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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (24 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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Durante todo el invierno y la primavera Orem aprendió a valerse de sus nuevos sentidos. No tenía lenguaje en el cual describir aun para sus adentros lo que sentía, por lo que adaptó el idioma de que disponía. Cuando me lo describió, fue un relato de lenguas y sabores, de pinchazos y aporreos, aunque por lo general durante todo el tiempo permaneció inmóvil como un muerto sobre su camastro.

A fines de la primavera, Horca de Cristal convino en que estaba listo para comenzar a ganarse la subsistencia. De modo que empezó a salir, a abrirse camino por la Calle de los Magos. Descubrió las magias de los otros hechiceros como si fueran pequeñas llamaradas, calientes o frías, según su poder. Y entonces las saboreaba, o las pinchaba, o alguna otra palabra inadecuada para describir lo que hacía, y todo el poder adquirido con sangre desaparecía.

Desde el comienzo, el experimento fue un éxito.

—¡Orem! ¡Mi Carniseco! ¡Tendrías que haber escuchado los lamentos! ¡Por toda la Calle de los Magos! Dos edificios erigidos por arte de magia se derrumbaron. Un viejo hechicero que sólo mantenía vivo su pajarito a fuerza de hechizos pasó tal humillación que tardará años en volver a pisar la Calle de las Putas. Y sin saber si sus pases mágicos volverán a surtir efecto o no. La de ratas y ovejas que han vertido su sangre en vano estas semanas… Ah, si sólo pudieras escuchar las que]as de los matarifes. En las tabernas que frecuento me siento a escuchar y me lamento con ellos. Creen que los hombres de Dios deben haber hallado algún encantamiento formidable. Y algunos creen que es la Reina que les pone en su lugar, aunque hace tiempo que dejó de preocuparse por nuestros pálidos poderes. Algunos creen que se trata de las Dulces Hermanas, y que es hora de que las mujeres ocupen su sitio de poder en el mundo. ¡Ninguno de ellos sospecha, ninguno de ellos sueña que aquí en mi miserable tienda de herrero he hallado y entrenado a un Sumidero!

—¿Entonces resultó? —preguntó Orem.

—Digamos que sí. En la Gran Bolsa hubo un asesinato, una muerte por encargo. ¿Fuiste tú el que deshizo ese hechizo?

—No lo sé. Ese estaba lejos. No sé distinguirlos a todos.

—Era veneno. Anulaste el poder del brebaje, pero el sabor subsistió. Por suerte el asesino se mató antes de decir quién le había contratado —tipo fiable, cosa rara de

encontrar por estos días— pero te puedo asegurar que hubo un hechicero que se las vio de frente con la muerte durante un largo momento angustioso.

—¿Quién era?

—Yo. Esto no ha de funcionar bien si no aprendes a distinguir entre mi magia y la de ellos.

Y así conversaron de todo lo que había hecho Orem, y Horca de Cristal le mostró todos sus hechizos y poderes, y Orem gradualmente comenzó a discernir entre la llama de un hechicero y la de otro por su gusto, textura y color.

Y por eso llegó a conocer a la Reina Belleza. Y lo que primero conoció de ella fue su magia.

DE COMO OREM LIBRÓ BATALLA CONTRA LA REINA POR PRIMERA VEZ

Era a fines del otoño, y Orem extendía su poder a lo ancho y a lo largo, siguiendo todos sus sentidos adonde quisieran conducirlo. Sabía por entonces qué puntos de luz eran hombres y cuáles mujeres. Ya había aprendido la diferencia entre la blancura de un hombre despierto y el brillo argentino de un alma dormida. Había aprendido también que las cosas que acaecen en un sitio permanecen en él aun cuando los hombres han partido.

