Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Fortunata no entendía bien los conceptos; pero alguna idea vaga tenía de aquello.
—Me parece mentira —dijo él—, que te tengo aquí, cogida otra vez con lazo, fierecita mía, y que puedo pedirte perdón por todo el mal que te he hecho...
—Quita allá... ¡Perdón! —exclamó la joven anegándose en su propia generosidad—. Si me quieres, ¿qué importa lo pasado?
En el mismo instante alzó la frente, y con satánica convicción, que tenía cierta hermosura por ser convicción y por ser satánica, se dejó decir estas arrogantes palabras:
—Mi marido eres tú... todo lo demás... ¡papas!
Elástica era la conciencia de Santa Cruz, mas no tanto que no sintiera cierto terror al oír expresión tan atrevida. Por corresponder, iba él a decir
mi mujer eres tú
; pero envainó su mentira, como el hombre prudente que reserva para los casos graves el uso de las armas.
Y
a de noche pasó Fortunata a su casa. Su marido no había llegado aún. Mientras le esperaba, la pecadora volvió a ver el espectro aquel de su perversidad; pero entonces le vio más claro, y no pudo tan fácilmente hacerle huir de su espíritu. «Me han engañado —pensaba—, me han llevado al casorio, como llevan una res al matadero, y cuando quise recordar, ya estaba degollada... ¿Qué culpa tengo yo?». La casa estaba a oscuras y encendió luz. Al arrojar la cerilla en el suelo, esta cayó encendida, y Fortunata la miró con vivo interés, recordando una de las supersticiones que le habían enseñado en su juventud. «Cuando la cerilla cae prendida —se dijo— y con la llama vuelta para una, buena suerte».
Maxi entró cansado y meditabundo; pero al ver a su mujer se puso alegre. ¡Todo un día sin verla! Le había traído un paquete de rosquillas. ¿Y Juan Pablo? Al fin se arreglaría todo. Seguramente no iba a las islas Marianas, pero quizás le tendrían en el Saladero quince o veinte días.
—Y merecido, hija. ¿Para qué se mete a buscarle el pelo al huevo?
Mientras comieron, Fortunata contemplaba a su marido, más que en la realidad, en sí misma, y de este examen surgía un tedio abrumador, y la antipatía de marras, pero tan agrandada, tanto, que ya no cabía más. Y la perversa no trató de combatir aquel sentimiento; se recreaba en él como en una monstruosidad que tiene algo de seductora.
—Alma mía —le dijo su marido cuando acababan de comer—, veo con gusto que no te falta apetito. ¿Quieres que nos vayamos ahora a un café?
—No —replicó ella secamente—. Estoy rendidísima. ¿No ves que se me cierran los párpados? Lo que quiero es dormir.
—Bueno, mejor; yo también lo deseo.
Acostáronse, y el tiempo que aún estuvo despierta empleolo Fortunata en hacer comparaciones. El cuerpo desmedrado de Maxi le producía, al tocar el suyo, crispamientos nerviosos. Y también se dio a pensar en lo molesto y difícil que era para ella tener que vivir dos vidas diferentes, una verdadera, otra falsa, como las vidas de los que trabajan en el teatro. A ella le era muy difícil representar y fingir, por lo que su tormento se crecía considerablemente. «No podré, no podré —pensaba al dormirse— hacer esta comedia mucho tiempo». A la madrugada despertó después de un profundísimo y reparador sueño, y entonces le dio por llorar, haciendo cálculos, representándose con gran poder de la mente escenas probables, y condoliéndose de no poder ver a su amante a todas horas.
En los siguientes días, las escapadas al cuarto vecino tenían lugar a horas varias, cuando Maxi salía. Iba a estudiar con un amigo para tomar el grado, y además solía ir a la farmacia de Samaniego. Ya estaba acordado que tendría plaza en el establecimiento. Aunque sus ausencias eran seguras, ambos criminales determinaron poner el nido más lejos. En tanto, Patricia hacía lo que le daba la gana. Las disposiciones de Fortunata y aun de la misma Doña Lupe eran letra muerta. Robaba descaradamente, y su ama no se atrevía a reprenderla. Santa Cruz, que era el autor de todo aquel fregado, no sabía cómo arreglarlo, cuando su amiga le consultaba. El plan más prudente era tomar otro cuarto y despedir luego a Patricia, dándole una buena propina para que se callara.
Algunos días el Delfín ofrecía regalos y dinero a su amante; pero esta no quería tomar nada. Se le había encajado en la cabeza una manía estrambótica, de que ambos se reían mucho, cuando ella la contaba. Pues la manía era que Juanito
no debía
ser rico. Para que las cosas fueran en regla,
debía
ser pobre, y entonces ella trabajaría
como una negra
para mantenerle.
—Si tú hubieras sido albañil, carpintero o, pongo por caso, celador del resguardo, otro gallo me cantara.
—Vaya por dónde te ha dado ahora.
