Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Estas palabras fueron dichas con sencillez y dulzura. Eran una de sus mejores y más estudiadas recetas, y tenía para ello un tonillo de convicción que hacía efecto grande en las inexpertas personas a quienes se dirigían.
En Fortunata fue tan grande el efecto, que casi casi se le saltaron las lágrimas. Indudablemente era muy de agradecer el interés que aquel bondadoso apóstol de Cristo se tomaba por ella. Y todo sin regaños, sin manotadas, tratándola como un buen pastor trataría a la más querida de sus ovejas. A pesar de esta excelente disposición de su ánimo, la infeliz vacilaba un poco. De una parte le seducía la vida retirada, silenciosa y cristiana del claustro. Bien pudiera ser que allí se cerrase por completo la herida de su corazón. Había que probarlo al menos. De otra parte la aterraba lo desconocido, las monjas... ¿Cómo serían las monjas?, ¿cómo la tratarían? Pero Nicolás se adelantó a sus temores, diciéndole que eran las señoras más indulgentes y cariñosas que se podían ver. A la samaritana se le aguaron los ojos, y pensó en lo que sería ella convertida de
chica
en señora, la imaginación limpia de aquella maleza que la perdía, la conciencia hecha de nuevo, el entendimiento iluminado por mil cosas bonitas que aprendería. La misma imaginación, a quien el maestro había puesto que no había por donde cogerla, fue la que le encendió fuegos de entusiasmo en su alma, infundiéndole el orgullo de ser otra mujer distinta de lo que era.
—Pues sí, pues sí... quiero entrar en las Micaelas —afirmó con arranque.
—Pues nada, a purificarse tocan. ¿Ve usted cómo nos hemos entendido? —dijo el clérigo con alegría, levantándose—. Cansado ya de tanto discutir, yo le dije a mi hermano: Si tu pasión es tan fuerte que no la puedes combatir, pon el pleito en mis manos, tonto, que yo te lo arreglaré. Si es mi oficio; si para eso estamos; si no sé hacer otra cosa... ¿Para qué serviría yo si no sirviera para enderezar torceduras de estas?
El orgullo se le rezumía por todos los poros como si fuera sudor; los ojos le brillaban. Cogió la canaleja, diciendo:
—Volveré por aquí. Hablaré a mi hermano y a mi tía. Tenemos ya una gran base de arreglo, que es su conformidad de usted con todo lo que le mande este pobre sacerdote.
Fortunata al darle la mano se la besó.
Las últimas palabras de la visita fueron referentes al mal tiempo, a que él no podía estar en Madrid sino dos semanas, y por fin a la jaqueca que tenía Maximiliano aquel día.
—Es mal de familia. Yo también las padezco. Pero lo que principalmente me trae descompuesto ahora es un pícaro mal de estómago... debilidad, dicen que es debilidad... Tengo que comer muy a menudo y muy poca cantidad... esta es la cosa... Es efecto del excesivo trabajo... ¡Qué le vamos a hacer! Al llegar esta hora se me pone aquí un perrito... lo mismo que un perrito que me estuviera mordiendo. Y como no le eche algo al condenado, me da muy mal rato.
—Si quiere usted... aguarde usted... yo... —dijo Fortunata pasando revista mental a su pobre despensa.
—Quite usted allá, criatura... No faltaba más... ¿Piensa que no me puedo pasar...? No es que yo apetezca nada; lo tomo hasta con asco; pero me sienta bien, conozco que me sienta bien.
—Si quiere usted, traeré... No tengo en casa; pero bajaré a la tienda...
—Quite usted allá... no me lo diga ni en broma... Vaya, abur, abur... Y cuidarse, cuidarse mucho, ¿eh?, que andan pulmonías.
El clérigo salió y fue a casa de un amigo donde le solían dar, en aquella crítica hora, el remedio de su debilidad de estómago.
