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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

Espartaco (7 page)

BOOK: Espartaco
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—No me parece que sea así —dijo Graco. —Pregúntele a su huésped.

—Es verdad —asintió Antonio—. Los esclavos matarían a un caballo. No sienten respeto por nada que pertenezca a sus amos... excepto ellos mismos.

Llenó otro vaso de vino y preguntó:

—¿Es que vamos a hablar de los esclavos?

—¿Por qué no? —reflexionó Cicerón—. Siempre están con nosotros y nosotros somos el único producto de los esclavos y de la esclavitud. Eso es lo que hace de nosotros romanos, si es que hemos de ir directos al grano. Nuestro huésped vive en esta gran finca rústica (por lo que le envidio) gracias a un millar de esclavos. Toda Roma habla de Craso, debido al levantamiento de esclavos que sofocó, y Graco percibe ingresos del mercado de esclavos, ubicado en un barrio del que es amo y señor, que no me atrevo a calcular. Y este joven —agregó inclinándose y sonriendo a Cayo—, este joven es, sospecho, el producto único de los esclavos aun en medida mayor, ya que estoy seguro de que lo criaron, le dieron de comer, lo transportaron en sus salidas y lo educaron y...

Cayo se sonrojó, pero Graco estalló en risas y luego exclamó:

—¿Y usted, Cicerón?

—Para mí ellos constituyen un problema. Para vivir decentemente en Roma en estos días se necesitan por lo menos diez esclavos. Y comprarlos, alimentarlos, darles alojamiento... Bueno, ahí está mi problema.

Graco continuó riendo, pero Craso dijo: —No puedo aceptar con usted que los esclavos sean un factor determinante en lo que lleguemos a ser nosotros los romanos.

La retumbante risa de Graco continuó. Bebió un largo sorbo de vino y pasó a contar la historia de una muchacha esclava que había comprado en el mercado el mes anterior. Se hallaba algo bebido, su rostro estaba enrojecido, y la risa ahogada salía con ruido sordo de su enorme barriga espaciando sus palabras. Hizo una descripción muy detallada de la muchacha que había comprado. Cayo encontró el relato vulgar y sin sentido, pero Antonio aprobó gravemente y Craso se entusiasmó por la descripción tan materialista que hacía el gordo. Cicerón, durante el relato, sonrió fina y reflexivamente.

—Pero yo insisto en la declaración de Cicerón —dijo Craso, empecinado.

—¿Lo he ofendido? —preguntó Cicerón.

—Nadie ha sido ofendido aquí —repuso Antonio—. Estamos en compañía de gente civilizada.

—No... ofensa, no... Usted me confunde —dijo Craso.

—Es extraño —convino Cicerón— que cuando la evidencia de las cosas nos rodea, nos resistimos sin embargo a la lógica de sus partes componentes. Los griegos son diferentes. La lógica tiene para ellos un irresistible atractivo, independientemente de las consecuencias; pero nuestra virtud es la obstinación. Pero miren alrededor —uno de los esclavos a cargo de la atención de la mesa reemplazó los recipientes vacíos por otros llenos, y otro ofreció frutas y nueces a los hombres—, ¿cuál es la esencia de nuestras vidas? No somos simplemente un pueblo cualquiera; somos el pueblo romano, y lo somos precisamente por haber sido los primeros en comprender plenamente el uso del esclavo.

—Pero antes de que existiera Roma ya había esclavos —objetó Antonio.

—En efecto, los había; unos pocos aquí, unos pocos allá. Es verdad que los griegos tenían plantaciones... y también las había en Cartago. Pero nosotros destruimos Grecia y nosotros destruimos Cartago, para dar lugar a nuestras propias plantaciones. Y las plantaciones y los esclavos son una y la misma cosa. Allí donde los otros pueblos tenían un esclavo, nosotros tenemos veinte... y ahora nosotros vivimos en una tierra de esclavos, y nuestra más grande realización es Espartaco. ¿Qué le parece eso, Craso? Usted tuvo trato íntimo con Espartaco. ¿Alguna otra nación que no fuera Roma podría haberlo engendrado?

