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Authors: Ian McEwan

Expiación (17 page)

BOOK: Expiación
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Siguió bajando la escalera. Debería haber aconsejado a Lola que se cambiase para ocultar el rasguño en el brazo. Podía echarse a llorar si le hacían preguntas al respecto. Pero probablemente habría sido imposible convencerla de que se quitase un vestido con el que era tan difícil caminar. Llegar a la edad adulta consistía en aceptar de buena gana tales impedimentos. Ella misma los estaba asumiendo. El rasguño no lo tenía ella, pero se sentía responsable de él y de todo lo que estaba a punto de suceder. Cuando su padre estaba en casa, la familia se concentraba alrededor de un punto fijo. El no organizaba nada, no rondaba por la casa preocupado a causa de los demás, rara vez decía a nadie lo que tenía que hacer; de hecho, solía estar casi siempre en la biblioteca. Pero su presencia imponía orden y permitía libertad. Quedábamos liberados de cargas. Cuando él estaba en casa, ya no importaba que la madre se retirase a su habitación; bastaba con que el padre estuviese en el piso de abajo con un libro en las rodillas. Cuando ocupaba su asiento en la mesa del comedor, sosegado, afable, una presencia totalmente cierta, una crisis en la cocina no pasaba de ser un incidente humorístico; sin él, era un drama que encogía el corazón. Conocía las cosas dignas de conocerse, y cuando no las conocía intuía a qué autoridad consultar, y llevaba a Briony a la biblioteca para ayudarla a buscarlas. Si no hubiese sido, como él mismo afirmaba, un esclavo del ministerio y del Plan de Eventualidad, si hubiese estado en casa, mandando a Hardman a buscar los vinos, dirigiendo la conversación, decidiendo sin que lo pareciera cuando era el momento de «zanjar», ella no estaría cruzando el vestíbulo ahora con un paso tan inseguro.

Fue pensar en él lo que le hizo cruzar más despacio por la puerta de la biblioteca que, insólitamente, estaba cerrada. Se detuvo a escuchar. Procedente de la cocina, el tintineo del metal contra la porcelana; desde el salón, su madre hablando en voz baja y, más cerca, uno de los gemelos diciendo en voz clara y alta: «Lleva una “u”, en realidad», y su hermano contestando: «Me da igual. Métela en el sobre.» Y a continuación, desde el otro lado de la puerta de la biblioteca, un chirrido seguido de un ruido sordo y un murmullo que podría haber sido de un hombre o de una mujer. Al recordarlo posteriormente —y más tarde Briony caviló sobre el asunto—, no tenía ninguna expectativa especial cuando puso la mano en el pomo de latón y lo giró. Pero había visto la carta de Robbie, se había erigido en protectora de su hermana y había sido aleccionada por su prima: lo que vio pudo haber sido moldeado en parte por lo que ya sabía o creyó que sabía.

Al principio, cuando empujó la puerta y entró, no vio nada en absoluto. La única luz procedía de una lámpara de escritorio de cristal verde que iluminaba poco más que la superficie de cuero estampado sobre la que estaba colocada. Cuando dio unos pasos más les vio, formas oscuras en el rincón más lejano. Aunque estaban inmóviles, su percepción inmediata fue la de que había interrumpido un ataque, una pelea mano a mano. La escena fue tan plenamente el cumplimiento de sus peores temores que intuyó que su imaginación sobreexcitada había proyectado las figuras sobre los lomos apretados de los libros. Aquella ilusión, o la esperanza de que lo fuese, se disipó en cuanto sus ojos se adaptaron a la penumbra. Nadie se movió. Briony miró por encima del hombro de Robbie a los ojos aterrorizados de su hermana. Él se había vuelto para mirar a la intrusa, pero no soltó a Cecilia. Tenía prensado su cuerpo contra el de ella y le había levantado el vestido hasta justo por encima de la rodilla, y la tenía acorralada allí donde las estanterías convergían formando ángulos rectos. Tenía la mano izquierda detrás del cuello de ella y la agarraba del pelo, y con la derecha sujetaba el antebrazo de Cecilia, alzado en señal de protesta o en defensa propia.

