Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—¿Me permite usted echar un cigarrillo?
—Sí, señor, pues no faltaba más... —replicó Fortunata, que esperaba el resultado de aquel meditar y del frote de las manos.
—Pues sí —declaró gravemente Nicolás, chupando su cigarrillo—, me falta valor para lanzarla a usted al mundo malo; mejor dicho, la caridad y el ministerio que profeso me vedan hacerlo. Cuando un náufrago quiere salvarse, ¿es humano darle una patada desde la orilla? No; lo humano es alargarle una mano o echarle un palo para que se agarre... esta es la cosa.
—Sí, señor —indicó Fortunata agradecida—, porque yo soy náu...
Iba a decir
náufraga
; pero temiendo no pronunciar bien palabra tan difícil, la guardó para otra ocasión, diciendo para sí: «No metamos la pata sin necesidad».
—Pues lo que yo necesito ahora —agregó Rubín terciándose el manteo sobre las piernas, y accionando como un hombre que necesita tener los brazos libres para una gran faena—, es ver en usted señales claras de arrepentimiento y deseo de una vida regular y decente; lo que yo necesito ahora es leer en su interior, en su corazón de usted. Vamos allá. ¿Hace mucho tiempo que no se confiesa usted?
La Samaritana se puso colorada, porque le daba vergüenza de decir que hacía lo menos diez o doce años que no se había confesado. Por fin lo declaró.
—Perfectamente —dijo Nicolás, acercando su sillón al sofá en que la joven estaba—. Le prevengo a usted que tengo mucha experiencia de esto. Hace cinco años que practico el confesonario, y que las cazo al vuelo. Quiero decir que a mí no hay mujer que me engañe.
Fortunata tuvo miedo y Nicolás aproximó más el sillón. Aunque estaban solos, ciertas cosas debían decirse en voz baja.
—Vamos a ver, ¿quién fue el primero? —preguntó el presbítero llevándose la mano tiesa a la boca, porque con la pregunta querían salir también ciertos gases.
Contó ella lo de Juanito Santa Cruz, pasando no poca vergüenza, y dando a conocer la triste historia incoherente.
—Abrevie usted. Hay muchos pormenores que ya me los sé, como me sé el Catecismo... Que le dio a usted palabra de casamiento y que usted fue tan boba que se lo creyó. Que un día la cogió descuidada y sola... Bah, bah... lo de siempre. Después habrá usted conocido a otros muchos hombres, ¿a cuántos próximamente?
Fortunata miró al techo, haciendo un cálculo numérico.
—Es difícil decir... Lo que es conocer...
El sacerdote se sonrió.
—Quiero decir tratar con intimidad; hombres con quienes ha vivido usted en relaciones de un mes, de dos... esta es la cosa. No me refiero a los conocimientos de un instante, que eso vendrá después.
—Pues serán... —dijo ella pasando un rato muy malo.
—Vamos, no se asuste usted del número.
—Pues podrán ser... como unos ocho... Deje usted que me acuerde bien...
—Basta ya; lo mismo da ocho que doce o que ochocientos doce. ¿Le repugna a usted la memoria de esos escándalos?
—¡Oh! Sí, señor... Crea usted que...
—Que no los puede ver ni pintados. Lo creo... ¡Valientes pillos! Sin embargo, dígame usted: ¿No volvería a tener amistad con alguno de ellos, si la solicitara?
Con ninguno... —dijo Fortunata.
—¿De veras? Piénselo usted bien.
Fortunata lo pensó, y al cabo de un ratito, la lealtad y buena fe con que se confesaba mostráronse en esta declaración:
—Con uno... qué sé yo... Pero no puede ser.
—Déjese usted de que pueda o no pueda ser. Ese uno, esa excepción de su hastío es el primero, ese tal Don Juanito. No necesita usted confirmarlo. Me sé estas historias al dedillo. ¿No ve usted, hija mía, que he sido confesor de las Arrepentidas de Toledo durante cinco años largos de talle?
