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Authors: Ian McEwan

Expiación (18 page)

BOOK: Expiación
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—Siento ser aburrida, pero
yo
no he hecho nada malo hoy.

Robbie la había subestimado. El énfasis sólo podía dirigirse a él y a Cecilia.

Junto al codo de Briony, Jackson dijo:

—Ah, sí, sí lo has hecho. No has querido hacer la función. Queríamos hacerla. —El chico paseó la mirada por la mesa, con el agravio brillando en sus ojos verdes—. Y dijiste que querías que actuásemos.

Su hermano asentía.

—Sí. Querías que actuásemos.

Nadie conocía la magnitud de su desilusión.

—Pues ya veis —dijo Leon—. Ha sido la decisión acalorada de Briony. En un día más fresco estaríamos ahora en la biblioteca viendo la obra de teatro.

Aquellas trivialidades inocuas, preferibles con mucho al silencio, permitieron a Robbie esconderse tras una máscara de atención divertida. Cecilia tenía la mano izquierda plantada encima de la mejilla, presuntamente para excluirle de su visión periférica. Aparentando que escuchaba a Leon, que ahora contaba que había vislumbrado al rey en un teatro del West End, Robbie podía contemplar el brazo y el hombro desnudos de Cecilia, y al hacerlo pensaba que ella notaba el aliento de él sobre la piel, idea que le estremecía. Ella tenía encima del hombro una pequeña marca, festoneada en el hueso, o suspendida entre dos huesos, con una franja de sombra a lo largo del borde. La lengua de Robbie pronto recorrería el óvalo de aquel borde y exploraría aquel hueco. Su excitación rayaba en dolorosa, y la agudizaba la presión de las contradicciones: ella era familiar como una hermana, exótica como una amante; la conocía desde siempre y no sabía nada sobre ella; era fea, era hermosa; era aguerrida —con qué soltura se protegía de su hermano— y veinte minutos antes había llorado; la estúpida carta le gustó, pero la había conquistado. Lamentaba haberla escrito, pero se regocijaba en su error. Pronto estarían a solas, ya habría más contradicciones: hilaridad y sensualidad, deseo y miedo a la temeridad de ambos, pavor e impaciencia de empezar. En una habitación deshabitada, en alguna parte del segundo piso, o lejos de la casa, debajo de los árboles a la orilla del río. ¿En cuál de los dos sitios? La madre de la señora Tallis no era nada tonta. Al aire libre. Se envolverían en la oscuridad satinada y empezarían de nuevo. Y no era una fantasía, era algo real, era su futuro próximo, a la vez deseable e inevitable. Pero eso era lo que pensaba el desdichado Malvolio, cuyo personaje él había interpretado una vez en el campus de la universidad: «Nada puede interponerse entre mí y la plena perspectiva de mis esperanzas.»

Media hora antes no había habido ni un rastro de esperanza. Después de que Briony desapareciese con la carta dentro de la casa, él siguió caminando, torturado por el deseo de volver sobre sus pasos. No tenía nada decidido, ni siquiera cuando llegó a la puerta principal, y se demoró varios minutos bajo la lámpara del pórtico y la única polilla fiel que la rondaba, tratando de elegir la menos desastrosa entre dos pobres opciones. Llegó a la siguiente conclusión: entrar ahora y encarar la cólera y la repugnancia de Cecilia, dar una explicación que no sería aceptada y, lo más probable, que le rechazaran: una humillación insoportable; o bien volver a casa sin decir una palabra, dejando la impresión de que la carta había sido intencionada, atormentarse rumiando toda la noche y los días siguientes, sin saber nada de la reacción de Cecilia: más intolerable aún. Y más pusilánime. Volvió a pensarlo, con el mismo resultado. No había salida, tendría que hablar con ella. Puso la mano encima del timbre. Persistía la tentación de huir. Podría escribirle una nota de disculpa desde la seguridad de su estudio. ¡Cobarde! La porcelana fría estaba debajo de la punta de su índice, y antes de sopesar una vez más los argumentos, se forzó a pulsar el timbre. Se retiró de la puerta como un hombre que acabase de tragar una pildora suicida: no había nada que hacer, salvo esperar. Oyó pasos dentro de la casa, el
staccato
de pasos femeninos cruzando el vestíbulo.

