Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Esta historia, contada con tan aterradora sinceridad, impresionó mucho a la otra
filomena
. Siguieron ambas bailando a lo largo de la sala, deslizándose sobre el ya pulimentado piso, como los patinadores sobre el hielo, y Fortunata, a quien le escarbaba en el interior lo que referente a ella habla dicho Mauricia la Dura, quiso aclarar un punto importante, diciéndole:
—Yo no fui más que dos veces a casa de la Paca, y por mi gusto no hubiera ido ninguna. La necesidad, hija... Después no volví más porque me salieron relaciones con el chico con quien me voy a casar.
Después de una pausa, durante la cual viniéronle al pensamiento muchas cosas pasadas, creyó oportuno decir algo, conforme a las ideas que aquella casa imponía:
—¿Y para qué me buscaba a mí ese hombre?... ¿Para qué? Para perderme otra vez. Con una basta.
—Los hombres son muy caprichosos —dijo en tono de filosofía Mauricia la Dura—, y cuando la tienen a una a su disposición, no le hacen más caso que a un trasto viejo; pero si una habla con otro, ya el de antes quiere arrimarse, por el aquel de la golosina que otro se lleva. Pues digo... si una se pone a ser verbigracia honrada, los muy peines no pasan por eso, y si una se mete mucho a rezar y a confesar y comulgar, se les encienden más a ellos las querencias, y se pirran por nosotras desde que nos convertimos por lo eclesiástico... Pues qué, ¿crees tú que Juanito no viene a rondar este convento desde que sabe que estás aquí?
Paices
boba. Tenlo por cierto, y alguno de los coches que se sienten por ahí, créete que es el suyo.
—No seas tonta... no digas burradas —replicó la otra palideciendo—. No puede ser... Porque mira tú, él cayó con la pulmonía en Febrero...
—Bien enterada estás.
—Lo sé por Feliciana, a quien se lo contó,
días atrás
, un señor que es amigo de Villalonga. Pues verás, él cayó con la pulmonía en Febrero, y en este
entremedio
conocí yo al chico con quien hablo... El otro estuvo dos meses muy malito... si se va si no se va. Por fin salió, y en Marzo se fue con su mujer a Valencia.
—¿Y qué?
—Que todavía no habrá vuelto.
—
Paices
boba... Esto es un decir. Y si no ha vuelto, volverá... Quiere decirse que te hará la rueda cuando venga y se entere de que ahora vas para santa.
—Tú sí que eres boba... déjame en paz. Y suponiendo que venga y me ronde... ¿A mí qué?
Sor Natividad examinó el brochado y vio «que era bueno». Satisfacción de artista resplandecía en su carita seca. Miró al techo tratando de descubrir alguna mota producida por las moscas; pero no había nada, y hasta las cabezas de los clavos de la pared, limpiados el día antes, resplandecían como estrellitas de oro. La Superiora volvía las gafas a todas partes buscando algo que reprender; pero nada encontró que mereciese su crítica estrecha. Dispuso que antes de entrar los muebles los limpiasen y frotasen bien para que todo el polvo quedase fuera; pero encargó mucho que aquella operación se hiciese
al hilo
de la madera; y como las dos trabajadoras no entendiesen bien lo que esto significaba, cogió ella misma un trapo y prácticamente les hizo ver con la mayor seriedad cuál era su sistema. Cuando se quedaron solas otra vez, Mauricia dijo a su amiga:
—Hay que tener contenta a esta
tía chiflada
, que es buena persona, y como le froten los muebles
al hilo
, la tienes partiendo un piñón.
