Fortunata y Jacinta (63 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Cuando vino el mozo que debía llevar el baúl, Fortunata estaba ya dispuesta, vestida con la mayor sencillez. Maximiliano miró diferentes veces su reloj sin enterarse de la hora. Nicolás, que estaba más sereno, miró el suyo y dijo que era tarde. Bajaron los tres, y fueron pausadamente y sin hablar hacia la calle de Hortaleza a tomar un coche simón. Instalose el joven con no poco trabajo en la bigotera, porque las faldas de su futura esposa y la ropa talar del clérigo estorbaban lo que no es decible la entrada y la salida; y si el trayecto fuera más largo, el martirio de aquellas seis piernas que no sabían cómo colocarse habría sido muy grande. La neófita miraba por la ventanilla, atraída vagamente y sin interés su atención por la gente que pasaba. Creeríase que miraba hacia fuera por no mirar hacia dentro; Maximiliano se la comía con los ojos, mientras el presbítero procuraba en vano animar la conversación con algunas cuchufletas bien poco ingeniosas.

Llegaron por fin al convento. En la puerta había dos o tres mendigas viejas, que pidieron limosna, y a Maximiliano le faltó tiempo para dársela. Le amargaba extraordinariamente la boca, y su voz ahilada salía de la garganta con interrupciones y síncopas como la de un asmático. Su turbación le obligaba a refugiarse en los temas vulgares... «¡Vaya que son pesados estos pobres!... Parece que hay misa, porque se oye la campanilla de alzar... Es bonita la casa, y alegre, sí señor, alegre».

Entraron en una sala que hay a la derecha, en el lado opuesto a la capilla. En dicha sala recibían visitas las monjas, y las recogidas a quienes se permitía ver a su familia los jueves por la tarde, durante hora y media, en presencia de dos madres. Adornada con sencillez rayana en pobreza, la tal sala no tenía más que algunas estampas de santos y un cuadrote de San José, al óleo, que parecía hecho por la misma mano que pintó el Jáuregui de la casa de Doña Lupe. El piso era de baldosín, bien lavado y frotado, sin más defensa contra el frío que dos esteritas de junco delante de los dos bancos que ocupaban los testeros principales. Dichos bancos, las sillas y un canapé de patas curvas eran piezas diferentes, y bien se conocía que todo aquel pobre menaje provenía de donativos o limosnas de esta y la otra casa. Ni cinco minutos tuvieron que esperar, porque al punto entraron dos madres que ya estaban avisadas, y casi pisándoles los talones entró el señor capellán, un hombrón muy campechano y que de todo se reía. Llamábase Don León Pintado, y en nada correspondía la persona al nombre. Nicolás Rubín y aquel pasmarote tan grande y tan jovial se abrazaron y se saludaron tuteándose. Una de las dos monjas era joven, coloradita, de boca agraciada y ojos que habrían sido lindísimos si no adolecieran de estrabismo. La otra era seca y de edad madura, con gafas, y daba bien claramente a entender que tenía en la casa más autoridad que su compañera. A las palabras que dijeron, impregnadas de esa cortesía dulzona que informa el estilo y el metal de voz de las religiosas del día, iba la neófita a contestar alguna cosa apropiada al caso; pero se cortó y de sus labios no pudo salir más que un
ju ju
, que las otras no entendieron. La sesión fue breve. Sin duda las madres Micaelas no gustaban de perder el tiempo. «Despídase usted» le dijo la seca, tomándola por un brazo. Fortunata estrechó la mano de Maxi y de Nicolás, sin distinguir entre los dos, y dejose llevar.
Rubinius vulgaris
dio un paso, dejando solos a los dos curas que hablaban cogiéndose recíprocamente las borlas de sus manteos, y vio desaparecer a su amada, a su ídolo, a su ilusión, por la puerta aquella pintada de blanco, que comunicaba la sala con el resto de la religiosa morada. Era una puerta como otra cualquiera; pero cuando se cerró otra vez, pareciole al enamorado chico cosa diferente de todo lo que contiene el mundo en el vastísimo reino de las puertas.

