Espartaco (9 page)

Read Espartaco Online

Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

BOOK: Espartaco
12.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los ojos del joven se achicaron, pero declaró en un tono cordial:

—Eso lo decidirá él.

—¿Ustedes dan de comer primero a los caballos?

El joven oficial sonrió y asintió.

—Sígame —le dijo.

—¡Yo no estoy en vuestra maldita legión!

—Está en el campamento de una legión.

Durante un momento se enfrentaron cara a cara; después Baciato se encogió de hombros y decidió que no ganaría nada con seguir discutiendo en medio de la lluvia que lo penetraba con sus aguijonazos, por lo que envolvió como pudo su húmedo abrigo en torno a su cuerpo y siguió al oficial, al que ya había caracterizado como un sucio mocoso patricio. Pero para sí pensó al mismo tiempo que, después de todo, él había visto correr más sangre en una sola tarde que la que hubiera podido ver en toda su carrera aquel mozalbete, en cuyos labios aún no debía de haberse secado la leche del seno de su madre. Pero, pensara lo que pensara, el gordo quedó a la altura de un pequeño carnicero en medio de un gran matadero, teniendo como única recompensa el conocimiento de que no era totalmente ajeno a las fuerzas que habían llevado a las legiones hasta aquel lugar.

Siguió al joven por la amplia avenida central del campamento, mirando con curiosidad las carpas, manchadas de lodo, emplazadas a uno y otro lado, eficaces como techo pero abiertas en el frente, y a los soldados tendidos en sus lechos de hierba, charlando, jurando, cantando o jugando a los dados. En su mayoría eran campesinos italianos, duros, con el rostro bien afeitado, de piel color oliva. En algunas de las carpas había pequeños hornillos, pero por lo general los soldados soportaban el frío con el mismo talante con que aguantaban el calor, al igual que cumplían con los interminables ejercicios militares y la despiadada disciplina; los débiles morían rápidamente; los fuertes se hacían cada vez más fuertes, provistos de acero y barba de ballena, unidos a un pequeño y eficaz cuchillo se había convertido en el más mortífero de los instrumentos de destrucción en masa de que se tuviera noticia. Directamente en el centro del campamento, en la intersección de dos líneas tendidas entre las cuatro esquinas, estaba el pabellón del general, el
praetonum
, que no era sino una amplia carpa dividida en dos secciones o habitaciones. La entrada a la carpa estaba cerrada y a ambos lados de ella había un centinela, provistos ambos de una larga y delgada lanza, en lugar del pesado y mortal pilo, y un escudo circular y un cuchillo curvo al estilo tracio en vez del macizo broquel y de la espada corta hispánica reglamentarios. Vestían túnicas blancas de lana, que estaban empapadas por la lluvia, y se mantenían como si hubieran sido tallados en piedra, chorreando el agua del casco, las ropas y las armas. Por alguna razón esto impresionó a Baciato mucho más que cualquier otra cosa que hubiera visto en su vida. Se sentía complacido cuando un ser de carne y hueso era capaz de ir más allá de lo que se esperaba que hiciera un ser de carne y hueso, y esto le agradó.

Cuando se acercaron, los centinelas saludaron y apartaron y mantuvieron en alto las cortinas que cubrían la entrada. Ambos, Baciato y el oficial, pasaron al interior de la carpa a media luz, y Baciato se encontró así en medio de una habitación de unos doce metros de ancho por unos seis de largo, que constituía la mitad frontal del
praetorium.
Su único mobiliario lo constituían una larga mesa de madera con una docena de sillas plegadizas en torno. En un extremo de la mesa, acodado a la misma, mirando un mapa extendido delante de él, estaba sentado el comandante en jefe, Marco Licinio Craso.

Craso se puso de pie cuando entraron Baciato y el oficial, y el gordo se sintió complacido al notar con qué espontaneidad el general avanzó hacia ellos y le tendió la mano, dándole la bienvenida.

