Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Moreno Rubio soltó la carcajada.
—Hombre, no digo que no. Podrías tener una escuela de párvulos.
—Quiero decir... pero respóndeme en serio... quiero decir, si tal como estoy, con la tubería descompuesta...
—Ya lo creo, por poder...
—Esto te lo digo, porque después de eso, me decidiría a aceptar lo que propones, el retraimiento, cortar la coleta, etc...
—Mira, inocente, no te cuides de aumentar la especie. Mientras menos seres humanos nazcan, mejor. Para lo que vale esta vida...
—Creo lo mismo... pero a mí me gustaría tener la seguridad de que... Es un ejemplo, un por si acaso nada más. No creas que me parece mal tu plan de vida vegetativa. Yo lo adoptaría, sí señor; pero a su tiempo.
—Primo —le dijo el otro mirándole con socarronería—; si quieres hijos, haberlo pensado antes.
—No, tonto, si no es que yo los quiera; ni maldita la falta que me hacen a mí chiquillos. Si esto te lo pregunto hipotéticamente. Me basta con tener conciencia de mi aptitud... Curiosidades de enfermo...
—Qué, ¿no vienen? —dijo, presentándose en la puerta, la hermana de Moreno-Isla.
—Vaya unas prisas. Ya vamos. ¡Para la gana que uno tiene...!
—Pero la tengo yo, canastos —dijo el médico.
P
or la tarde pidió Moreno su coche y estuvo haciendo visitas hasta las siete. Comió en casa de los de Santa Cruz, y estos lo notaron sombrío, padeciendo chocantes distracciones, y tan indiferente a todo, que ni siquiera tomaba con calor la defensa de sus principios y gustos extranjeros, cuando Barbarita, por combatirle la murria, sacaba a relucir algún tema de entretenida polémica sobre este punto. Algo dijo, sin embargo, que animó la desmayada conversación de aquella noche.
—¿Saben ustedes cuál es una de las cosas que me cargan más en España? La costumbre que tienen las criadas de ponerse a cantar cuando trabajan. Parecía natural que en mi casa me viera yo libre de este tormento. Pues no señor. Tiene mi tía Guillermina una criadita cuya boca vale por dos murgas. No vale mandarla callar. Obedece durante diez minutos, y de repente vuelve otra vez con
el señor alcalde mayor
. Dice que se olvida, Creánmelo ustedes. Le rompería la cabeza.
—¡Y me quieres hacer creer que en el extranjero...! Pero Manolo...
—¡Ah!, no, señora... esté usted segura de que si en Londres una criada se permitiera cantar, pronto la pondrían de patitas en la calle. Es que ni se les ocurre tal disparate.
—Lo creo; tan sosas son.
—Es que esta pícara raza, que no conoce el valor del tiempo, tampoco conoce el del silencio. No podrá usted meterle en la cabeza a esta gente la idea de que la persona que se pone a pegar gritos cuando yo escribo, o cuando pienso, o cuando duermo, me roba. Es una falta de civilización como otra cualquiera. Apoderarse del silencio ajeno es como quitarle a uno una moneda del bolsillo.
Estas cosas hacían gracia, y aquella noche las rieron más, para animarle. Invitado por Juan a ir al Teatro Real, lo rehusó. Había en la casa muy poca gente, Guillermina en su rincón, Don Valeriano Ruiz Ochoa y Barbarita II. Barbarita I había concebido el loco proyecto de casar a Moreno con esta sobrina suya, que era muy mona, y comunicado el pensamiento a Jacinta, esta lo encontró de lo más insensato que se le podría ocurrir a nadie.
—¡Pero mamá, si mi hermana no tiene más que dieciocho años, y Moreno anda ya cerca de los cincuenta, y además está enfermo!
—Cierto que hay diferencia de edades —decía la señora riendo—, pero es un gran partido. Ándate con repulgos y verás cómo le cae a tu hermana un subteniente, un oficial de la clase de quintos u otra lotería semejante. Este hombre es un buenazo muy rico, y eso que padece no es sino aburrimiento, mal de soltería, lo que los ingleses llaman
esplín
. Cásale, y se le quitan diez años de encima.