—2—

E
chó a andar hacia Madrid por el polvoriento camino del antiguo Campo de Guardias, y volviendo a mirar su reloj por un movimiento maquinal, tampoco entonces se hizo cargo de la hora que era. No se dio cuenta de que su hermano y Don León Pintado, entretenidos en una conversación interesante y parándose cada diez palabras, se habían quedado atrás. Hablaban de las oposiciones a la lectoral de Sigüenza y de las peloteras que ocurrieron en ella. El capellán, como candidato reventado, ponía de oro y azul al obispo de la diócesis y a todo el cabildo. Maximiliano, sin advertir las paradas, siguió andando hasta que se encontró en su casa. Abriole Doña Lupe la puerta y le hizo varias preguntas: «Y qué tal, ¿iba contenta?». Revelaban estas interrogaciones tanto interés como curiosidad, y el joven, animado por la benevolencia que en su tía observaba, departió con ella, arrancándose a mostrarle algunas de las afiladas púas que le rasguñaban el corazón. Tenía un presentimiento vago de no volverla a ver, no porque ella se muriese, sino porque dentro del convento y contagiada de la piedad de las monjas, podía chiflarse demasiado con las cosas divinas y enamorarse de la vida espiritual hasta el punto de no querer ya marido de carne y hueso, sino a Jesucristo, que es el esposo que a las monjas de verdadera santidad les hace tilín. Esto lo expresó irreverentemente con medias palabras; pero Doña Lupe sacó toda la sustancia a los conceptos.

—Bien podría suceder eso —le dijo con acento de convicción, que turbó más a Maximiliano—, y no sería el primer caso de mujeres malas... quiero decir ligeras... que se han convertido en un abrir y cerrar de ojos, volviéndose tan del revés, que luego no ha habido más remedio que canonizarlas.

El redentor sintió frío en el corazón. ¡Fortunata canonizada! Esta idea, por lo muy absurda que era, le atormentó toda la mañana.

—Francamente —dijo al fin, después de muchas meditaciones—, tanto como canonizar, no; pero bien podría darle por el misticismo y no querer salir, y quedarme yo
in albis
.

Vamos, que semejante idea le aterraba. En tal caso no tenía más remedio que volverse él santito también, dedicarse a la Iglesia y hacerse cura... ¡Jesús qué disparate! ¡Cura! ¿Y para qué? De vuelta en vuelta, su mente llegó a un torbellino doloroso en el cual no tuvo ya más remedio que ahogar las ideas, para librarse del tormento que le ocasionaban. Intentó estudiar... Imposible. Ocurriole escribir a Fortunata, encargándole que no hiciera caso alguno de lo que le dijesen las monjas acerca de la vida espiritual, la gracia y el amor místico... Otro disparate. Por fin se fue calmando, y la razón se clareaba un poco tras aquellas nieblas.

Las once serían ya, cuando desde su cuarto sintió un grande altercado entre Doña Lupe y Papitos. El motivo de aquella doméstica zaragata fue que a Nicolás Rubín se le ocurrió la idea trágica de convidar a almorzar a su amigo el padre Pintado, y no fue lo peor que se le ocurriera, sino que se apresurase a ejecutarla con aquella frescura clerical que en tan alto grado tenía, metiendo a su camarada por las puertas de la casa sin ocuparse para nada de si en esta había o no los bastimentos necesarios para dos bocas de tal naturaleza.

Doña Lupe que tal vio y oyó, no pudo decir nada, por estar el otro clérigo delante; pero tenía la sangre requemada. Su orgullo no le permitía desprestigiar la casa, poniéndoles un artesón de bazofia para que se hartaran; y afrontando despechada el conflicto, decía para su sayo cosas que habrían hecho saltar a toda la curia eclesiástica. «No sé lo que se figura este heliogábalo... cree que mi casa es la posada del Peine. Después que él me come un codo, trae a su compinche para que me coma el otro. Y por las trazas, debe tener buen diente y un estómago como las galerías del Depósito de aguas... ¡Ay, Dios mío! ¡Qué egoístas son estos curas...! Lo que yo debía hacer era ponerle la cuentecita, y entonces... ¡Ah!, entonces sí que no se volvía a descolgar con invitados, porque es
Alejandro en puño
y no le gusta ser rumboso sino con dinero ajeno».