E
n la noche de aquel memorable día, y cuando la jaqueca se le calmó, pudo enterarse Maxi de que su hermano había ido a la calle de Pelayo, y de que sus impresiones «no habían sido malas» según declaración del propio cura. Daba este mucha importancia a su apostolado, y cuando le caía en las manos uno de aquellos negocios de conquista espiritual, exageraba los peligros y dificultades para dar más valor a su victoria. El otro se abrasaba en impaciencia; mas no conseguía obtener de Nicolás sino medias palabras. «Allá veremos... estas no son cosas de juego... Ya tengo las manos en la masa... no es mala masa; pero hay que trabajarla a pulso... esta es la cosa. He de volver allá... Es preciso que tengas paciencia... ¿Pues tú qué te crees?». El pobre chico no veía las santas horas de que llegase el día para saber por ella pormenores de la conferencia. Fortunata le vio entrar sobre las diez, pálido como la cera, convaleciente de la jaqueca, que le dejaba mareos, aturdimiento y fatiga general. Se echó en el sofá; cubriole su amiga la mitad del cuerpo con una manta, púsole almohadas para que recostase la cabeza, y a medida que esto hacía, le aplacaba la curiosidad contándole precipitadamente todo.
Aquella idea de llevarla al convento como a una casa de purificación, pareciole a Maxi prueba estupenda del gran talento catequizador de su hermano. A él le había pasado vagamente por la cabeza algo semejante; mas no supo formularlo. ¡Qué insigne hombre era Nicolás! ¡Ocurrirle aquello!... Tamizada por la religión, Fortunata volvería a la sociedad limpia de polvo y paja, y entonces ¿quién osaría dudar de su honorabilidad? El espíritu del sietemesino, revuelto desde el fondo a la superficie por la pasión, como un mar sacudido por furioso huracán, se corría, digámoslo así, de una parte a otra, explayándose en toda idea que se le pusiese delante. Así, lo mismo fue presentársele la idea religiosa, que tenderse hacia ella y cubrirla toda con impetuosa y fresca onda. ¡La religión, qué cosa tan buena!... ¡Y él, tan torpe, que no había caído en ello! No era torpeza sino distracción. Es que andaba muy distraído. Y su manceba, que más bien era ya novia, se le apareció entonces con aureola resplandeciente y se revistió de ideales atributos. Creeríase que el amor que le inspiraba se iba a depurar aún más, haciéndose tan sutil como aquel que dicen le tenía a Beatriz el Dante, o el de Petrarca por Laura, que también era amor de lo más fino.
Nunca había sido Maximiliano muy dado a lo religioso; pero en aquel instante le entraron de sopetón en el espíritu unos ardores de piedad tan singulares, unas ganas de tomarse confianzas con Cristo o con la Santísima Trinidad, y aun con tal o cual santo, que no sabía lo que le pasaba. El amor le conducía a la devoción, como le habría conducido a la impiedad, si las cosas fuesen por aquel camino. Tan bien le pareció el plan de su hermano, que el gozo le reprodujo el dolor de cabeza, aunque levemente. Comprimiéndose con dos dedos de la mano la ceja izquierda, habló a Fortunata de lo buenas que debían de ser aquellas madres Micaelas, de lo bonito que sería el convento, y de las preciosas y utilísimas cosas que allí aprendería, soltando como por ensalmo la cáscara amarga y trocándose en señora, sí, en señora tan decente, que habría otras lo mismo, pero más no... más no.
A Fortunata se le comunicó el entusiasmo. ¡La religión! Tampoco ella había caído en esto. ¡Cuidado que no ocurrírsele una cosa tan sencilla...! Lo particular era que veía su purificación como se ve un milagro cuando se cree en ellos, como convertir el agua en vino o hacer de cuatro peces cuarenta.
—Dime una cosa —preguntó a Maxi, acordándose de que era bella—. ¿Y me pondrán tocas blancas?
—Puede que sí —replicó él con seriedad—. No puedo asegurártelo; pero es fácil que sí te las pongan.