—Y nada más.
No había medio de quitarle de la cabeza aquella corrección de las obras de la Providencia.
—En resumidas cuentas —le decía él—, eres una inocentona. Pero, di, ¿no te gusta el lujo?
—Cuando no estoy contigo, me gusta algo, no mucho. Nunca me he chiflado por los trapos. Pero cuando te tengo, lo mismo me da oro que cobre; seda y percal todo es lo mismo.
—Háblame con franqueza. ¿No necesitas nada?
—Nada; me lo puedes creer.
—¿Ese alma de Dios te da todo lo que necesitas?
—Todo; me lo puedes creer.
—Quiero regalarte un vestido.
—No me lo pondré.
—Y un sombrero.
—Lo convertiré en espuerta.
—¿Has hecho voto de pobreza?
—Yo no he hecho voto de nada. Te quiero porque te quiero, y no sé más.
«Nada, enteramente primitiva —pensaba el Delfín, el bloque del pueblo, al cual se han de ir a buscar los sentimientos que la civilización deja perder por refinarlos demasiado».
Un día hablaban de Maximiliano.
—¡Infeliz chico! —decía Fortunata—, el odio que le he tomado, no es odio verdadero sino lástima. Siempre me fue muy antipático. Me dejé meter en las Micaelas y me dejé casar... ¿Sabes tú cómo fue todo eso?, pues como lo que cuentan de que
manetizan
a una persona y hacen de ella lo que quieren; lo mismito. Yo, cuando no se trata de querer, no tengo voluntad. Me traen y me llevan como una muñeca... Y ahora, créete que me entran remordimientos de engañar a ese pobre chico. Es un angelón sin pena ni gloria. Danme ganas a veces de desengañarle, y la verdad... Porque lo que es acariciarle, no puedo, se me resiste, no está en mi natural. Le pido a la Virgen que me dé fuerzas para cantar claro.
—¡A la Virgen!... ¿Pero tú crees?... —dijo Santa Cruz pasmado, pues tenía a Fortunata por heterodoxa.
—¿Pues no he de creer? Lo que me aconseja la Virgen siempre que le rezo con los ojos cerrados, es que te quiera mucho y me deje querer de ti... La tienes de tu parte, chiquillo... ¿De qué te espantas? Pues digo; yo le rezo a la Virgen y ella me protege, aunque yo sea mala. ¡Quién sabe lo que resultará de aquí, y si las cosas se volverán algún día lo que
deben
ser! Y si te hablo con franqueza, a veces dudo que yo sea mala... sí, tengo mis dudas. Puede que no lo sea. La conciencia se me vuelve ahora para aquí, después para allá; estoy dudando siempre, y al fin me hago este cargo:
querer a quien se quiere no puede ser cosa mala
.
—Oye una cosa —dijo el Delfín, que se recreaba en las singularísimas nociones de aquel espíritu—. ¿Y si tu marido descubriera esto y me quisiera matar?
—¡Ay! No me lo digas... Ni en broma me lo digas. Me tiraba a él como una leona y le destrozaba... ¿Ves cómo se coge un langostino y se le arrancan las patas, y se le retuerce el corpacho y se le saca lo que tiene dentro?, pues así.
—Pero vamos a ver, nena: ¿No me guardas rencor por haberte abandonado, dejándote en la miseria, con tus
vísperas
de chiquillo y en poder de
Juárez el Negro
?
—Ningún rencor te guardo: Entonces estaba rabiosa. La rabia y la miseria me llevaron con
Juárez el Negro
. ¿Creerás lo que te voy a decir? Pues me fui con él por lo mucho que le aborrecía. Cosa rara, ¿verdad?... Y como no tenía un triste pedazo de pan que llevar a la boca, y él me lo daba, ahí tienes... Yo dije: «me vengaré yéndome con este animal». Cuando tuve a mi niño, me consolaba con él; pero luego se me murió; y cuando reventó Juárez, como yo me pensé que ya no me querías, dije: «pues ahora me vengaré siendo todo lo mala que pueda.
—¿Pero qué ideas tienes tú de las maneras de tomar venganza?
—No me preguntes nada... No sé... Vengarse es hacer lo que no se debe... lo más feo, lo más...
—¿Y de quién te vengas así, criatura?
—Pues de Dios, de... de qué sé yo... no me preguntes, porque para explicártelo, tendría que ser sabia como tú, y yo no sé jota, ni aprendo nada, aunque Doña Lupe y las monjas, frota que frota, me hayan sacado algún lustre... enseñándome a no decir tanto disparate.
Santa Cruz estuvo un gran rato pensativo.
Un día hablaron también de Jacinta... No gustaba Juan que la conversación fuese llevada a este terreno; pero Fortunata, siempre que tenía ocasión, íbase a él derecha. A sus preguntas, contestaba el otro evasivamente.
—Mira, nena, deja a mi mujer en su casa.
—Pues asegúrame que no la quieres.