El volcán que rugía en el pecho de la señora de Jáuregui no podía arrojar su lava sino sobre Papitos, que para esto justamente estaba. Había empezado aquel día la monilla por hacer bien las cosas; pero la riñó su ama tan sin razón, que... ¡Diablo de chica!, concluyó por hacerlo todo al revés. Si le ordenaban quitar agua de un puchero, echaba más. En vez de picar cebolla, machacaba ajos; la mandaron a la tienda por una lata de sardinas y trajo cuatro libras de bacalao de Escocia; rompió una escudilla, y tantos disparates hizo que Doña Lupe por poco le aporrea el cráneo con la mano del almirez. «De esto tengo la culpa yo, grandísima bestia, por empeñarme en domar acémilas y en hacer de ellas personas... Hoy te vas a tu casa, a la choza del muladar de Cuatro Caminos donde estabas, entre cerdos y gallinas, que es la sociedad que te cuadra...». Y por aquí seguía la retahíla... ¡Pobre Papitos! Suspiraba y le corrían las lágrimas por la cara abajo. Había llegado ya a tal punto su azoramiento, que no daba pie con bola.

Entretanto los dos curas estaban en la sala, fumando cigarrillos, las canalejas sobre sillas, groseramente espatarrados ambos en los dos sillones principales, y hablando sin cesar del mismo tema de las oposiciones de Sigüenza. La culpa de todo la tenía el deán, que era un trasto y quería la lectoral a todo trance para su sobrinito. ¡Valientes perros estaban tío y sobrino! Este había hecho discursos racionalistas, y cuando la
Gloriosa
dio vivas a Topete y a Prim en una reunión de demócratas. Doña Lupe entró al fin haciendo violentísimas contorsiones con los músculos de su cara para poder brindarles una sonrisa en el momento de decir que ya podían pasar... que tendrían que dispensar muchas faltas, y que iban a hacer penitencia.

Y mientras se sentaban, miró con terror al amigo de su sobrino, que era lo mismo que un buey puesto en dos pies, y pensaba que si el apetito correspondía al volumen, todo lo que en la mesa había no bastara para llenar aquel inmenso estómago. Felizmente, Maxi estaba tan sin gana, que apenas probó bocado; Doña Lupe se declaró también inapetente, y de este modo se fue resolviendo el problema y no hubo conflicto que lamentar. El padre Pintado, a pesar de ser tan proceroso, no era hombre de mucho comer y amenizó la reunión contando otra vez... las oposiciones de Sigüenza. Doña Lupe, por cortesía, afirmaba que era una barbaridad que no le hubieran dado a él la lectoral.

La ira de la señora de Jáuregui no se calmó con el feliz éxito del almuerzo... y siguió machacando sobre la pobre Papitos. Esta, que también tenía su genio, hervía interiormente en despecho y deseos de revancha. «¡Miren la tía bruja —decía para sí, bebiéndose las lágrimas—, con su teta menos...! Mejor tuviera vergüenza de ponerse la teta de trapo para que crea la gente que tiene las dos de verdad, como las tienen todas y como las tendré yo el día de mañana...». Por la tarde, cuando la señora salió, encargando que le limpiara la ropa, ocurriole a la mona tomar de su ama una venganza terrible; pero una de esas venganzas que dejan eterna memoria. Se le ocurrió poner, colgado en el balcón, el cuerpo de vestido que pegada tenía la
cosa falsa
con que Doña Lupe engañaba al público. La malicia de Papitos imaginaba que puesto en el balcón el testimonio de la falta de su señora, la gente que pasase lo había de ver y se había de reír mucho. Pero no ocurrieron de este modo las cosas, porque ningún transeúnte se fijó en el pecho postizo, que era lo mismo que una vejiga de manteca; y al fin la chiquilla se apresuró a quitarlo, discurriendo con buen juicio que si Doña Lupe al entrar veía colgado del balcón aquel acusador de su defecto, se había de poner hecha una fiera, y sería capaz de cortarle a su criada
las dos cosas de verdad
que pensaba tener.