—¿Léntulo Baciato... de Capua? ¿No es así?

Baciato asintió y devolvió el apretón de manos. Aquel general era verdaderamente bien parecido, de hermosas facciones y constitución masculina y sin nada condescendiente en él.

—Encantado de conocerlo, señor —dijo Baciato.

—Ha hecho usted un largo viaje, con gran amabilidad y esto habla muy bien de usted. Seguramente estará usted empapado, con apetito y fatigado.

Craso expresó aquello con interés y con cierta timidez, lo que reconfortó a Baciato; pero el joven oficial continuó mirando al gordo con la misma altanería de antes. Si Baciato hubiera sido algo más perspicaz, habría comprendido que ambas actitudes carecían por igual de significado. El general tenía ante sí un plan de trabajo; el joven oficial mantenía la actitud de un caballero ante gente como Baciato.

—Usted lo ha dicho —respondió Baciato—. Empapado y fatigado, pero más que nada, muerto de hambre. Le pregunté a este joven si era posible comer algo, pero pensó que era un pedido falto de sentido.

—Estamos obligados a cumplir órdenes con mucha precisión —dijo Craso—. Mis órdenes eran las de traerlo a usted a mi presencia tan pronto llegara. Por supuesto que ahora será para mí un placer satisfacer cualquier deseo suyo. Tengo plena conciencia de la pesada jornada que ha realizado. Ropas secas, por supuesto... de inmediato. ¿Quiere tomar un baño?

—El baño puede esperar. Quiero meter algo entre mis costillas.

Sonriendo, el joven oficial salió de la tienda.

II

Habían terminado con el pescado asado y los huevos duros, y Baciato había pasado a devorar un pollo, que despedazaba hasta dejar los huesos limpios. Al mismo tiempo se servía regularmente de una fuente de madera con potaje y ayudaba a bajar los alimentos con poderosos tragos de vino. Tenía la boca sucia de pollo, potaje y vino; la limpia túnica ya mostraba manchas de trocitos de comida, y sus manos estaban cubiertas con grasa de pollo.

Craso lo observaba con interés. Tal como ocurría con los romanos de su clase y de su generación, sentía un especial desprecio social por el
lanista
, el hombre que enseñaba y adiestraba a los gladiadores, que los compraba y los vendía y que los alquilaba para el circo. En los últimos veinte años, los
lanistae
se habían convertido en un poder en Roma, un poder político y financiero, ya que frecuentemente eran hombres de enorme riqueza, como ocurría con aquel gordo grasiento sentado a la mesa delante de él. Una generación antes los combates en el circo eran intermitentes y no constituían aún un acontecimiento social de importancia. Siempre existieron; su popularidad era mayor en algunos medios, inferior en otros. Y entonces, de pronto, se convirtieron en el furor de Roma. En todas partes se construyeron circos. Las más pequeñas ciudades tenían su circo de madera para los combates. Las peleas de una pareja se convirtieron en las luchas de cientos de parejas y un programa de juegos se prolongaba durante meses. Y en vez de llegar a un punto de saturación el entusiasmo del público creció al parecer sin límites.

Cultas matronas romanas y tunantes callejeros se interesaron por igual en los juegos. Nació todo un lenguaje nuevo para el circo. Veteranos del ejército no tenían otra preocupación que la limosna pública y los juegos, y diez mil ciudadanos desocupados y sin alojamiento no vivían por otra razón aparente que no fuera la de presenciar los juegos del circo. De pronto, el mercado de gladiadores pasó a ser un mercado rentable y nacieron las escuelas de gladiadores. La escuela de Capua, que dirigía Léntulo Baciato, era una de las mayores y más prósperas. Así como el ganado de ciertos latifundios era deseado en cualquier mercado, así se deseaba y apreciaba en cualquier circo a los gladiadores de Capua. Y para el hombre de la calle, un guardaespaldas de tercera categoría, Baciato, se había hecho rico y era uno de los más notables adiestradores de
bustuarii
en toda Italia.