—¿Acaso nosotros engendramos a Espartaco? —se preguntó Craso. El general estaba confundido. Cayó pensó que, fueran cuales fueran las circunstancias, el pensar profundamente le aburría... y mucho más cuando se enfrentaba con una mente como la de Cicerón. En realidad, no había entre ellos terreno en común para encontrarse—. Yo pienso —prosiguió Craso— que fue el infierno lo que engendró a Espartaco. —Difícilmente.

Sin dejarse impresionar, Graco gruñó confortablemente, bebió vino y, como pidiendo disculpas, observó a Cicerón que, siendo un buen romano, era un pobre filósofo. De todos modos, allí estaba Roma y allí estaban los esclavos, ¿y qué era lo que Cicerón proponía?

—Que lo comprendan —respondió Cicerón.

—¿Por qué? —inquirió Antonio Cayo.

—Porque de otro modo los esclavos nos destruirán a nosotros.

Craso rió y miró a Cayó al hacerlo. Fue ése el primer lazo de simpatía tendido entre ellos, y el joven sintió que un escalofrío de excitación le corrió por la espina dorsal. Craso estaba bebiendo abundantemente, pero cuando Cayo tuvo aquella sensación, no sintió deseos de beber.

—¿Vino usted por la carretera? —preguntó Craso.

Cicerón movió la cabeza; nunca resultaba fácil convencer a un militar de que no todos los asuntos se decidían por el uso de la fuerza.

—No hablo de la simple lógica de un puesto de carnicería. Es un proceso. Aquí, en las tierras de nuestro buen huésped, hubo una vez por lo menos tres mil familias de campesinos. Si considera cada familia a razón de cinco personas, eso hace quince mil personas. Y esos campesinos eran muy buenos soldados. ¿Qué me dice de eso, Craso?

—Eran buenos soldados. Me gustaría que hubiera más como ellos por aquí.

—Y buenos agricultores —prosiguió Cicerón—. No para cuidar prados y jardines, sino para cultivar la cebada. Simplemente cebada... pero los soldados romanos marchan sostenidos por la cebada. ¿Acaso una sola hectárea de su tierra produce tanta cebada, Antonio, como la que los campesinos obtenían de ella?

—Ni la cuarta parte —admitió Antonio Cayo.

Aquello se había vuelto excesivamente pesado y aburrido para Cayo. Al compás de sus imágenes interiores su rostro se acaloró y ruborizó. La excitación lo poseyó e imaginó que cuando un soldado entraba en batalla debía de sentir lo mismo que él. Apenas si escuchaba ya a Cicerón. Continuó observando a Craso, preguntándose por qué Cicerón persistía en tan tedioso tema.

—¿Y por qué?... ¿Por qué? —preguntaba Cicerón—. ¿Por qué sus esclavos no pueden producir? La respuesta es muy sencilla.

—Porque no quieren —dijo categóricamente Antonio. —Precisamente... no quieren. ¿Por qué habrían de querer? Cuando se trabaja para un amo, lo único logrado es inutilizar el trabajo. De nada vale afilar sus arados, porque los mellarán inmediatamente. Rompen las guadañas, destrozan los mayales y el derroche se convierte en un principio para ellos. Tal es el monstruo que hemos creado para nosotros mismos. Aquí, en cuarenta mil hectáreas, antes vivían quince mil personas, y ahora hay mil esclavos y la familia de Antonio Cayo, y los campesinos padecen hambre en las barriadas y callejuelas de Roma. Tenemos que comprender esto. Fue muy sencillo, cuando el campesino volvió de la guerra y sus tierras estaban cubiertas por la maleza y su mujer se había acostado con algún otro y sus hijos no lo reconocían, darle un puñado de monedas de plata por sus tierras y dejarlo ir a Roma a vivir en las calles. Pero el resultado es que nosotros vivimos ahora en una tierra de esclavos, y ésta es la base de nuestras vidas y el sentido de nuestras vidas... y toda la cuestión de nuestra libertad, de la libertad humana, de la República y del futuro de la civilización, será determinado por nuestra actitud hacia ellos. Ellos no son humanos; tenemos que comprender esto y dejar de lado el insensato sentimentalismo de los griegos en sus charlas sobre la igualdad de todos cuantos caminan y hablan. El esclavo es el
instrumentum vocale.
Seis mil herramientas de esa clase se alinean a lo largo del camino. ¡No es un derroche, sino una necesidad! Estoy harto de oír hablar de Espartaco, de su valor... sí, de su nobleza. ¡No hay valor ni hay nobleza en un perro vil que de repente lanza una dentellada al talón de su amo!

La frialdad de Cicerón no había desaparecido; por el contrario, se había transparentado en una palidez iracunda, igualmente fría, pero que había transfigurado a quienes le escuchaban, convirtiéndose él en amo de ellos, de modo que lo miraban en una actitud en que se mezclaban, a partes iguales, el encantamiento y el temor.

Únicamente entre los esclavos que andaban en torno a la mesa, sirviendo frutas, nueces y dulces, reponiendo el vino, no hubo reacción. Cayo lo advirtió, ya que ahora estaba totalmente sensibilizado y el mundo era diferente para él, criatura de excitaciones y reacciones. Vio cuan inalterables habían quedado los rostros de los esclavos, cuan estáticas eran sus expresiones, cuan letárgicos sus movimientos. Era verdad entonces lo que había dicho Cicerón, que no bastaba el hecho de que andarán y hablaran para que fueran seres humanos. No supo por qué aquello le había resultado reconfortante, pero así fue.

XII

Cayo se disculpó mientras ellos seguían bebiendo y hablando. Se le contraía el estómago y sintió que se volvería loco si hubiera de continuar sentado allí y seguir escuchando el mismo tema. Se excusó con el pretexto de la fatiga del viaje, pero una vez que hubo salido del comedor sintió una imperiosa necesidad de respirar aire fresco, y por la entrada posterior de la casa, que le daba acceso, se encaminó hacia la terraza, íntegramente construida en mármol, salvo en el centro, donde había una fuente de agua. En el centro de la fuente una ninfa rosa emergía de un racimo de serpientes. De la concha marina que aquéllas sujetaban surgía un chorro de agua que se diluía y brillaba a la luz de la luna. Aquí y allí, en la terraza, había bancos de alabastro y verde piedra volcánica, artísticamente dotados de una atmósfera de intimidad gracias a los cipreses, plantados en grandes jarrones labrados en lava negra. La terraza, que se extendía a todo lo ancho de la enorme casa y que se adelantaba unos quince metros de ella, estaba circundada por una baranda de mármol, salvo en el centro, donde una serie de amplios escalones blancos conducía a los jardines más rústicos de la parte de abajo. Era típico de Antonio Cayo el ocultar así aquella excesiva exhibición de opulencia detrás de su casa, y Cayo estaba tan acostumbrado a ese derroche en piedra y piedra labrada, que apenas si echó una mirada a los detalles del lugar. Es posible que Cicerón hubiera observado el genio de un pueblo manifestado en el uso de la piedra y la afectación que emana de una decoración incidental en términos de eternidad; pero esa idea nunca se le ocurrió a Cayo.

Aun en el curso normal de las cosas, muy pocas ideas se le ocurrían que no le fueran sugeridas por otros, y por lo general se relacionaban con la comida y el sexo. No es que Cayo careciera de imaginación o fuera estúpido; la verdad es que su papel en la vida nunca le exigía imaginación ni pensamientos originales y el único problema que se le planteaba por el momento era el de comprender totalmente la mirada que le había dirigido Craso antes de salir del comedor. Estaba pensando en eso mientras miraba las colinas bañadas de luz lunar de la finca cuando una voz le interrumpió.