Mauricia tenía días. Las monjas la consideraban lunática, porque si las más de las veces la sometían fácilmente a la obediencia, haciéndola trabajar, entrábale de golpe como una locura y rompía a decir y hacer los mayores desatinos. La primera vez que esto pasó, las religiosas se alarmaron; mas domada la furia sin que fuese preciso apelar a la fuerza, cuando se repetían los accesos de indisciplina y procacidad no les daban gran importancia. Era un espectáculo imponente y aun divertido el que de tiempo en tiempo, comúnmente cada quince o veinte días, daba Mauricia a todo el personal del convento. La primera vez que lo presenció Fortunata, sintió verdadero terror.
Iniciábasele aquel trastorno a Mauricia como se inician las enfermedades, con síntomas leves, pero infalibles, los cuales se van acentuando y recorren después todo el proceso morboso. El periodo prodrómico solía ser una cuestión con cualquier recogida por el chocolate del desayuno, o por si al salir le tropezaron y la otra lo hizo con mala intención. Las madres intervenían, y Mauricia callaba al fin, quedándose durante dos o tres horas taciturna, rebelde al trato, haciéndolo todo al revés de como se le mandaba. Su diligencia pasmosa trocábase en dejadez; y como las madres la reprendieran, no les respondía nada cara a cara; pero en cuanto volvían la espalda, dejaba oír gruñidos, masticando entre ellos palabras soeces. A este periodo seguía por lo común una travesura ruidosa y carnavalesca, hecha de improviso para provocar la risa de algunas
Filomenas
y la indignación de las señoras. Mauricia aprovechaba el silencio de la sala de labores para lanzar en medio de ella un gato con una chocolatera amarrada a la cola, o hacer cualquier otro disparate más propio de chiquillos que de mujeres formales. Sor Antonia, que era la bondad misma, mirábala con toda la severidad que cabía en su carácter angelical, y Mauricia le devolvía la mirada con insolente dureza, diciendo:
—Si no he sido
yio
...
amos
, si no he sido
yio
... ¿Para qué me mira usted tantooo?... ¿Es que me quiere retrataaar...?
Aquel día, Sor Antonia llamó a la Superiora, que era una vizcaína muy templada. Esta dijo al entrar:
—¿Ya está otra vez suelto el enemigo?...
Y decretó que fuese encerrada en el cuarto que servía de prisión cuando alguna recogida se insubordinaba. Aquí fue el estallar la fiereza de aquella maldita mujer.
—¡Encerrarme a mí!... ¿De veee... ras? No me lo diga usted... prenda.
—Mauricia —dijo con varonil entereza la monja, soltando una expresión de su tierra—, déjese usted de
chínchirri—máncharras
, y obedezca. Ya sabe usted que no nos asusta con sus botaratadas. Aquí no tenemos miedo a ninguna tarasca. Por compasión y caridad no la echamos a la calle, ya lo sabe usted... Vamos, hija, pocas palabras y a hacer lo que se le manda.
A Mauricia le temblaba la quijada, y sus ojos tomaban esa opacidad siniestra de los ojos de los gatos cuando van a atacar. Las recogidas la miraban con miedo, y algunas monjas rodearon a la Superiora para hacerla respetar.
—Vaya con lo que sale ahora la tía chiflada... ¡Encerrarme a mí! A donde voy es a mi casa, ¡hala...!, a mi casa, de donde me sacaron engañada estas indecentonas, sí señor, engañada, porque yo era honrada como un sol, y aquí no nos enseñan más que peines y peinetas... ¡Ja ja ja!... Vaya con las señoras virtuosas y
santifiquísimas
. ¡Ja ja ja!...
Estos monosílabos guturales los emitía con todo el grueso de su gruesísima voz, y con tal acento de sarcasmo infame y de grosería, que habrían sacado de quicio a personas de menos paciencia y flema que Sor Natividad y sus compañeras. Estaban tan hechas a ser tratadas de aquel modo y habían domado fieras tan espantables, que ya las injurias no les hacían efecto.
—Vamos —dijo la Superiora frunciendo el ceño—; callando, y baje usted al patio.
—Pues me gusta la santidad de estas traviatonas de iglesia... ¡Ja ja ja!... —gritó la infame puesta en jarras y mirando en redondo a todo el concurso de recogidas—. Se encierran aquí para retozar a sus anchas con los curánganos de babero... ¡Ja ja ja!... ¡Qué peines!... Y con los que no son de babero.
Muchas recogidas se tapaban los oídos. Otras, suspensa la mano sobre el bastidor, miraban a las monjas y se pasmaban de su serenidad. En aquel instante apareció en la sala una figura extraña. Era Sor Marcela, una monja vieja, coja y casi enana, la más desdichada estampa de mujer que puede imaginarse. Su cara, que parecía de cartón, era morena, dura, chata, de tipo mongólico, los ojos expresivos y afables como los de algunas bestias de la raza cuadrumana. Su cuerpo no tenía forma de mujer, y al andar parecía desbaratarse y hundirse del lado izquierdo, imprimiendo en el suelo un golpe seco que no se sabía si era de pie de palo o del propio muñón del hueso roto. Su fealdad sólo era igualada por la impavidez y el desdén compasivo con que miró a Mauricia.
Sor Marcela traía en la mano derecha una gran llave, y apuntando con ella al esternón de la delincuente, hizo un castañeteo de lengua y no dijo más que esto:
—Andando.
Quitose la fiera con rápido movimiento su toca, sacudió las melenas y salió al corredor, echando por aquella boca insolencias terribles. La coja volvió a indicarle el camino, y Mauricia, moviendo los brazos como aspas de molino de viento, se puso a gritar:
—¡Peines y peinetas!... ¿Pues no me quieren deshonrar y encerrarme como si yo fuera una
criminala
? ¡Tunantas!... cuando si yo quisiera, de tres bofetadas las tumbaba a todas patas arriba...
A pesar de estas fierezas, la coja la llevaba por delante con la misma calma con que se conduce a un perro que ladra mucho, pero que se sabe no ha de morder. A mitad de la escalera se volvió la harpía, y mirando con inflamados ojos a las monjas que en el corredor quedaban, les decía en un grito estridente:
—¡Ladronas, más que ladronas!... ¡Grandísimas púas!
Dicho esto, la coja le ponía suavemente la mano en la espalda, empujándola hacia adelante. En el patio tuvo que cogerla por un brazo, porque quería subir de nuevo.
—Si no te hacen caso, estúpida —le dijo—, si no eres tú la que hablas sino el demonio que te anda dentro de la boca. Cállate ya por amor de Dios y no marees más.
—El demonio eres tú —replicó la fiera, que parecía ya, por lo muy exaltada, irresponsable de los disparates que decía—. Facha, mamarracho, esperpento...
—Echa, echa más veneno —murmuraba Sor Marcela con tranquilidad, abriendo la puerta de la prisión—. Así te pasará más pronto el arrechucho. Vaya, adentro, y mañana como un guante. A la noche te traeré de comer. Paciencia, hija...
Mauricia ladró un poco más; pero con tanto furor de palabras no hacía resistencia verdadera, de modo que aquella pobre vieja inválida la manejaba como a un niño. Bastó que esta la cogiese por un brazo y la metiera dentro del encierro, para que la prisión se efectuase sin ningún inconveniente, después de tanta bulla. Sor Marcela echó la llave dando dos vueltas, y la guardó en su bolsillo. Su rostro, tan parecido a una máscara japonesa, continuaba imperturbable. Cuando atravesaba el patio en dirección a la escalera, oyó el
ja ja ja
de Mauricia, que estaba asomada por uno de los dos tragaluces con barras de hierro que la puerta tenía en su parte superior. La monja no se detuvo a oír las injurias que la fiera le decía.
—¡Eh!... Coja... galápago, vuelve acá y verás qué morrazo te doy... ¡Qué facha!... Cañamón, pata y media...