Jacinta no se convencía, y en cuanto a la enfermedad, su opinión era muy distinta de la de su suegra. Aquella noche le cogió por su cuenta para echarle un buen réspice. Estaban en el despacho apartados de los dos grupos de tresillistas (Don Baldomero, Ruiz Ochoa, su señora, Pepe Samaniego y otros). Barbarita II y su hermana tenían delante a Moreno, que en los primeros momentos de aquella situación, decía de dientes para adentro: «Creo que si no estuviera presente la polla, le diría algo. Me enfada esta niña con su inocencia y su cara bonita. Parece que se la pone al lado como un escudo contra mí... Es fatalidad esta; las pocas veces que la cojo sola, no adelanto nada. Si le digo cualquier reticencia delicada, se hace la tonta. Evita el encontrarse sola conmigo, y ahora trae siempre a rastras al espantajo angelical de su hermana para asustarme».
—Pero qué callado está usted... —observó Jacinta sonriendo—. ¿Qué, se siente usted peor? Dice mamá, que si usted se casa se le quitarán diez años de encima. Conque, decidirse...
La fisonomía del misántropo se iluminó al oír esta peregrina receta.
—También yo lo creo —dijo—. Vea usted; un remedio que parece tan fácil, es imposible.
—Justo; como se ha concluido el género femenino... Tiene usted razón, ya no hay mujeres.
—Para mí como si no las hubiera... ¿Qué le dije a usted ayer? Ya no se acuerda. Si ya se sabe: cosa que yo le diga a usted es como si la escribiera en el agua.
—De veras que se me ha olvidado. ¿Te acuerdas tú, Bárbara?
—No, si Bárbara no estaba presente.
—No importa. Todo lo que usted me dice a mí, al instante voy a contárselo a mi hermana.
—Sí, es usted muy cuentera. ¿Y por qué se lo cuenta usted a su hermana?
—Porque le hace gracia.
Moreno no pudo disimular la profunda tristeza que se apoderaba de él.
—¿Pero qué tiene usted?... Esta noche le encuentro más
esplinado
que nunca.
—¿No nos contaba ayer que dejó tres novias en Londres? —apuntó Barbarita, que gustaba de buscarle la lengua.
—Sí, pero a esas no las quiero —replicó Moreno con la ingenuidad de un niño.
Y luego, revolcándose en aquella tristeza contra la cual nada podía su dominio de hombre de sociedad, se espetó otro monólogo: «Ya estoy entrando en el periodo pueril... La tontería y la incapacidad me invaden... Esta mujer con su frialdad y su ironía me ha puesto el pie sobre la cabeza y me la ha aplastado, como la Virgen la de la serpiente... Ya empiezo a estar ridículo...».
—¿Por qué no le repite usted esta noche a mi hermana lo que le dijo la semana pasada? —dijo Barbarita II al melancólico caballero.
—¿Yo... que...? —asustado, como quien despierta de un sueño—. Yo... no le he dicho nada.
—Sí, la semana pasada, cuando fuimos a la Casa de Campo, y se puso usted a contar el cuento de aquella inglesona que le quiso pegar un tiro porque le dijo no sé qué, en un tren.
—No me acuerdo —dijo el misántropo con todas las apariencias de un estúpido.
—Este hombre —indicó Jacinta—, cuando tocan a olvidarse, no hay quien le gane. Me dijo usted que se casaba si yo me comprometía a buscarle la novia...
—¡Ah!... Pues no; me desdigo, recojo la proposición. Si ha empezado usted sus trabajos, delos por inútiles. Pagaré indemnización, si es preciso.
—Ya lo creo que es preciso... Poquito que había yo hecho ya. ¡Vaya que la formalidad de usted...!
Ambas se pusieron muy serias. Notaban en Moreno palidez mortal, gran abatimiento, y un cierto olvido, extraño en él, de la atención constante que se debe prestar a las señoras cuando se platica con ellas. Jacinta se inclinó un poco hacia él, abriendo su abanico sobre las rodillas, y le dijo en tono muy cariñoso:
—Amigo mío, es preciso que usted se cuide, y mire más por su salud. Esta tarde nos encontramos a Moreno Rubio en casa de Amalia, y me dijo que lo que usted padece no es nada; pero que si se descuida y no hace lo que él le manda, lo va a pasar mal. Usted no es un niño, y debe comprenderlo. ¿Por qué no hace caso de lo que le dicen las personas que le quieren bien y que se interesan por usted?
