Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Serían las tres cuando el Delfín abrió los ojos, despabilándose completamente, y miró a su mujer, cuya cara no distaba de la suya el espacio de dos o tres narices.
—¡Qué bien me encuentro ahora! —le dijo con dulzura—. Estoy sudando; ya no tengo frío. ¿Y tú no duermes? ¡Ah! La gran lotería es la que me ha tocada a mí. Tú eres mi premio gordo. ¡Qué buena eres!
—¿Te duele la cabeza?
—No me duele nada. Estoy bien; pero me he desvelado; no tengo sueño. Si no lo tienes tú tampoco, cuéntame algo. A ver dime a dónde fuiste esta mañana.
—A contar los frailes, que se ha perdido uno. Así nos decía mamá cuando mis hermanas y yo le preguntábamos dónde había ido.
—Respóndeme al derecho. ¿A dónde fuiste? —Jacinta se reía, porque le ocurrió dar a su marido un bromazo muy chusco. —¡Qué alegre está el tiempo! ¿De qué te ríes?
—Me río de ti... ¡Qué curiosos son estos hombres! ¡Virgen María! Todo lo quieren saber.
—Claro, y tenemos derecho a ello.
—No puede una salir a compras...
—Dale con las tiendas. Competencia con mamá y Estupiñá; eso no puede ser. Tú no has ido a compras.
—Que sí.
—¿Y qué has comprado?
—Tela.
—¿Para camisas mías? Si tengo... creo que son veintisiete docenas.
—Para camisas tuyas, sí; pero te las hago chiquititas.
—¡Chiquititas!
—Sí, y también te estoy haciendo unos baberos muy monos.
—¡A mí, baberos a mí!
—Sí, tonto; por si se te cae la baba.
—¡Jacinta!
—Anda... y se ríe el muy simple. ¡Verás qué camisas! Sólo que las mangas son así... no te cabe más que un dedo en ellas.
—¿De veras que tú?... A ver ponte seria... Si te ríes no creo nada.
—¿Ves que seria me pongo?... Es que me haces reír tú... Vaya, te hablaré con formalidad. Estoy haciendo un ajuar.
—Vamos, no quiero oírte... ¡Qué guasoncita!
—Que es verdad.
—Pero...
—¿Te lo digo? Di si te lo digo.
Pasó un ratito en que se estuvieron mirando. La sonrisa de ambos parecía una sola, saltando de boca a boca.
—¡Qué pesadez!... Di pronto...
—Pues allá va... Voy a tener un niño.
—¡Jacinta! ¿Qué me cuentas?... Estas cosas no son para bromas —dijo Santa Cruz con tal alborozo, que su mujer tuvo que meterle en cintura.
—Eh, formalidad. Si te destapas me callo.
—Tú bromeas... Pues si fuera eso verdad, no lo habrías cantado poco... ¡Con las ganitas que tú tienes! Ya se lo habrías dicho hasta a los sordos. Pero di, ¿y mamá lo sabe?
—No, no lo sabe nadie todavía.
—Pero mujer... Déjame, voy a tirar de la campanilla.
—Tonto... loco... estate quieto o te pego.
—Que se levanten todos en la casa para que sepan... Pero, ¿es farsa tuya? Sí, te lo conozco en los ojos.
—Si no te estás quieto, no te digo más...
—Bueno, pues me estaré quieto... Pero responde, ¿es presunción tuya o...?
—Es certeza.
—¿Estás segura?
—Tan segura como si le estuviera viendo, y le sintiera correr por los pasillos... ¡Es más salado, más pillín...!, bonito como un ángel, y tan granuja como su papá.
—¡Ave María Purísima, qué precocidad! Todavía no ha nacido y ya sabes que es varón, y que es tan granuja como yo.
La Delfina no podía tener la risa. Tan pegados estaban el uno al otro, que parecía que Jacinta se reía con los labios de su marido, y que este sudaba por los poros de las sienes de su mujer.
—¡Vaya con mi señora, lo que me tenía guardado!» añadió con incredulidad.
—¿Te alegras?
—¿Pues no me he de alegrar? Si fuera cierto, ahora mismo ponía en planta a toda la familia para que lo supieran; de fijo que papá se encasquetaba el sombrero y se echaba a la calle, disparado, a comprar un nacimiento. Pero vamos a ver, explícate, ¿cuándo será eso?
—Pronto.
—¿Dentro de seis meses? ¿Dentro de cinco?
—Más pronto.
—¿Dentro de tres?
—Más prontísimo... Está al caer, al caer.
—¡Bah!... Mira, esas bromas son impertinentes. ¿Con que fuera de cuenta? Pues nada, no se te conoce.
—Porque lo disimulo.
—Sí; para disimular estás tú. Lo que harías tú, con las ganas que tienes de chiquillos, sería salir para que todo el mundo te viera con tu bombo, y mandar a Rossini con un suelto a
La Correspondencia
.
—Pues te digo que ya no hay día seguro. Nada, hombre, cuando le veas te convencerás.
—¿Pero a quién he de ver?
—Al... a tu hijito, a tu nenín de tu alma.