Robbie parecía tan enorme y salvaje, y Cecilia tan frágil, con los hombros desnudos y los brazos delgados, que Briony no supo qué podría hacer en cuanto empezó a caminar hacia ellos. Quería gritar, pero no logró recobrar el aliento, y sentía la lengua lenta y pesada. Robbie se movió de un modo que le tapó por completo la visión de su hermana. Entonces Cecilia se debatió para liberarse, y él la soltó. Briony se detuvo y dijo el nombre de su hermana. Cuando pasó por delante de Briony, Cecilia no dio el menor indicio de gratitud ni de alivio. Su cara era inexpresiva, casi serena, y miró de frente a la puerta que se disponía a franquear. Salió de la biblioteca y Briony se quedó a solas con Robbie. Él tampoco se atrevía a mirarla. Dirigió la mirada hacia el rincón, y se entretuvo en enderezarse la chaqueta y arreglarse la corbata. Ella retrocedió con cautela, pero él no hizo ademán de atacarla, y ni siquiera levantó la vista. Conque ella se dio media vuelta y salió corriendo de la habitación en busca de Cecilia. Pero el vestíbulo estaba vacío, y no había manera de saber por dónde se había ido.

11

A pesar de la adición posterior de menta fresca picada a una mezcla de chocolate derretido, yema de huevo, leche de coco, ron, ginebra, plátano triturado y azúcar glasé, el cóctel no era especialmente refrescante. Disminuyó aún más el apetito ya estragado por el calor de la noche. A casi todos los adultos que entraron en el aire bochornoso del comedor les producía náuseas la perspectiva de un asado de carne, aunque tuviera ensalada, y se habrían conformado con un vaso de agua fría. Pero el agua era sólo para los niños, y los demás tuvieron que reanimarse con un vino de postre a temperatura ambiente. Había tres botellas abiertas en la mesa; en ausencia de Jack Tallis, Betty solía tener un impulso inspirado. No se podía abrir ninguna de las tres ventanas altas, porque sus marcos se habían alabeado hacía mucho tiempo, y un aroma de polvo caliente de la alfombra persa se elevó para recibir a los comensales cuando entraron. Fue un consuelo que hubiese sufrido una avería la camioneta del pescadero que traía el primer plato de cangrejo adobado.

Realzaban el efecto asfixiante los paneles de manera oscura que arrancaban del suelo y revestían el techo, y el único cuadro del comedor, un vasto lienzo que colgaba sobre un manto de chimenea sin iluminar desde su construcción: un fallo en los planos arquitectónicos no había previsto un tiro o una chimenea. El retrato, al estilo de Gainsborough, mostraba a una familia aristocrática —padres, dos chicas adolescentes y un niño, todos ellos de labios finos, y pálidos como demonios necrófagos— posando delante de un paisaje vagamente toscano. Nadie sabía quiénes eran, pero era probable que Harry Tallis pensara que darían una impresión de solidez a su casa.

Emily, en la cabecera de la mesa, colocaba a los comensales según entraban. Puso a Leon a su derecha y a Paul Marshall a su izquierda. Leon tenía a su derecha a Briony y a los gemelos, mientras que Marshall tenía a Cecilia a su izquierda y a continuación a Robbie y después a Lola. Robbie estaba de pie detrás de su silla, agarrándola para sostenerse, y asombrado de que nadie pareciese darse cuenta de que todavía le palpitaba el corazón. Había eludido el cóctel, pero tampoco tenía apetito. Se volvió ligeramente para no ver de frente a Cecilia, y cuando los demás ocuparon sus puestos advirtió con alivio que estaba sentado entre los niños.