Moreno la miraba estático. Algunos monosílabos salieron de su boca; pero aquellos pedazos rotos de su pensamiento más bien parecían de aquiescencia que de protesta. Jacinta siguió hablándole en un tono dulce, tiernísimo, y más bien parecía una madre que una amiga.
—¡Cuánto nos alegraríamos de verle a usted bueno y sano, y qué fácil sería con buena voluntad!... Porque lo que usted tiene no es más que malas ideas. Así me lo dijo su primo, y viene bien esta opinión con lo que yo creía. Es lástima que teniendo todos los medios de ser feliz no lo sea. ¿Qué le falta a usted?...
Moreno sentía que el corazón se le hacía pedazos. «¿Pues no dice que qué me falta?... Si me falta todo, absolutamente todo. ¡Ay, qué mujer!, si sigue en esta cuerda, creo que me pongo más en ridículo».
—¿Qué le falta a usted? Nada. Si no se le pusieran en la cabeza cosas imposibles, estaría tan campante. Lo que tiene usted es mucho mimo. Es como los chiquillos.
—¡Ya lo creo; soy como los chiquillos! —pensaba el infeliz caballero.
—Moreno Rubio lo ha dicho y tiene razón: usted tiene en su mano su salud y su vida. Si las pierde es porque quiere. Parece mentira que un hombre de su edad no sepa ponerse a las órdenes de la razón.
—¡La razón! Buena tía indecente está —observó Don Manuel dentro de su pensamiento.
—Y sacudir las malas ideas y atemperar el espíritu; no desear lo que no se puede tener, y hacer vida ramplona, sin empeñarse en que todas las cosas se desquicien para acomodarse a su gusto y satisfacción. ¿Qué es el
esplín
más que soberbia? Sí, lo que usted tiene es soberbia, el
usted
satánico. Estos inglesotes se figuran que el mundo se ha hecho para ellos... No, señor mío, hay que ponerse en fila y ser como los demás... ¿Conque se cuidará usted, hará lo que le manda su primo y lo que le mande yo?... porque yo también soy médica... Otra cosa; aquí en España está usted siempre renegando y echando pestes. Esto no le gusta, ¿pues para qué vive aquí? ¿Por qué no se va a Inglaterra?
—Ya me quiere echar... ¿Ve usted...? —dijo Moreno mirando a Barbarita y esforzándose en sonreír para ocultar su turbación—. Y luego quieren que no viaje.
—No, no le conviene andar siempre de ceca en meca, como un viajante de comercio que va enseñando muestras. Márchese a su Londres, estese allí quietecito, muy quietecito, y si se le presenta una inglesa fresca y de buen genio, cásese, apechugue con ella, aunque sea protestante... ¡Ay, Dios!, que no me oiga Guillermina; sí, cásese, y verá cómo se le pasan todas las murrias, tendrá niños... Me comprometo a ser madrina del primero... digo, si es que le bautizan. Y hasta madre me comprometo a ser si me le dan... le tomo, aunque esté sin cristianar. Yo le bautizaré. Pero no hay que hablar de esto. Me contento con ser madrina del primer Morenito que nazca, y le diré a mi marido que me lleve a Londres para el bautizo...
Moreno se levantó. Se sentía muy mal, y las palabras de la Delfina le excitaban extraordinariamente.
—¿Pero se va usted...? ¿Se ha puesto malo? ¿Es que no le gustan mis sermones?
—Si no me voy, la entrego —pensaba el misántropo, apretando los labios...—. Esta pícara me está asesinando.
—¿Te vas, Manolo? —le preguntó Don Baldomero desde el otro extremo de la habitación.
—¡Si me echan, padrino...! Su hijita de usted me quiere desterrar.
—¡Ay, qué pillo!... Si es todo lo contrario.
Barbarita I se adelantó, diciendo:
—Extravagante, coge del brazo a la polla, y paséate un momento de aquí a mi gabinete, y de mi gabinete aquí. ¿Te sientes mal? Eso no es más que nervios. Distráete un poquito. Bárbara, anda.