Fortunata cogió una toalla y echándosela por la cabeza, se fue a mirar al espejo. Acordose entonces de una cosa esencial, esto es, que en la nueva existencia, la hermosura física no valía un pito y que lo que importaba y tenía valor era la del alma. Observando la cara que tenía Maxi aquel día y lo pálido que estaba, consideró que las prendas morales del joven empezaban a transparentarse en su rostro, haciéndole menos desagradable... Entrevió una mudanza radical en su manera de ver las cosas. «¡Quién sabe —se dijo—, lo que pasará después de estar allí tratando con las monjas, rezando y viendo a todas horas la custodia! De seguro me volveré otra sin sentirlo. Yo saco la cuenta de lo bueno que puede sucederme, por lo malo que me ha sucedido. Calculo que esto es como cuando una teme llegar a la cosa más mala del mundo y dice una: «jamás llegaré a eso». Y ¿qué pasa?, que luego llega una y se asombra de verse allí, y dice: «parecía mentira». Pues lo mismo será con lo bueno. Dice una: «jamás llegaré tan arriba», y sin saber cómo, arriba se encuentra».
Maximiliano se quedó a almorzar; pero la irritación de su estómago y la desgana hubieron de contenerle en la más prudente frugalidad. Ella en cambio tenía buen apetito, porque había trabajado mucho aquella mañana y quizás porque estaba contenta y excitada. De aquí tomó pie el redentor para hablar de lo mucho que comía su hermano Nicolás. Esto desilusionó un poco a Fortunata, que se quedó como lela, mirando a su amante, y deteniendo el tenedor a poca distancia de la boca. Creía ella que los curas de mucho saber y virtud debían de conocerse en el poco uso que hacían del agua y jabón, y también en que su alimento no podía ser sino yerbas cocidas y sin sal.
Toda la tarde estuvieron platicando acerca de la ida al convento y también sobre cosas relacionadas con la parte material de su existencia futura.
—En la partición —dijo con cierto énfasis Maximiliano—, me tocan fincas rústicas. Mi tía se enfadó porque deseaba para mí el dinero contante; pero yo no soy de su opinión; prefiero los inmuebles.
Fortunata apoyó esta idea con un signo de cabeza; mas no estaba segura de lo que significaba la palabra
inmueble
, ni quería tampoco preguntarlo. Ello debía de ser lo contrario de muebles. Maxi la sacó de dudas más tarde, hablando de sus olivares y viñas y de la buena cosecha que se anunciaba; por lo cual vino a entender que inmuebles es lo mismo que decir árboles. También ella prefería las propiedades de campo a todas las demás clases de riqueza. Después que se retiró su amante, se quedó pensando en su fortuna, y todo aquel fárrago de olivos, parrales y carrascales que tenía metido en la cabeza le impidió dormir hasta muy tarde, enderezando aún más sus propósitos por la vía de la honradez.
—A ver, ¿qué tal?... ¿Cómo es?... ¿Es guapa? —había preguntado Doña Lupe a Nicolás con vivísima curiosidad.
Aunque el insigne clérigo no tenía cierta clase de pasiones, sabía apreciar el género a la vista. Hizo con los dedos de su mano derecha un manojo, y llevándolos a la boca los apartó al instante, diciendo:
—Es una mujer... hasta allí.
Doña Lupe se quedó desconcertada. A los peligros ya conocidos debían unirse los que ofrece por sí misma toda belleza superior dentro de la máquina del matrimonio.
—Las mujeres casadas
no deben
ser muy hermosas —dijo la señora promulgando la frase con acento de convicción profunda.