—Pero no puede ser. Está casado, es muy feliz, y no se acuerda de mí.
—A saber, a saber... Pero en fin, usted confiesa que es el único sujeto a quien de veras quiere, el único por quien de veras siente apetito de amores y esa cosa, esa tontería que ustedes las mujeres...
—El único.
—Y a los demás que los parta un rayo.
—A los demás, nada.
—¿Y a mi hermano?... esta es la cosa.
Lo brusco de la pregunta aturdió a la penitente. No la esperaba, ni se acordaba para nada en aquel momento del pobre Maxi. Como era tan sincera no pensó ni por un momento en alterar la verdad. Las cosas claras. Además, el clérigo aquel parecíale muy listo, y si le decía una cosa por otra conocería el embuste.
—Pues a su hermano de usted, tampoco.
—Perfectamente —dijo el curita, acercando su sillón todo lo más que acercarse podía.
P
ara que ningún malicioso interprete mal las bruscas aproximaciones del sillón de Nicolás Rubín al asiento de su interlocutora, conviene hacer constar de una vez que era hombre de temple fortísimo, o más propiamente hablando, frigidísimo. La belleza femenina no le conmovía o le conmovía muy poco, razón por la cual su castidad carecía de mérito. La carne que a él le tentaba era otra, la de ternera por ejemplo, y la de cerdo más, en buenas magras, chuletas riñonadas o solomillo bien puesto con guisantes. Más pronto se le iban los ojos detrás de un jamón que de una cadera, por suculenta que esta fuese, y la mejor
falda
para él era la que da nombre al guisado. Jactábase de su inapetencia mujeril haciendo de ella una estupenda virtud; pero no necesitaba andar a cachetes con el demonio para triunfar. Las embestidas del sillón eran simplemente un hábito de confianza, adquirido con el uso del secreto penitenciario.
—Lo que se llama querer... —dijo Fortunata haciendo esfuerzos para expresarse claramente—, querer, ¿entiende usted?, no; pero aprecio, estimación sí.
—¿De modo que no hay lo que llaman ilusión?...
—No señor.
—Pero hay esa afición tranquila, que puede ser principio de una amistad constante, de ese afecto puro, honesto y reposado que hace la felicidad de los matrimonios.
Fortunata no se atrevió a responder claro. Le parecía mucho lo que el eclesiástico proponía. Recortándolo algo se podía aceptar.
—Puedo llegar a quererle con el trato...
—Perfectamente... Porque es preciso que usted se fije bien en una cosa: eso de la ilusión es pura monserga, eso es para bobas. Ilusionarse con un caballerete porque tenga los ojos así o asado, porque tenga el bigotito de esta manera, el cuerpo derecho y el habla dengosa, es propio de hembras salvajes. Amar de ese modo no es amar, es perversión, es vicio, hija mía. El verdadero amor es el espiritual, y la única manera de amar es enamorarse de la persona por las prendas del alma. Las mujeres de estos tiempos se dejan pervertir por las novelas y por las ideas falsas que otras mujeres les imbuyen acerca del amor. ¡Patraña y propaganda indecente que hace Satanás por mediación de los poetas, novelistas y otros holgazanes! Diranle a usted que el amor y la hermosura física son hermanos, y le hablarán a usted de Grecia y del naturalismo pagano. No haga usted caso de patrañas, hija mía, no crea en otro amor que en el espiritual, o sea en las simpatías de alma con alma...
La prójima adivinaba más que entendía esto, que era contrario a sus sentimientos; pero como lo decía un sabio, no había más remedio que contestar a todo que sí. Viendo que hacía indicaciones afirmativas con la cabeza, el cura se animaba, añadiendo con énfasis:
—Sostener otra cosa es renegar del catolicismo y volver a la mitología... esta es la cosa.
—Claro —apuntó la joven; pero en su interior se preguntaba qué quería decir aquello de la mitología... porque de seguro no sería cosa de mitones.
