? —preguntó el general.

—Sí, y se dice que era la mejor escuela de Italia. La mejor y la más costosa, y se podía comprar un elefante por lo que había que pagar para que combatieran un par de sus muchachos. Dicen que con eso se ganó un millón, pero de todos modos era un cerdo. ¿Tú lo conociste? Craso sacudió la cabeza.

—Háblame de él; me interesa mucho. Fue antes de la huida de Espartaco, ¿verdad?

—Creo que unos ocho días antes. Sí, Baciato se hizo famoso porque mantenía un verdadero harén de mujeres esclavas y a la gente no le gustan esas cosas. Por lo menos que se haga abiertamente. Está bien si se hace en una habitación, con las puertas cerradas, pero difícilmente será de buen gusto hacerlo en la vía pública. Y eso es precisamente lo que él hizo. Y también usó a sus muchachos como sementales y a las mujeres las destinó a la reproducción, lo que está muy bien, supongo, pero no sabía hacer nada con delicadeza. Era un hombre grande, gordo como un toro, de cabello negro, barba negra y recuerdo lo sucias que estaban las ropas, completamente cubiertas de manchas de comida. Mientras hablaba con nosotros se le veía una mancha de huevo, una mancha fresca de huevo, sobre su túnica.

—¡Qué memoria que tienes! —exclamó sonriendo el general.

—Lo recuerdo. Fui a verlo con Braco, y Braco quería dos peleas a muerte. Pero Baciato no se mostraba inclinado a hacerlo. Baciato decía que no había posibilidad de lograr una pelea con estilo o con técnica o un juego preciso si cada caballero rico y aburrido de Roma venía en busca de su propio espectáculo particular. Pero Braco tenía una generosa bolsa y el dinero manda.

—Manda con esa clase de gente —puntualizó el general—. Todos los
lanistae
son despreciables, pero ese Baciato era un cerdo. Sabrás que era propietario de tres de las mayores casas de vecindad de Roma y de una cuarta que se desmoronó el año pasado. La mitad de los vecinos murieron entre las ruinas. Era capaz de hacer cualquier cosa por dinero.

—No sabía que lo conocieras.

—Hablé con él. Era una fuente de información acerca de Espartaco... La única fuente, supongo, que supiera realmente algo sobre Espartaco.

—Cuéntame —pidió Cayo.

—Tú me estabas contando...que era posible que hubieras conocido a Espartaco.

—Tú, cuenta —dijo Cayo con petulancia.

—A veces es extraordinario cómo te pareces a una muchacha —dijo con una sonrisa el general.

—¡No digas eso! ¡No quiero que vuelvas a decirlo nunca. Como un gato, Cayo se puso tenso y montó en cólera.

—¿Pero qué es lo que he dicho para que te enojes conmigo en esa forma? —exclamó el general—. ¿Quieres que te cuente sobre Baciato? Fue hace algo más de un año, creo, y entonces los esclavos nos estaban atacando seriamente con saña. Por eso quise averiguar sobre ese Espartaco. Es más fácil derrotar a un hombre si lo conoces...

Cayo sonreía mientras escuchaba. No tenía una noción muy clara de por qué odiaba tanto a Espartaco, pero a veces encontraba una satisfacción más profunda en el odio que en el amor.

SEGUNDA PARTE

Que es la historia que Craso, el gran general, contó a

Cayo Craso, en relación a la visita que Léntulo Baciato,

que tenía una escuela de gladiadores en Capua,

hizo a su campamento

I

(Esto, pues —dijo Craso mientras yacía recostado junto al joven— ocurrió poco después de que se me hubiera delegado el mando, ese tipo de honor que uno se lleva consigo rápidamente a la tumba. Los esclavos habían hecho pedazos a nuestras legiones y, desde un punto de vista práctico, eran los que gobernaban Italia. Y a esto me dijeron que había que ponerle fin. Ve y derrota a los esclavos, me dijeron. Mis peores enemigos me rindieron honores. Por ese entonces yo tenía acampadas mis tropas en la Galia Cisalpina, y envié un mensaje a tu amigo, el gordo Léntulo Baciato.)

***

Y la lluvia caía suavemente cuando Léntulo Baciato se acercaba al campamento de Craso. Todo el paisaje era deprimente y desolado, y él también se sentía desolado, lejos del hogar y del tibio sol de Capua. Ni siquiera disfrutaba de la comodidad de una litera; había cabalgado en un flaco caballo alazán, pensando:

«Cuando los militares toman el poder, los hombres honestos danzan al compás que ellos les marcan. La propia vida ya no le pertenece a uno. La gente me envidia porque tengo un poco de dinero. Es bueno tener dinero cuando se es un caballero. Es aún mejor tener dinero cuando se es un patricio. Pero si uno no es ninguna de ambas cosas, sino solamente un hombre honesto que ha ganado honestamente su dinero, entonces es imposible pensar en descansar tranquilo un solo momento. Si no sobornas a un inspector es porque le pagas al guardaespaldas de algún político, y si te libras de los dos, es porque tienes a un tribuno en tu lista de sueldos. Y cada vez que te despiertas te sorprendes de no haber sido asesinado mientras dormías. Y ahora un condenado general me hace el honor de arrastrarme a través de media Italia... para hacerme algunas preguntas. Si mi nombre fuera Craso, o Graco, o Sileno, o Menio, sería, por supuesto, una historia muy diferente. Ésa es la justicia romana y la igualdad romana en la República de Roma.»