Cuando ella abrió la puerta él vio en su mano la nota doblada. Se miraron de hito en hito durante varios segundos, y ninguno dijo nada. Pese a todas sus vacilaciones, no había preparado nada que decir. Su único pensamiento fue que ella era aún más hermosa que en sus fantaseos sobre su hermosura. El vestido de seda que llevaba parecía idolatrar cada curva y hondonada de su cuerpo ágil, pero la boca pequeña y sensual estaba apretada con expresión de censura, o acaso, incluso, de asco. Las luces de la casa, detrás de ella, le hacían daño en los ojos y le impedían captar su expresión exacta. Por fin, dijo:

—Cee, ha sido una equivocación.

—¿Una equivocación?

A través del vestíbulo le llegaban voces por la puerta abierta del salón. Oyó la de Leon, después la de Marshall. Pudo haber sido miedo a que les interrumpieran lo que a ella la impulsó a dar un paso atrás para abrirle la puerta. La siguió por el vestíbulo hasta la biblioteca, que se encontraba a oscuras, y aguardó junto a la entrada mientras ella buscaba el interruptor de una lámpara de escritorio. Cuando se encendió, él cerró la puerta. Conjeturó que al cabo de unos minutos estaría caminando por el parque, de regreso hacia el bungalow.

—No era la versión que pensaba mandarte.

—No.

—Metí en el sobre la que no era.

—Sí.

No podía evaluar nada con aquellas respuestas lacónicas, y seguía sin ver con claridad la expresión de ella. Cecilia rebasó la zona iluminada y recorrió las estanterías. El se adentró en la biblioteca, sin seguirla, pero reacio a dejar que se pusiera lejos de su alcance. En lugar de expulsarle en la puerta de entrada, ahora le otorgaba una oportunidad de explicarse antes de partir. Ella dijo:

—Briony la ha leído.

—Oh, Dios. Lo siento.

Había estado a punto de evocar para ella un instante de exuberancia, un pasajero repudio de las convenciones, un recuerdo de su lectura de la edición Orioli de
El amante de Lady Chatterley
, que había comprado bajo cuerda en Soho. Pero aquel nuevo elemento —la niña inocente— privaba de atenuantes a su fallo. Habría sido frivolo proseguir. Sólo acertó a repetir, esta vez en un susurro:

—Lo siento…

Ella se alejaba aún más, hacia el rincón, hacia una sombra más espesa. Aunque pensó que le rehuía, dio otro par de pasos en dirección a ella.

—Ha sido una estupidez. No pretendía que lo leyeras. Que lo leyera nadie.

Ella siguió retrocediendo. Descansaba un codo en los anaqueles y parecía deslizarse sobre ellos, como a punto de desaparecer entre los libros. Robbie oyó un sonido débil y húmedo, como el que uno produce cuando se dispone a hablar y la lengua se despega del velo del paladar. Pero ella no dijo nada. Fue justo entonces cuando a él se le ocurrió que quizás ella no le estaba rehuyendo, sino atrayéndole hacia un espacio de penumbra más tupida. Desde el momento en que había pulsado el timbre no tenía nada que perder. De modo que avanzó lentamente hacia ella mientras ella iba retrocediendo, hasta que, al llegar al rincón, se detuvo y le observó acercarse. El también se detuvo, a menos de un metro. Estaba ahora lo bastante cerca y había luz suficiente para ver que ella tenía lágrimas en los ojos y se esforzaba en hablar. Por el momento no lo conseguía, y movió la cabeza para indicarle que debía esperar. Se volvió hacia un costado y formó una campana con las manos para taparse la nariz y la boca, y se apretó con los dedos los rabillos de los ojos.