—3—

A
la mañana siguiente, Maximiliano encaminó sus pasos al convento, no por entrar, que esto era imposible, sino por ver aquellas paredes tras de las cuales respiraba la persona querida. La mañana estaba deliciosa, el cielo despejadísimo, los árboles del paseo de Santa Engracia empezaban a echar la hoja. Detúvose el joven frente a las Micaelas, mirando la obra de la nueva iglesia que llegaba ya a la mitad de las ojivas de la nave principal. Alejándose hasta más allá de la acera de enfrente, y subiendo a unos montones de tierra endurecida, se veía, por encima de la iglesia en construcción, un largo corredor del convento, y aun se podían distinguir las cabezas de las monjas o recogidas que por él andaban. Pero como la obra avanzaba rápidamente, cada día se veía menos. Observó Maxi en los días sucesivos que cada hilada de ladrillos iba tapando discretamente aquella interesante parte de la interioridad monjil, como la ropa que se extiende para velar las carnes descubiertas. Llegó un día en que sólo se alcanzaban a ver las zapatas de los maderos que sostenían el techo del corredor, y al fin la masa constructiva lo tapó todo, no quedando fuera más que las chimeneas, y aun para columbrar estas era preciso tomar la visual desde muy lejos.

Al Norte había un terreno mal sembrado de cebada. Hacia aquel ejido, en el cual había un poste con letrero anunciando venta de solares, caían las tapias de la huerta del convento, que eran muy altas. Por encima de ellas asomaban las copas de dos o tres soforas y de un castaño de Indias. Pero lo más visible y lo que más cautivaba la atención del desconsolado muchacho era un motor de viento, sistema Parson, para noria, que se destacaba sobre altísimo aparato a mayor altura que los tejados del convento y de las casas próximas. El inmenso disco, semejante a una sombrilla japonesa a la cual se hubiera quitado la convexidad, daba vueltas sobre su eje pausada o rápidamente, según la fuerza del aire. La primera vez que Maxi lo observó, movíase el disco con majestuosa lentitud, y era tan hermoso de ver con su coraza de tablitas blancas y rojas, parecida a un plumaje, que tuvo fijos en él los tristes ojos un buen cuarto de hora. Por el Sur la huerta lindaba con la medianería de una fábrica de tintas de imprimir, y por el Este con la tejavana perteneciente al inmediato taller de cantería, donde se trabajaba mucho. Así como los ojos de Maximiliano miraban con inexplicable simpatía el disco de la noria, su oído estaba preso, por decirlo así, en la continua y siempre igual música de los canteros, tallando con sus escoplos la dura berroqueña. Creeríase que grababan en lápidas inmortales la leyenda que el corazón de un inconsolable poeta les iba dictando letra por letra. Detrás de esta tocata reinaba el augusto silencio del campo, como la inmensidad del cielo detrás de un grupo de estrellas.

También se paseaba por aquellos andurriales, sin perder de vista el convento; iba y venía por las veredas que el paso traza en los terrenos, matando la yerba, y a ratos sentábase al sol, cuando este no picaba mucho. Montones de estiércol y paja rompían a lo lejos la uniformidad del suelo; aquí y allí tapias de ladrillo de color de polvo, letreros industriales sobre faja de yeso, casas que intentaban rodearse de un jardinillo sin poderlo conseguir; más allá tejares y las casetas plomizas de los vigilantes de consumos, y en todo lo que la vista abarca un sentimiento profundísimo de soledad expectante. Turbábala sólo algún perro sabio de los que, huyendo de la estricnina municipal, se pasean por allí sin quitar la vista del suelo. A veces el joven volvía al camino real y se dejaba ir un buen trecho hacia el Norte; pero no tenía ganas de ver gente y se echaba fuera, metiéndose otra vez por el campo hasta divisar las arcadas del acueducto del Lozoya. La vista de la sierra lejana suspendía su atención, y le encantaba un momento con aquellos brochazos de azul intensísimo y sus toques de nieve; pero muy luego volvía los ojos al Sur, buscando los andamiajes y la mole de las Micaelas, que se confundía con las casas más excéntricas de Chamberí.

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