Así, podía saborear un largo y apasionado romance y decir cuando el amor había sido comprado; podía oler la diferencia entre una casa en la que había amor y otra en la que moraba el odio; podía sentir en la tierra qué clase de hombre había traspuesto una determinada puerta. Estaban los fuegos de los magos, que ya sabía reconocer con toda facilidad. Estaban los estanques de agua amarga donde los Hombres de Dios construían islas en la dulzura que los rodeaba. Orem podía seguir la vida del mundo como si hubiera un mapa tendido ante él. Derrotaba a los otros magos con tal naturalidad que ya no hallaba desafío alguno en eso. Fue el hastío de una fría tarde de verano lo que le condujo a buscar al rey Palicrovol. Fue un juego para ver si podía igualar, a su manera, al Ojo Inquisidor de la Reina.

Comenzó dando con el río y remontando su curso, buscando cada puntito que le indicara la mente de algún granjero que descendía. Indagó largo rato hasta llegar al primer pueblo. Sólo entonces advirtió la vastedad de las tierras de Burland. Había vivido demasiado tiempo en Inwit, había llegado a sentir, como tantos otros, que Inwit era la mitad del mundo y que todo lo que había afuera era pequeño y cercano. En cambio, era distante, y si seguía rastreando por el río con tal ociosidad en una semana llegaría a Banningside.

De modo que se elevó por los aires, para ver si era capaz de percibir desde lo alto, como las aves. Y mientras ascendía el mar de dulzura en que siempre se había movido cesó de pronto, y en lugar de la visión oscura y el olor suave que había sabido detectar, sintió como Si pudiera percibir todas las cosas para siempre. Salvo que cada vez que descendía encontraba de nuevo la dulzura, como la niebla de la ciudad, que hacía sus movimientos más lentos y su vista más oscura.

Trató de pensar qué podía ser. Se preguntó si habría alguna capa en el aire, o si allí donde comenzaban las nubes su vista mejoraba Pero la dulzura se adhería a la tierra y no ascendía mucho, jamás superaba la altura de los edificios más altos. Y de pronto Orem comprendió. El dulce mar de niebla no era un fenómeno natural. Era el Ojo Inquisidor de la Reina Belleza. Era su magia, que todo lo atravesaba. Desde luego, no se molestaba en mantenerla muy por encima del nivel al que un hombre era capaz de ascender. Con que era a los hombres a quienes quería espiar.

¿Me ver? ¿O los Sumideros podemos consumir la magia de la Reina Belleza? Con osadía se hundió en la dulce niebla y en lugar de moverse por ella la paladeó como saboreaba el fuego de los demás magos. No tenía centro, no había ningún sitio potente que pudiera extinguirse, pero descubrió que fácilmente podía borrar amplios trozos, como

se elimina la pizarra de una teja, sin el menor esfuerzo, y que lo que borraba permanecía claro.

Al principio sus actos le alarmaron. Seguramente la Reina Belleza notaría los espacios en blanco en su visión y vendría en su búsqueda. Pero mientras yacía sobre su cama, sintiéndose algo indispuesto de temor, comprendió que si podía obstruir su visión a millas de Inwit también podía hacerlo allí. Y eso fue lo que hizo. Borró su visión de la Calle de los Magos, de los bordes de la isla amarga del Gran Templo y de otros lugares también, para que no pudiera identificar una brecha como fuente de su ataque.

¿Ataque? ¿Soy acaso enemigo de la Reina Belleza?

Recordó a Palicrovol. Recordó cómo había levantado los ojos de oro en la Casa de Dios de Banningside. ¿Acaso él o algún dios había llamado a Orem para realizar esta misma tarea, para cegar a la Reina Belleza? Jamás había oído que mago alguno se atreviera a desafiar a su 0jo Inquisidor; jamás había oído hablar de algún hechicero que comprendiera cómo lo hacía. Por primera vez se le ocurrió a Orem que su poder como Sumidero no le había sido concedido para hacer travesuras sobre los magos de Inwit sino para librar batalla contra la misma Reina Belleza. Su padre le había encontrado jugando a los soldados en la tierra. Eran juegos de niños, ¿pero acaso no podía servir al rey Palicrovol como ningún otro podía hacerlo? ¿No podría en verdad obstruir el poder de la Reina Belleza merced al cual los hombres de Palicrovol se volvían cobardes, y permitir que su ejército tomara la ciudad indefensa?