Hízole otras mil preguntas para aplacar su ardentísima curiosidad; cómo estaba vestida y peinada; qué tal se expresaba; cómo tenía arreglada la casa, y Nicolás respondía echándoselas de observador. Sus impresiones no habían sido malas, y aunque no tenía bastantes datos para formar juicio del verdadero carácter de la prójima, podía anticipar, fiado en su experiencia, en su buen ojo y en un cierto no sé que, presunciones favorables. Con esto la curiosidad de Doña Lupe se acaloraba más, y ya no podía tener sosiego hasta no meter su propia nariz en aquel guisado. Visitar a la tal no le parecía digno, habiendo hecho tantos aspavientos en contra suya; pero estar muchos días sin verla y averiguarle las faltas, si las tenía, era imposible. Hubiera deseado verla
por un agujerito
. Con el sobrinillo no quería la señora dar su brazo a torcer, y siempre se mostraba intolerante, aunque ya con menos fuego. Pareciole buena idea aquello de purificarla en las Micaelas, y aunque a nadie lo dijo, para sí consideraba aquel camino como el único que podía conducir a una solución. Rabiaba por echarle la vista encima al
basilisco
, y como su sobrino no le decía que fuera a verla, este silencio hacíala rabiar más. Un día ya no pudo contenerse, y cogiendo descuidado a Maxi en su cuarto, le embocó esto de buenas a primeras:
—No creas que voy yo a rebajarme a eso...
—¿A qué, señora?
—A visitar a tu... no puedo pronunciar ciertas palabras. Me parece indecoroso que yo vaya allá, a pesar de todos esos proyectos de legía eclesiástica que le vais a dar.
—Señora, si yo no he dicho a usted nada...
—Te digo que no iré... no iré.
—Pero tía...
—No hay tía que valga. No me lo has dicho; pero lo deseas. ¿Crees que no te leo yo los pensamientos? ¡Qué podrás tú disimular delante de mí! Pues no, no te sales con la tuya. Yo no voy allá sino en el caso de que me llevéis atada de pies y manos.
—Pues la llevaremos atada de manos y pies —dijo Maxi, riendo.
Lo deseaba, sí; pero como tenía su criterio formado y su invariable línea de conducta trazada, no daba un valor excesivo a lo que de la visita pudiera resultar. Véase por dónde la fuerza de las circunstancias había puesto a Doña Lupe en una situación subalterna, y el pobre chico, que meses antes no se atrevía a chistar delante de ella, miraba a su tía de igual a igual. La dignidad de su pasión había hecho del niño un hombre, y como el plebeyo que se ennoblece, miraba a su antiguo autócrata con respeto, pero sin miedo.
Como Nicolás visitaba algunos días a Fortunata para enseñarle la doctrina cristiana, Doña Lupe se ponía furiosa. Tantas idas y venidas decía ella que le tenían revuelto el estómago. Pero el sentimiento que verdaderamente la hacía chillar era como envidia de que fuese Nicolás y no pudiera ir ella. Por este motivo andaban tía y sobrino algo desavenidos. Corría Marzo, y el día de San José dijo Nicolás en la mesa:
—Tía, ya hay fresa.
Pero la indirecta no hizo efecto en la económica viuda. Volvió a la carga el clérigo en diferentes ocasiones:
—¡Qué fresa más rica he visto hoy! Tía, ¿a cómo estará ahora la fresa?
—No lo sé, ni me importa —replicó ella—, porque como no la pienso traer hasta que no se ponga a tres reales...
Nicolás dio un suspiro, mientras Doña Lupe decía para sí: «Como no comas más fresa que la que yo te ponga, tragaldabas, aviado estás».
Y como Doña Lupe era algo golosa, trajo un día un cucurucho de fresa, bien escondido entre la mantilla; mas no lo puso en la mesa. Concluida la comida, y mientras Nicolás leía
La Correspondencia
o
El Papelito
en el comedor, Doña Lupe se encerraba en su cuarto para comerse la fresa bien espolvoreada con azúcar. En cuanto el cura se echaba a la calle, salía Doña Lupe de su escondite para ofrecer a Maximiliano un poco de aquella sabrosa fruta, y entraba en su cuarto con el platito y la cucharilla. Agradecía mucho estas finezas el chico, y se comía la golosina. Mirábale comer su tía con expectante atención, y cuando quedaban en el plato no más que seis o siete fresas, se lo quitaba de las manos diciendo: