—¿De modo que es verdad que nunca fue hallado su cuerpo? —preguntó Cayo.
—Así es. Lo cortaron en pedazos, y no quedó nada de él. ¿Usted sabe lo que es un campo de batalla? Allí hay carne y sangre y resulta muy difícil decir de quién es esa carne y de quién esa sangre. Así que se fue por donde vino, de la nada hacia la nada, del circo al puesto del carnicero. Vivimos por la espada y morimos por la espada. Así fue Espartaco. Yo lo saludo.
Lo que había contado el general le hizo recordar a Cayo la conversación que había tenido con el fabricante de salchichas, y estuvo a punto de formular la pregunta pertinente, pero en cambio inquirió:
—¿No lo odia?
—¿Por qué? Fue un buen soldado y un condenado y sucio esclavo. ¿Qué es lo que debería yo odiar en particular? Él está muerto y yo estoy vivo. A mí me gusta eso —dijo mientras se retorcía de agrado bajo los dedos de la masajista, pero dando por sentado que sus palabras eran algo aparte de ella y más allá de ella—, pero mi experiencia es limitada. Usted no pensaría lo mismo, seguramente, pero su generación mira las cosas de forma distinta. No hablo de porquerías, sino de refinamientos, como éste. ¿Hasta dónde puede uno llegar, Cayo?
Al principio el joven no se dio cuenta de qué estaba hablando el general y se le quedó mirando con curiosidad. Los músculos de la nuca de Craso evidenciaban su vehemencia y todo su cuerpo se veía poseído por la pasión. Cayo se turbó y sintió un poco de miedo; hubiera querido salir rápidamente de la habitación, pero no había modo de hacerlo con decoro; y no porque le importara qué era lo que iba a ocurrir sino porque estaba dispuesto a estarse allí para verlo ocurrir.
—Puede preguntarle a ella—dijo Cayo.
—¿Preguntarle a ella? ¿Se imagina que este animalejo habla latín?
—Todos hablan un poco.
—¿Sugiere que le pregunte directamente?
—¿Por qué no? —repuso entre dientes Cayo y, a continuación, se volvió boca abajo y cerró los ojos.
Mientras Cayo y Craso se hallaban en el baño, y mientras las últimas horas previas a la puesta del sol derramaban su halo dorado sobre los campos y jardines de Villa Salaria, Antonio Cayo llevó a la amiga de su sobrina a caminar por los campos en dirección a la pista de equitación. Antonio Cayo no se permitía aquellos ostentosos despliegues como, por ejemplo, una carrera de caballos privada o un circo propio para los juegos. Tenía una teoría particular de que para sobrevivir en la posesión de riqueza había que usarla discretamente y carecía en absoluto de la inseguridad social que exige un llamativo exhibicionismo, como ocurría comúnmente con la nueva clase de los hombres de negocios que estaba surgiendo en la República. Pero, al igual que sus amigos, Antonio Cayo gustaba de los caballos y pagaba elevadas sumas de dinero por animales de buen pedigrí y gozaba enormemente en sus caballerizas. Por aquel entonces el precio de un buen caballo era por lo menos cinco veces superior al precio de un buen esclavo, pero el motivo era que a veces hacían falta cinco esclavos para cuidar adecuadamente un caballo de carreras. El caballo corrió, saltó una cerca y después se tendió sobre un amplio prado. Las caballerizas y los corrales se encontraban en un extremo y a poca distancia de allí había una cómoda galería de piedra con capacidad para más de cincuenta personas, desde donde se dominaban el estadio y un amplio corral.
Al acercarse a las caballerizas oyeron el relincho imperioso de un potro, nota de insistencia y anhelo desconocida para Claudia, emocionante pero terrible.
—¿Qué es eso? —preguntó a Antonio Cayo.
—Un potro excitado. Lo compré en el mercado hace apenas dos semanas. Sangre tracia, de gran osamenta, salvaje, pero es una belleza. ¿Le gustaría verlo?
Caminaron hasta el establo y Antonio ordenó al capataz, un esclavo egipcio pequeño, encogido e indeciso, que lo llevara al gran corral de exhibición. Luego fueron a sentarse en la galería, donde otros esclavos habían dispuesto para ellos un nido de almohadones. Claudia no dejó de advertir el buen adiestramiento y la diligencia de los esclavos de Antonio Cayo, y cómo se anticipaban a cualquier deseo de éste a la menor indicación. Ella había crecido entre esclavos y conocía perfectamente las dificultades que podían originar. Cuando se lo hizo notar a él, éste dijo:
—Yo no azoto a mis esclavos. Cuando hay dificultades, mato a uno. Eso impone disciplina, pero en cambio no los desmoraliza.
—A mí me parece que tienen excelente ánimo —asintió Claudia.
—No es fácil tratar a los esclavos y los caballos. Es mucho más fácil tratar a los hombres.
Llevaron el potro al corral. Era un enorme animal de color rubio, ojos sanguinolentos y boca rebosante de espuma. Le habían puesto freno, pero aun así a los dos esclavos que lo llevaban de las riendas les resultaba difícil impedir que se encabritara y hocicara. Tironeó durante todo el trayecto hasta el centro del corral y, una vez que los esclavos lo dejaron en libertad y corrieron a ponerse a salvo, lanzó contra ellos tremendas coces. Claudia rió y aplaudió con entusiasmo.