Ahora Orem buscó a Palicrovol con todas sus fuerzas, alzándose por encima de la nube de la Reina Belleza hasta que halló un sitio donde su dulce magia brillaba y centelleaba. Era allí donde asaltaba a los hechiceros del Rey, donde abatía sus defensas, donde los atravesaba, combatía y destruía, con la misma diversión con que un gato desgarra un papel tenso. Y allí estaba el Rey: un solo punto de vigilia solitaria dentro de un mar de clerical amargura, dentro del círculo de paredes elegantes e impotentes erigidas por los magos del Rey. Palicrovol, el buen Rey, castigado por un pecado de siglos, quien jamás había transmitido su sufrimiento al pueblo. Puedo darte tranquilidad al menos por una hora de una sola noche, pensó Orem.

Pero antes de actuar recordó a la Reina. Era el aliento mudo que recorría las espaldas de todos los oradores que callaban, de todos los amantes que miraban por encima de sus hombros, de todos los pensadores que vacilaban antes de que su mente profiriera un pensamiento peligroso. Recordó que era la niña indefensa que había sido deshonrada sobre el lomo del venado. ¿Quién era él para juzgar que su venganza debía ser interrumpida, que era hora de acabar con su poder?

Tú sabes qué decidió Orem, Palicrovol. Recuerdas esa noche. De pronto entró un mago con el rostro blanco de terror, a decirte que la Reina había destruido todos sus hechizos. Y luego entró otro para anunciarte que el poder de la Reina también había desaparecido. No osaste creer que su magia había sido tan perfectamente deshecha hasta que la comezón que atacaba tus ingles dejó de acosarte durante unas horas, hasta que tus entrañas funcionaron normalmente y sin dolor durante unas horas, y hasta que pudiste dormir sin soñar por primera vez en trescientos años. Entonces lo creíste.

¿Pero por qué Orem decidió librar batalla contra la Reina? Él no sospechaba que era tu hijo. No le habías concedido ninguna gentileza. La Reina tampoco le había causado mal alguno. Fue sencillamente por esto: si Orem hubiera estado vivo cuando tú violaste a Asineth sobre el lomo del Venado, y si hubiera tenido el poder de detenerte, lo habría hecho. Él instintivamente luchaba contra el poderoso para ayudar al indefenso. Ésa era su naturaleza. Él era así. El no concebía la crueldad necesaria, como hiciste tú. Y por eso desafió a la Reina Belleza, en parte porque era valiente y porque ella era su único adversario de interés, pero casi totalmente por lástima hacia su Rey débil y acosado. No olvides eso cuando lo juzgues. Existió una época en que estuviste indefenso, y él acudió en tu ayuda.

Esa noche Orem atacó incesantemente, durante horas, no sólo devorando toda la magia que había a tu alrededor sino esparciéndose por el rea más extensa que podía, borrando la visión de la Reina con la esperanza de desalentarla, de distraerla, de ganar más tiempo para ti. No albergaba posibilidad de luchar con ella en su propio castillo, ya que su poder consistía en negar pero no podía hacer nada para herir a su persona. Y sin embargo podía deshacer su traba]o, y por ello destruyó las redes de su visión mientras tuvo fuerzas durante esa noche.