A una señal de su madre, Leon farfulló una breve bendición interrumpida —«Por los alimentos que vamos a recibir»—, cuyo amén fue el chirrido de las sillas. El silencio que siguió cuando se sentaron y desdoblaron las servilletas lo habría roto con desenvoltura Jack Tallis, introduciendo un tema escasamente interesante mientras Betty rodeaba la mesa con la carne de vaca. Esta vez, los comensales la observaban y escuchaban cuando ella se inclinaba murmurando algo en cada puesto y raspando la bandeja de plata con la cuchara y el tenedor de servir. ¿A qué otra cosa dedicar la atención, cuando lo único que llenaba la habitación era el silencio? Emily Tallis siempre había sido incapaz de parloteo y no le importaba mucho. Leon, totalmente replegado en sí mismo, repantigado en su silla, examinaba la etiqueta de la botella que tenía en la mano. Cecilia estaba enfrascada en los sucesos de diez minutos antes y no habría acertado a construir una sola frase. Robbie, que se sentía familiarizado con la casa, hubiera suscitado algún tema, pero él también estaba aturdido. Ya tenía bastante con simular que no notaba el brazo desnudo de Cecilia a su lado —percibía su calor— ni la mirada hostil de Briony, sentada diagonalmente enfrente de él. Y aun en el caso de que se hubiese considerado correcto que los niños abrieran la conversación, ellos tampoco habrían podido: Briony sólo atinaba a pensar en lo que había presenciado, Lola estaba sumida tanto en el sobresalto de la agresión física como en una variedad de emociones contradictorias, y los gemelos estaban absortos en un plan.

Fue Paul Marshall quien rompió más de tres minutos de asfixiante silencio.

Se recostó en su silla para hablarle a Robbie por detrás de la cabeza de Cecilia.

—Entonces, ¿sigue en pie el partido de tenis de mañana?

Robbie advirtió que Marshall tenía un rasguño de unos cinco centímetros que partía del rabillo del ojo y corría paralelo a su nariz, y que destacaba el modo en que sus facciones estaban situadas muy arriba de su cara, amontonadas debajo de los ojos. Sólo unos pocos centímetros le privaban de ser cruelmente guapo. Tal como era, su apariencia era absurda: tenía vacía la extensión de la barbilla, a costa de una frente sobrepoblada. Por cortesía, Robbie también se había recostado en el asiento para oír lo que Marshall le decía, pero incluso en su estado se estremeció. Era incorrecto, al comienzo de la cena, que Marshall desviase su atención de la anfitriona y entablara una conversación privada.

Robbie dijo, concisamente:

—Supongo que sí. —Y luego, para enmendarse, añadió, dirigiéndose a todos los presentes—: ¿Alguna vez ha hecho más calor en Inglaterra?

Al retirarse del campo del calor corporal de Cecilia, y apartar la mirada de Briony, descubrió que el final de su frase topaba con la mirada asustada de Pierrot, situado en diagonal a su izquierda. El chico, boquiabierto, lidió, como si estuviera en clase, con una pregunta de historia. ¿O era de geografía? ¿O era de ciencias?

Briony se inclinó sobre Jackson para tocar el hombro de Pierrot, sin despegar los ojos un instante de Robbie.

—Déjale en paz, por favor —dijo, con un susurro imperioso, y luego, en voz baja, se dirigió al gemelo—: No tienes que contestar.

Emily alzó la voz, desde la cabecera de la mesa.

—Briony, ha sido un comentario perfectamente normal sobre el tiempo. O te disculpas o te vas ahora mismo a tu cuarto.

Cada vez que la señora Tallis ejercía su autoridad en ausencia del marido, los hijos se sentían obligados a impedir que resultara ineficaz. Briony, que en ningún caso habría dejado a su hermana indefensa, agachó la cabeza y dijo hacia el mantel:

—Lo siento mucho. Lamento haberlo dicho.