Y a continuación Léntulo Baciato tuvo una serie de pensamientos poco halagüeños respecto a la justicia de Roma y a ciertos generales romanos. En tales pensamientos fue interrumpido por una cortante pregunta de los guardias camineros apostados antes de que se llegara al campamento. Detuvo obediente su caballo y se sentó allí bajo la fina y fría lluvia, mientras dos soldados avanzaban y lo examinaban. Ya que ellos de todos modos tenían que permanecer bajo la lluvia durante el tiempo de su guardia, no tenían prisa alguna por evitarle tal incomodidad. Lo examinaron fría y descortésmente y le preguntaron quién era.

—Mi nombre es Léntulo Baciato.

Como eran ignorantes campesinos, no reconocieron su nombre, y quisieron saber dónde creía que iba.

—Este camino conduce al campamento, ¿verdad? —

—Así es.

—Bueno, yo voy hacia el campamento.

—¿Para qué?

—Para hablar con el comandante.

—Nada menos que para eso. ¿Qué es lo que usted desea vender?

«¡Oigan a estos sucios bastardos!», pensó Baciato, pero contestó armándose de paciencia:

—No vendo nada. Estoy aquí porque he sido invitado.

—¿Invitación de quién?

—Del comandante. —Y sacó de su cartera la orden que Craso le había enviado.

No sabían leer, pero bastaba un pedazo de papel para que le dieran paso, y se le permitió marchar junto a su jamelgo de color rubio hasta el camino militar que conducía al campamento. Al igual que muchos de los ciudadanos que iban surgiendo en aquel tiempo, Baciato medía todo en términos de dinero; y no pudo menos que calcular, mientras avanzaba, lo que habría costado construir aquel tipo de camino, un camino provisional, trazado tan sólo para comodidad del campamento, pero no obstante un camino mejor que el que él había podido construir como acceso a su escuela de Capua. Sobre una base de tierra y grava se habían fijado ladrillos de piedra arenisca, sobre una distancia de casi dos kilómetros en línea recta hacia el campamento.

«Si estos malditos generales pensaran un poco más en combatir y menos en construir caminos, todo marcharía mejor», pensó; pero al mismo tiempo se sintió un poco orgulloso. Había que admitir que aún en un sucio, lluvioso y deprimente rincón como aquél se hacía sentir la civilización romana. Eso era indiscutible.

Se acercaba ahora al campamento. Como siempre, el lugar temporal de estacionamiento de los legionarios era como una ciudad; a donde iban las legiones allí iba la civilización; y allí donde las legiones acampaban, así fuera por una noche, surgía la civilización. Ahí estaba aquella poderosa zona amurallada, de más de un kilómetro cuadrado, fijada con tanta precisión como la del arquitecto que dibuja su diagrama sobre la mesa de dibujo. Primero había una zanja, de casi cuatro metros de ancho y casi cuatro metros de profundidad; tras dicha zanja una larga empalizada, también, de casi cuatro metros de altura. El camino cruzaba la zanja por una entrada, donde al acercarse se abrieron dos pesadas puertas de madera. Un trompeta hizo resonar la orden de entrada y un manípulo empezó a moverse en torno suyo al entrar. No era que le estuvieran rindiendo honores, sino que se trataba de la disciplina por la disciplina misma. No había fanfarronería alguna cuando se decía que jamás en la historia del mundo había habido tropas tan disciplinadas como las legiones. Hasta Baciato, con su enorme amor por el derramamiento de sangre y la lucha —y consecuentemente su desprecio por los soldados enrolados— quedó impresionado por la precisión mecánica de todo cuanto estaba vinculado al ejército.

No se trataba solamente del camino o de la zanja o de la empalizada y sus más de tres kilómetros de longitud, o de las amplias calles de aquel campamento ciudad, o de las zanjas de desagüe, o del pavimento de piedra arenisca que cubría el centro de la calle, o toda la múltiple vida y movimiento y orden de este campamento romano de treinta mil hombres; sino más bien el conocimiento de que aquel poderoso producto del esfuerzo y de la razón humanos era el vigoroso fruto del trabajo de legiones en marcha. No era hablar con ligereza afirmar que era más fácil derrotar a los esclavos mediante la vista del campamento de una legión pernoctando que entrando en combate con una de ellas.

Mientras Baciato desmontaba, frotándose su gordo trasero que había tenido tan largo e íntimo contacto con la montura, se acercó un joven oficial y le preguntó quién era, y qué andaba haciendo por allí.

—Léntulo Baciato, de Capua.

—Ah sí... sí —dijo el oficial arrastrando las palabras. Era un joven de no más de veinte años, bien parecido, producto perfumado y bien vestido de una de las mejores familias. La clase de persona que más odiaba Baciato.

—Sí —dijo el joven—. Léntulo Baciato, de Capua.

Él sabía; lo sabía todo con respecto a Léntulo Baciato de Capua y quién era y qué representaba y por qué se le había citado allí en el campamento del ejército de Craso.

«Sí —pensó Baciato—, me odias, verdad, hijito de puta, y estás ahí despreciándome; pero vienes a verme y lloriqueas y me compras cosas y son los tipos de tu clase los que hacen de mí lo que soy; pero te parece que eres demasiado bueno para acercarte a mí, porque mi aliento puede ensuciarte, ¡tú, pequeño bastardo!» Eso pensó, pero se limitó a asentir y no dijo nada.

—Sí —confirmó el joven—. El comandante lo ha estado esperando. Lo sé. Quiere que se presente ante él inmediatamente. Lo acompañaré hasta allá.

—Quisiera descansar y comer algo.

—El comandante se ocupará de eso. Es un hombre que piensa en todo —dijo sonriendo el joven oficial, y luego gritó a uno de los soldados—: ¡Coged el caballo, dadle de comer y beber y llevadlo a la caballeriza!

—No he comido nada desde el desayuno —dijo Baciato—, y me parece que, si vuestro comandante ha esperado tanto tiempo, bien puede esperar un poco más.

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