—Te digo formalmente que me llenas de confusión, porque para chanza me parece mucha insistencia; y si fuera verdad, no lo habrías tenido tan guardado hasta ahora.
Comprendiendo Jacinta que no podía sostener más tiempo el bromazo, quiso recoger vela, y le incitó a que se durmiera, porque la conversación acalorada podía hacerle daño.
—Tiempo hay de que hablemos de esto —le dijo—; y ya... ya te irás convenciendo.
—
Güeno
—replicó él con puerilidad graciosa tomando el tono de un niño a quien arrullan.
—A ver si te duermes... Cierra esos ojitos. ¿Verdad que me quieres?
—Más que a mi vida. Pero, hija de mi alma, ¡qué fuerza tienes! ¡Cómo aprietas!
—Si me engañas te cojo y... así, así...
—¡Ay!
—Te deshago como un bizcocho.
—¡Qué gusto!
—Y ahora, a
mimir
...
Este y otros términos que se dicen a los niños les hacían reír cada vez que los pronunciaban; pero la confianza y la soledad daban encanto a ciertas expresiones que habrían sido ridículas en pleno día y delante de gente. Pasado un ratito, Juan abrió los ojos, diciendo en tono de hombre:
—¿Pero de veras que vas a tener un chico?
—
Chí
... y a
mimir
...
rro
...
rro
...
Entre dientes le cantaba una canción de adormidera, dándole palmadas en la espalda.
—¡Qué gusto ser
bebé
! —murmuró el Delfín—, ¡sentirse en los brazos de la mamá, recibir el calor de su aliento y...!
Pasó otro rato, y Juan, despabilándose y fingiendo el lloriqueo de un tierno infante en edad de lactancia, chilló así:
—Mama... mama...
—¿Qué?
—Teta.
Jacinta sofocó una carcajada.
—
Ahola
no... teta caca... cosa fea...
Ambos se divertían con tales simplezas. Era un medio de entretener el tiempo y de expresar su cariño.
—Toma teta —díjole Jacinta metiéndole un dedo en la boca; y él se lo chupaba diciendo que estaba muy rica, con otras muchas tontadas, justificadas sólo por la ocasión, la noche y la dulce intimidad.
—¡Si alguien nos oyera, cómo se reiría de nosotros!
—Pero como no nos oye nadie... Las cuatro: ¡Qué tarde!
—Di qué temprano. Ya pronto se levantará Plácido para ir a despertar al sacristán de San Ginés. ¡Qué frío tendrá!...
—¡Cuánto mejor nosotros aquí, tan abrigaditos!...
—Me parece que de esta me duermo, vida.
—Y yo también, corazón.
Se durmieron como dos ángeles, mejilla con mejilla.
24 de Diciembre.
P
or la mañana encargó Barbarita a Jacinta ciertos menesteres domésticos que la contrariaron; pero la misma retención en la casa ofreció coyuntura a la joven para dar un paso que siempre le había inspirado inquietud. Díjole Barbarita que no saliera en todo aquel día, y como tenía que salir forzosamente, no hubo más remedio que revelar a su suegra el lío que entre manos traía. Pidiole perdón por no haberle confiado aquel secreto, y advirtió con grandísima pena que su suegra no se entusiasmaba con la idea de poseer a Juanín.
—¿Pero tú sabes lo grave que es eso?... Así, sin más ni más... un hijo llovido. ¿Y qué pruebas hay de que sea tal hijo?... ¿No será que te han querido estafar? ¿Y crees tú que se parece realmente? ¿No será ilusión tuya?... Porque todo eso es muy vago... Esos hallazgos de hijos parecen cosa de novela...
La Delfina se descorazonó mucho. Esperaba una explosión de júbilo en su mamá política. Pero no fue así. Barbarita, cejijunta y preocupada, le dijo con frialdad:
—No sé qué pensar de ti; pero en fin, tráetelo y escóndelo hasta ver... la cosa es muy grave. Diré a tu marido que Benigna está enferma y has ido a visitarla.
Después de esta conversación, fue Jacinta a la casa de su hermana a quien también confió su secreto, concertando con ella el depositar el niño allí hasta que Juan y Don Baldomero lo supieran.
—Veremos cómo lo toman» añadió dando un gran suspiro.
Estaba Jacinta aquella tarde fuera de sí. Veía al
Pituso
como si lo hubiera parido, y se había acostumbrado tanto a la idea de poseerlo, que se indignaba de que su suegra no pensase lo mismo que ella.