Moreno le dio el brazo a Barbarita II, y empezaron los paseos. De su conversación insustancial cogió al vuelo Jacinta algunas cláusulas, cuando la pareja, en aquel ir y venir de su estancia a otra, pasaba junto a ella. «¿Yo?, no... me lo puedo creer...». «¡Ay, qué cosas se le ocurren!... ¡Pero qué malo es usted...!». «En cuanto vaya allá me voy a convertir al judaísmo». «¡Jesús!...». «¿Que yo tengo novio? ¿De dónde ha sacado eso?...». «Lo apuntaré para que no se me olvide...». «No, si a mí no me gustan los pollos...».
—Si ésta fuera más lista —dijo la señora de Santa Cruz a su nuera—, creo que le cazaba.
Pero Jacinta era muy incrédula en este particular, y miraba tristemente a la pareja cuando pasaba. Al retirase, Moreno pudo hablarle un instante sin testigos.
—Se hará lo que usted desea... Se ha de cumplir todo el programa... todo, hasta en lo que se refiere el
nene
. Tendrá usted su
Morenito
.
Jacinta observó en su mirada una expresión tan tétrica, que no pudo menos de decirse: «Está ya completamente trastornado».
Moreno salió con paso inseguro... La cabeza se le desvanecía, y al bajar la escalera tuvo que agarrarse al barandal para no caerse... «Cuando digo que me he vuelto tonto, pero tonto de remate... Ya no sé pensar. No sé adónde diablos se me ha ido la razón... Esta mujer me ha embrujado... Nada, enteramente imbécil».
E
n la soledad de su alcoba, encontrose mi hombre más dueño de sí mismo, habiendo vencido aquella turbación inexplicable con que saliera de la casa de Santa Cruz. Despidió a su criado, después de quitarse la ropa, y envuelto en su bata se tendió en el sofá. En aquellas tristes horas engañaba el insomnio paseándose a ratos por la habitación, a ratos echado y descabezando un ligero intranquilo sueño. Acudían entonces a su memoria las acciones e imágenes de aquel día o de los anteriores, a veces las de fechas muy remotas y que no tenían relación alguna con su situación presente. Aquella noche, cosa rara, apenas salió el ayuda de cámara, Moreno se quedó profundamente dormido en el sofá, sin soñar nada; pero despertó a la media hora, no pudiendo apreciar el tiempo que su letargo durara. Al despertar huyó de tal modo el sueño de su cerebro y hallábase tan inquieto, que ni siquiera admitía como probable la idea de dormir. A la manera que el jugador saca las piezas del ajedrez y las va poniendo sobre el tablero de casillas blancas y negras, así fue sacando sus ideas. Tenía por pareja a sí mismo en aquel juego... «Adelante un peón».
«¡Te has lucido! ¡Campaña como esta...! ¿Cuánto tiempo hace que estás en España? A poco más, año completo. ¿Y para qué? Para nada. ¡Pobre hombre! Lo que me pareció fácil, resulta no ya difícil, sino imposible... Para más contrariedad, delante de esa bendita y maldita mujer, me convierto en el más insípido de los colegiales. ¿Por qué es esto? Y dime otra cosa, idiota, ¿qué tiene esa mona para que de este modo te hayas embrutecido por ella? Otras son más guapas, otras tienen más ingenio, otras hay más elegantes; y sin embargo, es el número uno, el número único. De gustarme pasa a enloquecerme, y noto en mí lo que no había notado nunca, una alegría, una tristeza... ganas de llorar, de reír, y aun de hacer el tonto delante de ella. Nada, que a los cuarenta y ocho años me sale el sarampión y la edad del pavo. Tampoco me había pasado nunca lo que me pasa ahora, cortarme, sentir que quiero ser atrevido y no puedo. Le voy a decir una galantería intencionada, y me sale una simpleza. Me infunde un respeto que jamás conocí. La sigo a Biarritz, la acompaño a París; y cuanto más la trato, más atado me veo por este maldecido respeto... Me cortaría yo este respeto como se corta una mano gangrenada. ¿A qué viene tal respeto? ¿Qué quiere decir esto? Sea lo que quiera, de esa mujer digo yo lo que hasta ahora no he dicho de ninguna, y es que si fuera soltera, me casaría con ella...».