Recuperó el dominio de sí misma y dijo:

—Hace de esto semanas… —Se le estrechó la garganta y tuvo que hacer una pausa. Él tuvo al instante un atisbo de lo que ella quería decir, pero lo rechazó. Ella respiró hondo y continuó, más reflexiva—. Quizás meses. No lo sé. Pero hoy… todo el día ha sido raro. Lo veía todo extraño, como por primera vez. Todo me parecía distinto…, demasiado intenso, demasiado real. Hasta mis manos me parecían diferentes. En otros momentos me parece ver lo que sucede como si hubiera sucedido hace mucho tiempo. Y he estado todo el día furiosa contigo… y conmigo misma. Creí que me alegraría de no volverte a ver o de no hablarte nunca más. Pensé que te irías a la facultad de medicina y que yo me alegraría. Estaba tan enfadada contigo… Supongo que ha sido una manera de no pensar en eso. De lo más oportuna, la verdad…

Lanzó una risita tensa.

—¿En eso? —dijo él.

Hasta ahora, ella había mantenido baja la mirada. Cuando habló de nuevo le miró. El vio sólo el destello en el blanco de sus ojos.

—Tú lo sabías antes que yo. Ha ocurrido algo, ¿no? Y tú lo sabías antes que yo. Es como acercarse a algo tan grande que no lo ves. Ni siquiera ahora estoy segura de verlo. Pero sé que está ahí.

Ella bajó la mirada y él esperó.

—Sé que está ahí porque me ha hecho comportarme de un modo ridículo. Y tú, por supuesto… Pero lo de esta mañana…, no he hecho nunca nada semejante. Después estaba muy enfadada. Incluso mientras lo hacía. Me decía a mí misma que te había dado un arma contra mí. Luego, esta noche, cuando empezaba a entender…, bueno, ¿cómo he podido ser tan ignorante sobre mí misma? ¿Y tan estúpida? —Dio un respingo, asaltada por una idea desagradable—. Tú sabes de qué estoy hablando. Dime que lo sabes.

Tenía miedo de que no compartieran algo, de que todas sus suposiciones fueran erróneas y de que con sus palabras se hubiese aislado aún más y él la juzgara una idiota.

Él se acercó más.

—Sí. Lo sé exactamente. ¿Pero por qué lloras? ¿Hay alguna otra cosa?

Pensó que ella estaba a punto de mencionar un obstáculo insalvable y él se refería, por supuesto, a algún otro, pero ella no entendió. No sabía qué contestar y le miró, totalmente desconcertada. ¿Que por qué lloraba? ¿Cómo decírselo cuando tanta emoción, tantas emociones la embargaban? Él, a su vez, pensó que su pregunta era injusta, improcedente, y se esforzó en pensar un modo de remediarla. Se miraron uno a otro confundidos, incapaces de hablar, intuyendo que algo delicadamente establecido podía escapárseles. Que fuesen viejos amigos que habían pasado la infancia juntos constituía ahora una barrera: estaban avergonzados de ser quienes habían sido. Su amistad se había transformado en algo incierto y hasta se había visto constreñida en los últimos años, pero seguía siendo un hábito antiguo, y quebrarlo ahora para llegar a ser desconocidos en una situación de intimidad exigía una claridad de propósito de la que momentáneamente carecían. De momento, las palabras no parecían ofrecer una salida.