—¡Es espléndido, espléndido! —exclamó—. Pero ¿por qué está en ese estado, tan furioso?
—¿No se da cuenta?
—Me imaginé que debía rebosar amor, no odio.
—Ambos sentimientos se mezclan. Nos odia a nosotros porque le impedimos hacer lo que quiere. ¿Le gustaría verlo?
Claudia asintió. Antonio dirigió unas pocas palabras a los esclavos, que se mantenían a poca distancia de él, y corrieron en dirección a las caballerizas. La yegua era de color castaño obscuro; estaba nerviosa e indecisa. Galopó a través del corral y el potro relinchó y dio un volteo para cortarle el paso. Pero Antonio Cayo no miraba a la yegua; sus ojos estaban fijos en Claudia, absorta en la contemplación de la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
Terminado el baño, afeitado, perfumado, con el cabello ligeramente aceitado y delicadamente rizado, con frescas ropas para la cena, Cayo se dirigió a la glorieta de enredaderas para beber una copa de vino antes de que llamaran a la mesa. La glorieta de Villa Salaria era una combinación de azulejos fenicios de color rosado con techo de vidrio delicadamente amarillento pálido. A esa hora del día, el resultado era un agradable halo de penumbra que transformaba los obscuros helechos y las plantas tropicales de grandes hojas en una fantasía de formas. Cuando Cayo entró Julia ya estaba allí, sentada en un banco de alabastro, con una de sus niñitas a cada lado, favorecida y satisfecha por la tenue luz del lugar. Sentada como estaba, con su larga túnica blanca, el cabello peinado con gusto hacia arriba, un brazo en torno a cada una de las criaturas, constituía el perfecto retrato de la matrona romana, gentil, tranquila y digna; y si no hubiera resultado tan evidente e infantil la pose que había adoptado, con toda seguridad que a Cayo le habría hecho recordar cada una de las pinturas de la madre de los Gracos que había visto. Reprimió el impulso de aplaudir o de decir: «¡Bravo, Julia!». Era muy fácil destruir a Julia, ya que sus afectaciones eran siempre patéticas, pero nunca hostiles.
—Buenas tardes, Cayo —dijo ella sonriente, con una agradable combinación de simulada sorpresa y de real agrado.
—No sabía que estabas aquí, Julia —se disculpó él.
—Al contrario; quédate. Quédate y deja que te sirva una copa de vino.
—Encantado —convino Cayo, y cuando ella indicó a las niñas que se fueran, protestó diciendo—: Déjalas, si quieren quedarse...
—Es que ya es hora de que les sirvan la cena —dijo. Y cuando las niñas se hubieron ido, agregó—: Ven y siéntate a mi lado, Cayo. Siéntate junto a mí, Cayo.
Él se sentó y ella sirvió vino para ambos. Chocó su copa con la de él y bebió mirándolo a los ojos.
—Eres demasiado guapo para ser bueno, Cayo.
—No tengo deseo alguno de ser bueno, Julia.
—¿Qué es lo que deseas, Cayo, si es que algo deseas?
—Placer —respondió él con franqueza.
—Y joven como eres te resulta cada vez más difícil, ¿verdad, Cayo?
—¿En verdad, Julia, tengo un aspecto particularmente triste?
—O particularmente feliz.
—El papel de virgen vestal, Julia, no sienta bien.
—Eres mucho más inteligente que yo, Cayo. Yo no puedo ser tan cruel como tú.
—No quiero ser cruel, Julia.
—¿Querrías besarme y probarlo?
—¿Aquí?
—Antonio no vendrá. En este preciso momento está dándole satisfacción a su nuevo potro, para edificación de esa rubita que trajiste.
—¿Qué? ¿Para Claudia? Oh, no... no. —Cayo comenzó a reírse para sus adentros.
—Qué malévolo eres. ¿Vas a besarme?
Él la besó suavemente en los labios.
—¿Eso es todo? ¿Quieres... esta noche, Cayo?
—En realidad, Julia...
—No me digas que no a mí, Cayo —lo interrumpió ella—. No, por favor. De todos modos esta noche no tendrás a tu Claudia. Conozco a mi marido.
—Ella no es mi Claudia y tampoco la quiero para esta noche.
—Entonces...
—Está bien —dijo él—, está bien, Julia. No hablemos de eso ahora.
—Tú no quieres...
—No se trata de si quiero o si no quiero, Julia. Simplemente, no deseo seguir hablando de eso ahora.