—¿Cayo?

Julia era la última persona con la cual hubiera querido verse a solas en aquella terraza.

—Me alegro de haber venido aquí afuera, Cayo.

Él se encogió de hombros sin responder y ella se encaminó hacia él, puso una mano en cada uno de sus brazos y lo miró a la cara.

—Sé amable conmigo, Cayo —le dijo.

«Por qué no parará de babear y lloriquear», pensó él.

—Lo que tú das es tan insignificante, te cuesta tan poco, Cayo. Y a mí me cuesta tanto pedírtelo. ¿No comprendes eso?

Él dijo:

—Estoy muy fatigado, Julia, y quiero irme a la cama.

—Me imagino que me lo merezco —murmuró ella.

—Por favor, no te lo tomes así, Julia.

—¿Cómo quieres que me lo tome?

—Estoy fatigado... eso es todo.

—Eso no es todo, Cayo. Te miro, me pregunto lo que eres y me odio a mí misma. Eres tan guapo... y además tan corrupto...

No la interrumpió. «Que diga lo que quiera.» Así se vería libre de ella más pronto.

Ella prosiguió:

—No..., no más corrupto que cualquier otro, supongo. Sólo contigo se me ocurre expresarlo. Pero todos estamos corrompidos, todos estamos enfermos, llenos de muerte, bolsas de muerte.... Estamos enamorados de la muerte. ¿Acaso no lo estás tú, Cayo, y no fue por eso por lo que viniste por el camino para poder ver los símbolos de castigo? ¡Castigo! Lo hacemos porque nos gusta... la forma en que tú haces las cosas que haces, porque te gusta hacerlas. ¿Sabes cuan hermoso eres aquí, a la luz de la luna? El joven romano, la crema del mundo entero en su mayor resplandor de belleza y juventud... y no tienes tiempo para una mujer. Soy tan corrupta como tú, Cayo, pero yo te odio tanto como te amo. Quisiera que estuvieras muerto. ¡Quisiera que alguien te matara y te cortara esa miserable cabecita que tienes!

Hubo luego un prolongado silencio, y después Cayo preguntó con calma:

—¿Eso es todo, Julia?

—No... no, no es todo, Cayo. También yo quisiera estar muerta.

—Ambos deseos pueden ser satisfechos —replicó Cayo.

—¡Qué despreciable eres...!

—Buenas noches, Julia —dijo Cayo secamente, y salió de la terraza.

Su determinación de no enfadarse había sido quebrantada por la irritación que le produjeron los insensatos arranques de su tía. Si ella hubiera tenido el menor sentido de la proporción, habría podido ver el ridículo espectáculo que proporcionaba con sus baboseos de sentimentalismo barato. Pero Julia nunca había tenido ese sentido y no era de extrañar que Antonio la encontrara exasperante.

Cayo fue directamente a su habitación. Había una lámpara encendida y dos esclavos estaban a la expectativa, jóvenes egipcios a los que Antonio proporcionaba un trato de favor dándoles trabajo de domésticos. Cayo los despidió. Luego se desvistió, agitado y tembloroso. Se friccionó todo con un suave perfume, empolvó partes de su cuerpo, se puso una túnica de lino, apagó la lámpara y se tendió sobre el lecho. Cuando sus ojos se acostumbraron a la obscuridad pudo distinguir bastante bien, ya que por la ventana abierta entraba un amplio haz de luz lunar. La habitación era agradablemente fresca, inundada por la fragancia de los perfumes y las emanaciones de los arbustos del jardín.

No habrían transcurrido más que unos cuantos minutos, pero a Cayo le pareció que hacía horas que estaba allí recostado, esperando. Entonces se oyó un suave golpe en la puerta.

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