Las verduras, servidas en platos con tapadera o en bandejas de cerámica Spode descolorida, pasaron de un lado a otro de la mesa, y era tal el desinterés colectivo, o el deseo cortés de ocultar la inapetencia, que casi todos acabaron con el plato lleno de patatas asadas y ensalada de patatas, coles de Bruselas y remolacha, y hojas de lechuga bañadas en salsa.

—Al jefe no le va a hacer mucha gracia —dijo Leon, poniéndose de pie—. Es un Barsac de 1921, pero ya está abierto.

Llenó la copa de su madre, después la de su hermana y la de Marshall, y cuando estaba al lado de Robbie dijo:

—Y un trago saludable para el buen doctor. Quiero que me cuentes ese nuevo proyecto.

Pero no aguardó respuesta. Mientras volvía a su sitio dijo:

—Me encanta Inglaterra con una ola de calor. Es un país distinto. Todas las reglas cambian.

Emily Tallis empuñó el cuchillo y tenedor y todos la imitaron. Paul Marshall dijo:

—Qué tontería. Dime una sola regla que haya cambiado.

—Muy bien. En el club, el único sitio en que está permitido quitarse la chaqueta es la sala de billar. Pero si la temperatura supera los treinta y dos grados antes de las tres de la tarde, entonces te puedes quitar la chaqueta en el bar de arriba al día siguiente.

—¡Al día siguiente! Un país distinto, en efecto.

—Ya sabes a qué me refiero. La gente está más a gusto. Un par de días de sol y nos volvemos italianos. La semana pasada, en Charlotte Street, estaban comiendo en mesas en la acera.

—Mis padres siempre pensaron —dijo Emily— que el clima caluroso relajaba la moralidad de los jóvenes. Menos capas de ropa, mil sitios más donde verse. Al aire libre, fuera de control. Tu abuela, sobre todo, estaba intranquila en verano. Inventaba mil razones para tenernos a mis hermanas y a mí encerradas en casa.

—Muy bien —dijo Leon—. ¿Tú qué piensas, Cee? ¿Hoy te has portado aún peor que de costumbre?

Todos los ojos estaban fijos en ella, y la broma fraterna no le concedió tregua.

—Cielo santo, te estás ruborizando. La respuesta debe de ser sí.

Intuyendo que debía intervenir en su defensa, Robbie empezó a decir:

—En realidad…

Pero Cecilia tomó la palabra.

—Tengo muchísimo calor, eso es todo. Y la respuesta es sí. Me he comportado muy mal. He convencido a Emily, en contra de su voluntad, de que deberíamos cenar un asado en tu honor, a pesar del clima. Y ahora sólo comes ensalada mientras los demás sufrimos por tu culpa. Así que pásale las verduras, Briony, y a lo mejor se calla.

Robbie creyó detectar un temblor en su voz.

—La buena de Cee. En plena forma —dijo Leon.

Marshall dijo:

—Te ha puesto en tu sitio.

—Supongo que es mejor que me meta con alguien más pequeño. —Leon sonrió a Briony, que estaba a su lado—. ¿Has hecho algo malo hoy por culpa de este terrible calor?

Tomó la mano de Briony, parodiando una súplica, pero ella la retiró.

Era todavía una niña, pensó Robbie, de la que no se podía descartar que confesara o soltara que había leído su nota, lo que a su vez podría inducirle a referir la escena que su llegada había interrumpido. La estaba observando atentamente mientras ella ganaba tiempo, cogiendo la servilleta, limpiándose los labios, pero no sentía un temor particular. Si tenía que ocurrir, que ocurriese. Por horrible que fuese, la cena no duraría eternamente, y encontraría una forma de estar con Cecilia otra vez esa noche, y juntos afrontarían la extraordinaria novedad que había acontecido en sus vidas —el cambio operado en ellas— y que continuaría. Se le encogió el estómago al pensarlo. Hasta entonces, todo era brumosamente insípido, y no temía nada. Dio un largo trago de vino azucarado y templado, y esperó. Briony dijo:

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