La comida de la noche en Villa Salaria demostró, como ya lo habían hecho otras costumbres de la casa, cierta resistencia a cambios ya comunes en la cosmopolita Roma. De parte de Antonio Cayo se trataba menos de un conservadurismo inculcado que de un deseo de diferenciarse de la nueva clase de los ricos mercaderes, enriquecidos a costa de las guerras y a través de la piratería, la minería y el comercio, y que adoptaban con avidez cualquier innovación que proviniera de Grecia o Egipto. En lo que se refería a las comidas, Antonio Cayo no podía gozar de una cena recostado en un canapé; le hacía difícil la digestión y los pequeños bocados de delicadezas dulces y saladas, que estaban tan de moda, lo distraían de la verdadera comida. Sus huéspedes se sentaban a la mesa y comían en la mesa, y mientras les obsequiaba con caza y aves de corral, con sabroso asado y exquisitos pasteles, con las mejores sopas y las frutas más suculentas, no había allí en cambio nada de deliciosas mezcolanzas, como las que se servían en las mesas de tantos nobles romanos. Tampoco alentaba el baile o la música durante las comidas; sus comidas consistían básicamente en buenos alimentos, buenos vinos y buena conversación. Tanto su padre como su abuelo habían sabido leer y escribir con soltura; él mismo se consideraba un hombre educado, y mientras su abuelo había salido a trabajar a los campos junto a sus esclavos, Antonio Cayo manejaba su vasto latifundio en forma muy parecida a la que debía de haber empleado un príncipe oriental de tono menor en el gobierno de su pequeño imperio. No obstante, le gustaba imaginarse a sí mismo como un esclarecido gobernante, bien versado en historia griega, filosofía y drama, a la par que como persona de actividad política. Sus huéspedes reflejaban sus gustos, y cuando se reclinaban en sus asientos, después de las comidas, bebiendo vinos de postre —las mujeres momentáneamente en la glorieta—, Cayo reconocía en ellos la flor y nata que había forjado la grandeza de Roma y que gobernaba la urbe con tanta tenacidad y capacidad.
Cayo reconocía más que admitía tal hecho, y él mismo no albergaba ambiciones en ese sentido. Para ellos él carecía de valor y no era de mayor importancia, ya que lo consideraban solamente como un joven inútil de buena familia sin más talento que el de saber comer y vestir, lo que en cierta medida era una nueva tendencia, un producto no conocido que se remontaba tan sólo a un par de generaciones atrás. Y sin embargo no carecía de importancia; tenía envidiables conexiones familiares y, cuando muriera su padre, heredaría una gran fortuna, y no era de descartar la posibilidad de que, por algún golpe de buena suerte, se convirtiera en una persona de importancia política. Así pues, Cayo era algo más que tolerado y se le trataba un poco mejor que a un perfumado joven petimetre bien parecido, con cabello aceitado y escaso cerebro. Y Cayo les temía. Había algo enfermizo en ellos, pero no por ello parecían más débiles. Allí estaban sentados, después de haber ingerido sabrosas comidas y vinos generosos, y aquellos que habían desafiado su poder pendían de los crucifijos a lo largo de kilómetros y kilómetros en la vía Apia. Espartaco era carne, simple carne, como la carne de la mesa de trabajo del carnicero; ni siquiera en cantidad suficiente para el crucifijo. Pero nadie llegaría nunca a crucificar a Antonio Cayo, sentado allí tan tranquilo y seguro a la cabecera de la mesa, hablando de caballos, estableciendo el hecho extremadamente lógico de que mejor era enjaezar dos esclavos a un arado que un caballo, ya que jamás caballo alguno aguantaría ni la mitad del tratamiento que se dispensaba a un esclavo.
Una leve sonrisa iluminó el rostro de Cicerón mientras escuchaba. Cicerón inquietaba a Cayo más que los otros. ¿Cómo podía alguien gustar de Cicerón? ¿Acaso hubiera querido él tal cosa? En una oportunidad Cicerón lo había mirado, como diciendo: «Oh, te conozco, muchacho. Del fondo a la superficie, de arriba abajo, por dentro y por fuera». Y se preguntaba si los otros temían a Cicerón, para terminar deseando estar lejos de él y que Dios lo condenara al infierno. Craso escuchaba con urbano interés. Craso tenía que ser cortés. Era el prototipo del militar romano, erecto, de rostro cuadrado, firme, de rasgos duros, piel bronceada, sedosos cabellos negros... y Cayo pensó en él, cuando estaba en el baño, y dio un respingo. ¿Cómo pudo hacer eso? Del otro lado de la mesa, frente a Cayo, estaba sentado el político, Graco, un hombre enorme con voz tonante, la cabeza hundida en un collar de grasa, las manos grandes, regordetas, infladas, casi todos los dedos cubiertos con anillos. Replicaba con las respuestas profundas, condicionadas, del político profesional; su risa era una risa amplia; cuando aprobaba, aprobaba con decisión, bien que cuando desaprobaba lo hacía condicionadamente. Sus declaraciones eran pomposas, pero nunca necias.
—Por supuesto que usted tendrá mejores resultados con esclavos en el arado —observó Cicerón, después de que Graco hubiera manifestado cierta incredulidad—. La bestia que puede pensar es mucho más deseable que la bestia que no puede pensar. Eso es razonable. Además, el caballo es un objeto de valor. No hay tribus de caballos contra las cuales podamos hacer la guerra y traernos de regreso ciento cincuenta mil con destino a la subasta pública. Y si usted usa caballos, los esclavos los arruinarán.