Por fin se durmió, exhausto, y tras varias horas de búsqueda la Reina Belleza volvió a encontrarte, Palicrovol, y tu sufrimiento comenzó otra vez, y mayor que antes. Muchos de tus hechiceros murieron. Orem era joven y no sabía adónde podía conducirla su ira, m que tú deberías pagar el precio de su rápida venganza. Él dio por supuesto que ella sabría quién era, y que le buscaría. Pero aún así, lo sucedido te hizo reflexionar. Sabías que si Belleza se enfurecía tanto era porque había una fuerza en el mundo capaz de paralizarla, aunque por corto tiempo. No sabías si uno de los dioses se había liberado de ella, o si Furtivo habría logrado escabullirse y operar cierta magia, pero sentiste que era un buen presagio, y que podías volver a intentar otro ataque a Inwit con tu ejército.

Admítelo, Palicrovol. Fue Orem quien te llevó a iniciar tu combate con la Reina.

Y en lo que respecta a la Reina, también recuerdo esa noche en el Palacio. Despertó a todos con un torrente de órdenes insistentes. Los guardias fueron alertados para vigilar los muros, y Urubugala fue torturado hasta el límite de lo soportable, momento en que confesó que nada sabía. Pusilánime se limitó a sonreír ante la noticia… ella sabía que él no contaba con ningún poder para hacer semejante cosa. Y Comadreja Bocatiznada dijo a la Reina la más cruda verdad, como de costumbre:

—Te estás haciendo vieja, y el poder que adquiriste se está desvaneciendo.

Así fue como comenzaste a guarnecer nuevamente a tus ejércitos, y como Belleza comenzó a buscar un padre adecuado que engendrara en ella un hijo de doce meses.

Una vez que volvió a encontrarte, y que se aseguró de que ninguno de los dioses ni de sus poderosos amigos se había liberado, obligó a las Dulces Hermanas a que tejieran un sueño para ella en su vieja rueca inutilizada. Mostradme el rostro del consorte que procrear a mi hijo poderoso, exigió. Y las Dulces Hermanas sabían el rostro que debían enviarle en su sueño.

LA HERIDA DEL VENADO

Quería dormir hasta tarde esa mañana, pero Horca de Cristal le despertó cuando irrumpió el alba.

—¿Qué has hecho? —preguntó el hechicero.

—¿Hecho? —repitió Orem.

—Ayer por la noche la casa tembló y esta mañana desperté para escuchar los lamentos de cien mil pájaros. Miré por la ventana y el cielo estaba cubierto de ellos y volaban en círculo, y de pronto se dispersaron, se alejaron. Y luego todos se zambulleron y dieron una vuelta a esta casa. ¿Fue real o una visión? ¿Tú los llamaste?

—No sé cómo se llama.

—No. Fue una visión. Sé que lo fue. No puede haber sido magia. Conozco la magia. No puedo equivocarme tanto. ¿No sientes cómo tiembla el suelo?

Sí, había un murmullo grave que le sacudía en su lecho. Ahora tenía miedo. Recordaba su insensata osadía de la noche anterior. No se atrevió a dejar al hechicero al margen de cuanto había sucedido, ya que sólo Horca de Cristal podía saber cómo actuar en ese momento. De modo que le contó la batalla nocturna que había librado contra la Reina por el bien de Palicrovol.

—¡Oh, Orem! —musitó Horca de Cristal—. No bien logras un poder ya quieres superarlo…

¡Jamás toques nada de la Reina!

—¿Es ella la que sacude esta casa?

—¡No! No es la Reina Belleza. No tiene forma de saber dónde estás. Es suficiente tragedia con que sepa que existes.

—¿Sabrá que soy un Sumidero?

—Sabrá que en algún lugar de Burland hay un mago capaz de deshacer su magia. Eso la afligirá. Buscará, preguntará y luego sabrá que aquí en la Calle de los Magos también hay alguien que deshace los hechizos, y entonces comenzar a preguntarse qué ocurre en el mundo.

Caminaba de un lado para otro, golpeando la palma de la mano con el otro puño.

—¡Hay que ser imbécil para tratar de oponerse al poder de la Reina! Podría aplastarnos en un instante. Nos deja en paz porque sabe que los hechiceros no hacemos daño.

BOOK: Esperanza del Venado
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