Aquel clérigo, arreglador de conciencias, que se creía médico de corazones dañados de amor, era quizás la persona más inepta para el oficio a que se dedicaba, a causa de su propia virtud, estéril y glacial, condición negativa que, si le apartaba del peligro, cerraba sus ojos a la realidad del alma humana. Practicaba su apostolado por fórmulas rutinarias o rancios aforismos de libros escritos por santos a la manera de él, y había hecho inmensos daños a la humanidad arrastrando a doncellas incautas a la soledad de un convento, tramando casamientos entre personas que no se querían, y desgobernando, en fin, la máquina admirable de las pasiones. Era como los médicos que han estudiado el cuerpo humano en un atlas de Anatomía. Tenía recetas charlatánicas para todo, y las aplicaba al buen tun tun, haciendo estragos por donde quiera que pasaba.
—De esta manera, hija mía —añadió lleno de fatuidad—, puede darse el caso de que una mujer hermosa llegue a amar entrañablemente a un hombre feo. El verdadero amor, fíjese usted en esto y estámpelo en su memoria, es el de alma por alma. Todo lo demás es obra de la imaginación, la loca de la casa.
A Fortunata le hizo gracia esta figura.
—¿Quién hace caso de la imaginación? —prosiguió él, oyéndose, y muy satisfecho del efecto que creía causar—. Cuando la loca le alborote a usted, no se dé por entendida, hija. ¿Haría usted caso de una persona que pasara ahora por la calle diciendo disparates? Pues lo mismo es, exactamente lo mismo. A la imaginación se la mira con desprecio, y se hace lo contrario de lo que ella inspira. Comprendo que usted, por la vida mala que ha llevado y por no haber tenido a su lado buenos ejemplos, no podrá durante algún tiempo meter en cintura a la loca de la casa; pero aquí estamos para enseñarla. Aquí me tiene a mí, y me parece que sé lo que traigo entre manos... Empecemos. Para que usted sea digna de casarse con un hombre honrado, lo primerito es que me vuelva los ojos a la religión, empezando por edificarse interiormente.
—Sí señor —respondió humildemente la prójima, que entendía lo de la religión; pero no lo de la edificación. Para ella edificar era lo mismo que hacer casas,
—Bien. ¿Está usted dispuesta a ponerse bajo mi dirección y a hacer todo lo que yo le mande? —propuso el cura con la hinchazón de vanidad que le daba aquel papel sublime de lañador de almas cascadas.
—Sí señor.
—¿Y cómo estamos de doctrina cristiana?
Dijo esto con un tonillo de superioridad impertinente, lo mismo que dicen algunos médicos: «a ver la lengua».
—Yo... la
dotrina
—replicó la penitente temblando...— muy mal. No sé nada.
El capellán no hizo aspavientos. Al contrario, le gustaba que sus catecúmenos estuvieran rasos y limpios de toda ciencia, para poder él enseñárselo todo. Después meditó un rato, las manos cruzadas y dando vuelta a los pulgares uno sobre otro. Fortunata le miraba en silencio. No podía dudar de que era hombre muy sabedor de cosas del mundo y de las flaquezas humanas, y pensó que le convenía ponerse bajo su dirección. En aquel momento hallábase bajo la influencia de ideas supersticiosas adquiridas en su infancia respecto a la religión y al clero. Su catecismo era harto elemental y se reducía a dos o tres nociones incompletas, el Cielo y el Infierno, padecer aquí para gozar allá, o lo contrario. Su moral era puramente personal, intuitiva y no tenía nada que ver con lo poco que recordaba de la doctrina cristiana. Formó del hermano de Maxi buen concepto, porque se lavaba poco y sabía mucho y no reñía a las pecadoras, sino que las trataba con dulzura, ofreciéndoles el matrimonio, la salvación, y hablándoles del alma y otras cosas muy bonitas.