Él posó las manos en los hombros de ella, y su piel desnuda estaba fría al tacto. Cuando sus caras se aproximaron él se sentía lo bastante inseguro como para pensar que ella se escabulliría, o le cruzaría, como en una película, la mejilla con la mano abierta. Su boca sabía a barra de labios y a sal. Se separaron durante un segundo, él la rodeó con los brazos y se besaron de nuevo con mayor confianza. Audazmente, se tocaron la punta de la lengua, y fue entonces cuando ella emitió el sonido de desfallecimiento, de suspiro que, comprendió él más tarde, marcó una transformación. Hasta aquel instante, seguía habiendo algo absurdo en el hecho de tener tan cerca una cara conocida. Se sentían observados por la mirada perpleja de los niños que habían sido. Pero el contacto de lenguas, músculo vivo y resbaloso, carne húmeda sobre carne, y el extraño sonido que arrancó de Cecilia lo cambiaron todo. Aquel sonido pareció penetrarle, perforarle de arriba abajo de tal forma que el cuerpo se le abrió y pudo salirse de sí mismo y besarla libremente. Lo que había sido cohibición era ahora impersonal, casi abstracto. El sonido suspirante que ella hizo era ávido y a él también le inspiró avidez. La acorraló contra el rincón, entre los libros. Mientras se besaban ella le tiraba de la ropa, tiraba sin resultado de su camisa, de su cinturón. Sus cabezas giraban y se juntaban, y sus besos se volvieron mordisqueos. Ella le mordió en la mejilla, no del todo juguetonamente. Él se apartó, luego volvió a acercarse y ella le mordió fuerte en el labio inferior. Él le besó la garganta, empujando su cabeza contra las estanterías, y ella le tiró del pelo y le prensó la cara contra sus pechos. Hubo un tanteo inexperto hasta que él localizó un pezón, minúsculo y duro, y lo apresó con la boca. A ella se le puso rígida la columna vertebral, recorrida por un largo estremecimiento. Él pensó por un momento que ella se había desmayado. Tenía los brazos anillados en torno al cuello de él, y cuando ella aumentó la presión él se irguió en toda su estatura, buscando locamente aire para respirar, y la abrazó, aplastando la cabeza contra su pecho. Ella volvió a morderle y le tironeó de la camisa. Al oír el metálico impacto de un botón que cayó al suelo, tuvieron que reprimir la risa y mirar a otro lado. La comicidad les hubiera destruido. Ella le atrapó una tetilla entre los dientes. La sensación era intolerable. Él le ladeó la cabeza hacia arriba y, apretándola contra las costillas, le besó los ojos y le separó los labios con la lengua. La indefensión extrajo de ella otra vez aquel sonido, como un suspiro de desilusión.

Por fin eran desconocidos, su pasado quedaba olvidado. También para sí mismos eran desconocidos que habían olvidado quiénes eran o dónde estaban. La puerta de la biblioteca era gruesa y no les llegaba ninguno de los sonidos ordinarios que hubiesen podido recordárselo, que pudieran haberles contenido. Estaban más allá del presente, fuera del tiempo, sin recuerdos ni futuro. No había nada aparte de aquella sensación devastadora, emocionante y henchida, y del sonido de tela sobre tela y piel sobre tela mientras sus miembros se frotaban en aquel forcejeo incesante y sensual. Él tenía una experiencia limitada y solamente sabía de oídas que no necesitaban tumbarse. En cuanto a ella, aparte de las películas que había visto y las novelas y los poemas líricos que había leído, no tenía la más mínima experiencia. Pese a aquellas limitaciones, no les sorprendió la claridad con que conocían sus propias necesidades. Se estaban besando de nuevo, con los brazos de ella enlazados por detrás de la cabeza de él. Ella le estaba chupando la oreja y luego le mordía el lóbulo. Por acumulación, aquellos mordiscos le excitaron y le enfurecieron, le espolearon. Por debajo del vestido, tanteó en busca de las nalgas y las apretó fuerte, y le giró el cuerpo a medias para asestarle una cachetada de represalia, pero no había espacio suficiente para dársela. Con los ojos clavados en los de él, ella se agachó para quitarse los zapatos. Hubo más manoseos a tientas, botones que desatar y acomodos de los brazos y piernas. Ella no tenía la menor experiencia. Sin hablar, él le guió el pie hasta el estante inferior. Eran torpes, pero tan abnegados ahora que no sentían vergüenza. Cuando él le levantó de nuevo el vestido ceñido de seda, pensó que la expresión de incertidumbre en la cara de ella reflejaba la suya. Pero sólo había un final inevitable, y nada podían hacer para pararlo.

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