«Si —pensó Craso mientras lo observaba— sigue siendo un hombre de la calle, aún es un animal vulgar, taimado, intrigante. ¡Mira cómo come!» Para Craso siempre fue difícil comprender que hubiera tantos individuos mal nacidos y mal educados que poseyeran más dinero del que muchos de sus amigos ni siquiera soñarían llegar a tener. Evidentemente no eran menos inteligentes que aquel grueso adiestrador. Él mismo, por ejemplo; conocía sus reales valores como militar; tenía las virtudes romanas de la entereza y la tenacidad, y no creía que las tácticas militares fueran nada que poseyera uno por instinto. Había estudiado todas las campañas de que hubiera antecedentes y había leído todo lo mejor de los historiadores griegos. No había cometido el error —en que incurrieran todos los generales implicados anteriormente en aquella guerra— de subestimar a Espartaco. Y, no obstante, estaba allí sentado a la mesa frente a aquel grueso individuo y en cierta manera, por furioso que pareciera, se sentía inferior.

Se encogió de hombros y le dijo a Baciato:

—Usted debe comprender que nada siento sobre Espartaco con relación a usted, ni siquiera con relación a la guerra, por esa razón. No soy un moralista. He querido tener esta conversación con usted porque usted puede decirme lo que ningún otro podría.

—¿Y en concreto de qué se trata? —preguntó Baciato.

—De la naturaleza de mi enemigo.

El gordo se sirvió más vino y miró de soslayo al general. Un centinela entró en la tienda y colocó dos lámparas encendidas sobre la mesa. Ya era de noche.

A la luz de las lámparas, Léntulo Baciato era una persona distinta. La penumbra lo había favorecido. La luz se deslizaba por su rostro mientras Baciato lo frotaba con la servilleta, derramando manchas de sombra sobre las capas de su carne colgante. Su nariz, grande y chata, temblaba de manera constante y poco favorecedora, y, lentamente, el hombre se estaba embriagando. Un frío destello de sus ojos advirtió a Cayó que no había que juzgarlo mal, ni pensar que se tratara de un afable necio. No era un necio, por cierto.

—¿Qué es lo que yo sé de su enemigo?

Afuera resonaron las trompetas. Los ejercicios habían terminado y el retumbar de los calzados de cuero sobre el empedrado cesó en el campamento.

—Sólo tengo un enemigo. Espartaco es mi enemigo —dijo Craso cautelosamente.

El gordo sonó su nariz en la servilleta.

—Y usted conoce a Espartaco —añadió el general.

—¡Por Dios, si lo conozco!

—Nadie más. Usted solamente. Nadie que haya luchado contra Espartaco lo conocía. Ellos fueron a combatir contra esclavos. Esperaban hacer sonar sus trompetas, redoblar sus tambores, lanzar sus pilos... y los esclavos huirían. A pesar de la cantidad de veces que las legiones fueron derrotadas, seguían esperando eso. Lo pasado no puede repetirse y hoy Roma hace su último esfuerzo y, si fracasa, ya no habrá Roma. Usted lo sabe tan bien como yo.

El gordo rió ruidosamente. Se sujetó el abdomen y se meció para atrás en su silla plegadiza.

—¿Le resulta divertido? —preguntó Craso.

—La verdad siempre es divertida.

Craso se contuvo y dominó su temperamento a la espera de que el gordo dejara de reír.

—No habrá más Roma..., sólo habrá Espartaco.

El gordo había rebajado su euforia a una risita en falsete y Craso, al observarlo, se preguntaba si realmente estaba en sus cabales o tan sólo estaba borracho. ¡Qué cosas puede producir un país! Allí estaba el lanista, que compraba esclavos y los adiestraba para luchar; por supuesto, se estaba riendo de eso. Él, Craso, también adiestraba hombres para la lucha.