—Todo depende de que usted sepa mandar a paseo a la loquilla —continuó Nicolás saliendo de su abstracción—. Ya sabe usted lo que Jesús le dijo a la samaritana cuando habló con ella en el pozo, en una situación parecida a la que ahora tenemos usted y yo...
Fortunata se sonrió, afectando entender la cita; pero se había quedado a oscuras.
—Si usted quiere mejorar de vida y edificársenos interiormente para adquirir la fuerza necesaria, aquí me tiene. ¿Pues para qué estamos? Cuando yo considere segura la reforma de usted, quizás no ponga tantos peros al casorio con mi hermano. El pobre está loco por usted; me dijo anoche que si no le dejamos casar se muere. Mi tía quiere quitárselo de la cabeza; mas yo le dije: «Calma, calma, las cosas hay que verlas despacio. No nos precipitemos, tía», y por eso me vine aquí. Me comprometo a curarle a usted esa enfermedad de la imaginación que consiste en tener cariño al hombre indigno que la perdió. Conseguido esto, amará usted al que ha de ser su marido, y lo amará con ilusión espiritual, no de los sentidos... ni más ni menos. ¡Oh, he alcanzado yo tantos triunfos de estos; he salvado a tanta gente que se creía dañada para siempre! Convénzase usted, en esto, como en otras cosas, todo es ponerse a ello, todo es empezar... Imagínese usted lo bien que estará cuando se nos reforme; vivirá feliz y considerada, tendrá un nombre respetable, y habrá quien la adore, no por sus gracias personales, que maldito lo que significan, sino por las espirituales, que es lo que importa. Al principio tendrá usted que hacer algunos esfuerzos; será preciso que se olvide de su buen palmito. Esto es quizás lo más difícil, pero hagámonos la cuenta de que la única hermosura verdad es la del alma, hija mía, porque de la del cuerpo dan cuenta los gusanos...
Esto le pareció muy bien a la pecadora, y decía que sí con la cabeza.
—Pues vamos a cuentas. ¿Usted quiere que establezcamos la posibilidad, esta es la cosa, la posibilidad de casarse con un Rubín?
—Sí señor —respondió Fortunata con cierto miedo, espantada aún por aquello de los gusanos.
—Pues es preciso que se nos someta usted a la siguiente prueba —dijo el cura, tapándose un bostezo, porque eran ya las cuatro y no habría tenido inconveniente en tomar una friolera—. Hay en Madrid una institución religiosa de las más útiles, la cual tiene por objeto recoger a las muchachas extraviadas y convertirlas a la verdad por medio de la oración, del trabajo y del recogimiento. Unas, desengañadas de la poca sustancia que se saca al deleite, se quedan allí para siempre; otras salen ya
edificadas
, bien para casarse, bien para servir en casas de personas respetabilísimas. Son muy pocas las que salen para volver a la perdición. También entran allí señoras decentes a expiar sus pecados, esposas ligeras de cascos que han hecho alguna trastada a sus maridos, y otras que buscan en la soledad la dicha que no tuvieron en el bullicio del mundo.
Fortunata seguía dando cabezadas. Había oído hablar de aquella casa, que era el convento de las Micaelas.
—Perfectamente; así se llama. Bueno, usted va allá y la tenemos encerradita durante tres, cuatro meses o más. El capellán de la casa es tan amigo mío, que es como si fuera yo mismo. Él la dirigirá a usted espiritualmente, puesto que yo no puedo hacerlo porque tengo que volverme a Toledo. Pero siempre que venga a Madrid, he de ir a tomarle el pulso y a ver cómo anda esa educación, sin perjuicio de que antes de entrar en el convento, le he de dar a usted un buen recorrido de doctrina cristiana para que no se nos vaya allá enteramente cerril. Si pasado un plazo prudencial, me resulta usted en tal disposición de espíritu que yo la crea digna de ser mi hermana política, podría quizás llegar a serlo. Yo le respondo a usted de que, como este indigno capellán dé el pase, toda la familia dirá
amén
.