L
a faz napoleónica, lívida y con la melena suelta, volvió a asomar en la reja a la caída de la tarde. Y Sor Marcela pasó repetidas veces por delante de la cárcel, volviendo de registrar los nidos de las gallinas, por ver si tenían huevos, o de regar los pensamientos y francesillas que cultivaba en un rincón de la huerta. El patio, que era pequeño y se comunicaba con la huerta por una reja de madera casi siempre abierta, estaba muy mal empedrado, resultando tan irregular el paso de la coja, que los balanceos de su cuerpo semejaban los de una pequeña embarcación en un mar muy agitado. Muy a menudo andaba Sor Marcela por allí, pues tenía la llave de la leñera y carbonera, la del calabozo y la de otra pieza en que se guardaban trastos de la casa y de la iglesia.
Ya cerca de la noche, como he dicho, Mauricia no se quitaba de la reja para hablar a la monja cuando pasaba. Su acento había perdido la aspereza iracunda de por la mañana, aunque estaba más ronca y tenía tonos de dolor y de miseria, implorando caridad. La fiera estaba domada. Fuertemente asida con ambas manos a los hierros, la cara pegada a estos, alargando la boca para ser mejor oída, decía con voz plañidera:
—Cojita mía... cañamoncito de mi alma, ¡cuánto te quiero!... Allá va el patito con sus meneos; una, dos, tres... Lucero del convento, ven y escucha, que te quiero decir una cosita.
A estas expresiones de ternura, mezcladas de burla cariñosa, la monja no contestaba ni siquiera con una mirada. Y la otra seguía:
—¡Ay, mi galapaguito de mi alma, qué enfadadito está conmigo, que le quiero tanto!... Sor Marcela, una palabrita, nada más que una palabrita. Yo no quiero que me saques de aquí, porque me merezco la encerrona. Pero ¡ay niñita mía, si vieras qué mala me he puesto!
Paice
que me están arrancando el estómago con unas tenazas de fuego... Es de la tremolina de esta mañana. Me dan tentaciones de ahorcarme colgándome de esta reja con un cordón hecho de tiras del refajo. Y lo voy a hacer, sí, lo hago y me cuelgo si no me miras y me dices algo... Cojita graciosa, enanita remonona, mira, oye: si quieres que te quiera más que a mi vida y te obedezca como un perro, hazme un favor que voy a pedirte; tráeme nada más que una lagrimita de aquella gloria divina que tú tienes, de aquello que te recetó el médico para tu mal de barriga... Anda, ángel, mira que te lo pido con toda mi alma, porque esta penita que tengo aquí no se me quiere quitar, y parece que me voy a morir. Anda, rica, cañamón de los ángeles; tráeme lo que te pido, así Dios te dé la vida celestial que te tienes ganada, y tres más, y así te coronen los serafines cuando entres en el Cielo con tu patita coja...
La monja pasaba... trun, trun... hiriendo los guijarros con aquel pie duro que debía ser como la pata de una silla; y no concedía a la prisionera ni respuesta ni mirada. Al anochecer, bajó con la cena para la presa, y abriendo la puerta penetró en el lóbrego aposento. Por el pronto no vio a Mauricia, que estaba acurrucada sobre unas tablas, las rodillas junto al pecho, las manos cruzadas sobre las rodillas, y en las manos apoyada la barba.
—No veo. ¿Dónde estás? —murmuró la coja sentándose sobre otro rimero de tablas.
Contestó Mauricia con un gruñido, como el de un mastín a quien dan con el pie para que se despierte. Sor Marcela puso junto a sí un plato de menestra y un pan.
—La Superiora —dijo—, no quería que te trajera más que pan y agua; pero intercedí por ti... No te lo mereces. Aunque me proponga no tener entrañas, no lo puedo conseguir. A ti te manejo yo a mi modo y sé que mientras peor se te trate, más rabiosa te pones... Y para que veas, hija, hasta dónde llevo mi condescendencia... —añadió sacando de debajo del manto un objeto.