Juntose Rafaela con su ama en la casa de Benigna, y helas aquí por la calle de Toledo abajo. Llevaban plata menuda para repartir a los pobres, y algunas chucherías, entre ellas la sortija que la señorita había prometido a Adoración. Era una soberbia alhaja, comprada aquella mañana por Rafaela en los bazares de
Liquidación por saldo, a real y medio la pieza
, y tenía un diamante tan grande y bien tallado, que al mismo Regente le dejaría bizco con el fulgor de sus luces. En la fabricación de esta soberbia piedra había sido empleado el casco más valioso de un fondo de vaso. Apenas llegaron a los corredores del primer patio, viéronse rodeadas por pelotones de mujeres y chicos, y para evitar piques y celos, Jacinta tuvo que poner algo en todas las manos. Quién cogía la peseta, quién el duro o el medio duro. Algunas, como Severiana, que, dicho sea entre paréntesis, tenía para aquella noche una magnífica lombarda, lomo adobado y el besugo correspondiente, se contentaban con un saludo afectuoso. Otros no se daban por satisfechos con lo que recibían. A todos preguntaba Jacinta que qué tenían para aquella noche. Algunas entraban con el besugo cogido por las agallas; otras no habían podido traer más que cascajo. Vio a muchas subir con el jarro de leche de almendras, que les dieran en el café de los Naranjeros, y de casi todas las cocinas salía tufo de fritangas y el campaneo de los almireces. Este besaba el duro que la señorita le daba, y el otro tirábalo al aire para cogerlo con algazara, diciendo: «¡Aire, aire, a la plaza!». Y salían por aquellas escaleras abajo camino de la tienda. Había quien preparaba su banquete con un
hocico con carrilleras
, una libra de
tapa del cencerro
, u otras despreciadas partes de la res vacuna, o bien con asadura, bofes de cerdo, sangre frita y desperdicios aún peores. Los más opulentos dábanse tono con su pedazo de turrón del que se parte con martillo, y la que había traído una granada tenía buen cuidado de que la vieran. Pero ningún habitante de aquellas regiones de miseria era tan feliz como Adoración, ni excitaba tanto la envidia entre las amigas, pues la rica alhaja que ceñía su dedo y que mostraba con el puño cerrado, era fina y de ley y había costado unos grandes dinerales. Aun las pequeñas que ostentaban zapatos nuevos, debidos a la caridad de
Doña
Jacinta, los habrían cambiado por aquella monstruosa y relumbrante piedra. La poseedora de ella, después que recorrió ambos corredores enseñándola, se pegó otra vez a la señorita, frotándose el lomo contra ella como los gatos.
—No me olvidaré de ti, Adoración» le dijo la señorita, que con esta frase parecía anunciar que no volvería pronto.
En ambos patios había tal ruido de tambores, que era forzoso alzar la voz para hacerse oír. Cuando a los tamborazos se unía el estrépito de las latas de petróleo, parecía que se desplomaban las frágiles casas. En los breves momentos que la tocata cesaba, oíase el canto de un mirlo silbando la frase del himno de Riego, lo único que del tal himno queda ya. En la calle de Mira del Río tocaba un pianillo de manubrio, y en la calle del Bastero otro, armándose entre los dos una zaragata musical, como si las dos piezas se estuvieran arañando en feroz pelea con las uñas de sus notas. Eran una polka y un andante patético, enzarzados como dos gatos furibundos. Esto y los tambores, y los gritos de la vieja que vendía higos, y el clamor de toda aquella vecindad alborotada, y la risa de los chicos, y el ladrar de los perros pusiéronle a Jacinta la cabeza como una grillera.
Repartidas las limosnas, fue al 17, donde ya estaba Guillermina, impaciente por su tardanza. Izquierdo y el
Pituso
estaban también; el primero fingiéndose muy apenado de la separación del chico. Ya la fundadora había entregado el
triste estipendio
.
—Vaya, abreviemos —dijo ésta cogiendo al muchacho que estaba como asustado.
—¿Quieres venirte conmigo?
—
Mela pa ti
... —replicó el
Pituso
con brío, y se echó a reír, alabando su propia gracia.
Las tres mujeres se rieron mucho también de aquella salida tan fina, e Izquierdo, rascándose la noble frente, dijo así:
—La señorita... a cuenta que ahora le enseñará a no soltar exprisiones.
—Buena falta le hace... En fin, vámonos.
Juanín hizo alguna resistencia; pero al fin se dejó llevar, seducido con la promesa de que le iban a comprar un nacimiento y muchas cosas buenas para que se las comiera todas.
—Ya le he prometido al señor de Izquierdo —dijo Guillermina—, que se le procurará una colocación, y por de pronto ya le he dado mi tarjeta para que vaya a ver con ella a uno de los artistas de más fama, que está pintando ahora un magnífico
Buen Ladrón
. Vaya... quédese con Dios.
Despidiose de ellas el futuro modelo con toda la urbanidad que en él era posible, y salieron. Rafaela llevaba en brazos el chico. Como a fines de Diciembre son tan cortos los días, cuando salieron de la casa ya se echaba la noche encima. El frío era intenso, penetrante y traicionero como de helada, bajo un cielo bruñido, inmensamente desnudo y con las estrellas tan desamparadas, que los estremecimientos de su luz parecían escalofríos. En la calle del Bastero se insurreccionó el
Pituso
. Su bellísima frente ceñuda indicaba esta idea:
—¿Pero a dónde me llevan estas tías? —Empezó a rascarse la cabeza, y dijo con sentimiento:
—Pae Pepe...
—¿Qué te importa a ti tu papá Pepe? ¿Quieres un rabel? Di lo que quieres.
—
Quelo citunas
—replicó alargando la jeta—. No,
citunas
no; un pez.