—Usted debería ahorcarme, no alimentarme —murmuró Baciato tratando de congraciarse mientras se servía otra copa de vino.

—Suelo soñar —dijo el general orientando la conversación a lo que le interesaba— una especie de pesadilla. Uno de esos sueños que vuelven a repetirse, una y otra vez...

Baciato asintió comprensivamente.

— Y en ese sueño peleo con los ojos vendados. Es horrible pero lógico. Sepa que yo no creo que todos los sueños sean presagios. Ciertos sueños son tan sólo reflejos de los problemas que uno afronta estando despierto. Espartaco es lo desconocido. Si libro la batalla contra él, mis ojos están vendados. Ése no es el caso en cualquier otra circunstancia. Yo sé cómo pelean los galos; yo sé por qué luchan los griegos, los hispánicos y los germanos. Ellos luchan por las mismas razones, si bien con lógicas variaciones, por las que lucho yo. Pero yo no sé por qué luchan estos esclavos. Yo no sé cómo toma él a la chusma, toda la inmundicia y la basura del mundo entero, y la usa para destruir a las mejores tropas que haya habido sobre la tierra. Para formar a un legionario son necesarios cinco años..., cinco años para hacerle comprender que su vida carece de importancia, que la legión y solamente la legión es lo que cuenta, que una orden debe ser obedecida, cualquier orden. Cinco años de adiestramiento, diez horas diarias, todos los días... y entonces se los puede llevar a una barranca y ordenarles que sigan marchando más allá de la orilla y ellos obedecerán. Y, sin embargo, esos esclavos han destruido las mejores legiones de Roma. Por eso es por lo que le he pedido que venga aquí desde Capua..., para que me hable de Espartaco. De modo que yo pueda sacarme la venda que me cubre los ojos.

Baciato asintió sombríamente. En ese instante se sentía más relajado. Era el confidente y consejero de grandes generales, de manera que tenía que estar a la altura.

—En primer lugar —dijo Craso— está el hombre. Hábleme de él. ¿Qué aspecto tiene? ¿Dónde dio con él?

—Los hombres nunca tienen el aspecto de lo que son.

—Cierto, muy cierto, y cuando se comprende eso se conoce a los hombres...

Esta frase constituía el mejor halago que podía ofrecérsele a Baciato.

—Era dócil, muy dócil, casi humilde, y es tracio; eso es todo lo que hay de cierto respecto a él. —Baciato hundió un dedo en el vino e hizo correr la punta sobre la mesa—. Dicen que es un gigante..., no, no, de ninguna manera. No hay tal gigante. Ni siquiera es lo que puede decirse alto. Más o menos de su altura, diría. Cabellos negros, rizados; ojos de color marrón obscuro. Tenía la nariz quebrada; de no ser así podría haberse dicho que era bien parecido. Pero la nariz rota le daba a su rostro una expresión ovina. Cara ancha y expresión dulce, rasgos sumamente engañosos. Habría matado a cualquier otro que hubiera hecho lo que él hizo.

—¿Qué es lo que hizo? —preguntó Craso.

—¡Ah!...

—Quiero hablar con franqueza porque quiero tener una descripción franca —dijo Craso lentamente—. Quiero que sepa que cualquier información que me proporcione será sobre la base de la más estricta confidencialidad. —Y por el momento dejó de lado el incidente por el cual Baciato habría matado a Espartaco—. También quiero conocer sus antecedentes..., dónde lo compró y qué era él.

Other books

Like No One Else by Maureen Smith
Incandescence by Greg Egan
Flushed by Sally Felt
Simon Death High by Blair Burden
Crossed Bones by Carolyn Haines
In the Barrister's Bed by Tina Gabrielle
Cry for Passion by Robin Schone
The War of Odds by Linell Jeppsen
Wilding by Erika Masten