—La quiero, sí... ¿A qué engañarte?... Pero de una manera muy distinta que a ti. Le guardo todas las consideraciones que ella se merece, porque... no puedes figurarte lo buena que es.
Fortunata siguió inquiriendo con molesta curiosidad todo lo que quería saber respecto a la intimidad de los esposos; pero el otro se escurría gallardamente, dejando a salvo, hasta donde era posible en aquel criminal coloquio, la personalidad sagrada de su mujer.
—La pobrecilla —dijo al fin—, tiene una pasión que la domina, mejor dicho, una manía que la trae trastornada.
—¿Qué es?
—La manía de los hijos. Dios no quiere y ella se empeña en que sí. De la pena que le causa su esterilidad, se ha desmejorado, ha enflaquecido, y hace algún tiempo que se está llenando de canas. Es ya pasión de ánimo. ¿Te enteraste de lo que pasó? Pues le dieron el gran timo. Tu tío José Izquierdo, de compinche con otro loco, le hizo creer que un chiquillo de tres años que consigo tenía, era nuestro Juanín. Mi mujer perdió la chaveta, quiso adoptarlo y nada menos que llevárnoslo a casa. Por pronto que se descubrió el enredo, no se pudo evitar que tu tío le estafase seis mil reales.
—
Tié
gracia. Ya sabía yo esa historia. El niño ese debe de ser el de Nicolasa, la entenada del tío Pepe. Nació seis días después que el nuestro, y era hijo de uno que encendía los faroles del gas... Pero no comprendo una cosa. A mí me parece que tu mujer debía de querer a ese nene por creerlo tuyo y aborrecerlo por ser de otra madre. Yo juzgo por mí.
—Calla, tonta, mi mujer se vuelve loca por todos los niños del universo, sean de quien fueren. Y al supuesto Juanín, bastara que le tuviera por mío, para que le adorara. Ella es así; si no tienes tú idea de lo buena que es. ¡Pues si pariera...! Santo Cristo, no quiero pensarlo. De seguro perdía el juicio, y nos lo hacía perder a todos. Querría a mi hijo más que a mí y más que al mundo entero.
Quedose Fortunata, al oír esto, risueña y pensativa. ¿Qué estaba tramando aquella cabeza llena de extravagancias? Pues esto:
—Escucha, nenito de mi vida, lo que se me ha ocurrido. Una gran idea; verás. Le voy a proponer un trato a tu mujer. ¿Dirá que sí?
—Veamos lo que es.
—Muy sencillo. A ver qué te parece. Yo le cedo a ella un hijo tuyo y ella me cede a mí su marido. Total, cambiar un nene chico por el nene grande.
El Delfín se rió de aquel singular convenio, expresado con cierto donaire.
—¿Dirá que sí?... ¿Qué crees tú? —preguntó Fortunata con la mayor buena fe, pasando luego de la candidez al entusiasmo para decir—: Pues mira, tú te reirás todo lo que quieras; pero esto es una gran idea.
El ilustrado joven se zambulló en un mar de meditaciones.
L
as visitas a la casa de Cirila prosiguieron durante dos semanas; pero bien se demostró en la práctica que aquello no podía seguir, y tomaron otro cuarto. Patricia se había hecho insoportable, y Doña Lupe, descolgándose en la casa a horas intempestivas, llevada de su afán de mangonear, dificultaba las escapatorias de su sobrina. En tanto, Fortunata no trataba a Maximiliano desconsideradamente; pero su frialdad sería capaz de helar el fuego mismo. Habría preferido él mil veces que su mujer le tirase los trastos a la cabeza, a que le tratara con aquella cortesía desdeñosa y glacial. Rarísima vez se daba el caso de que ella le hiciese una caricia; para obtenerla, tenía Maxi que echarle memoriales, y lo que lograba era como limosna. Es que Fortunata no servía para cortesana, y sus fingimientos eran tan torpes que daba lástima verla fingir.
El joven farmacéutico tenía momentos de horrible tristeza, y cavilaba mucho. De tal estado pasó a la observación, desarrollándosele esta facultad de un modo pasmoso. Siempre que estaba en casa, no quitaba los ojos de su mujer, estudiándole los movimientos, las miradas, los pasos y hasta el respirar. Cuando comían, le examinaba la manera de comer; cuando estaban en el lecho, la manera de dormir.
Fortunata no le miraba nunca. Este hecho, cuidadosamente observado, produjo en el infeliz muchacho indecible melancolía. ¡Haber comprado aquellos ojos con su mano, su honra y su nombre para que se empleasen en mirar a una silla antes que en mirarle a él! Esto era tremendo, pero tremendo, y cierto día agitó su alma un furor insano; mas no quiso manifestarlo, y lo desahogó a solas mordiéndose los puños.
—¿Por qué no me miras? —le preguntó una noche, con semblante ceñudo.
—Porque...
No dijo más; se comió el resto de la frase. Dios sabe lo que iba a decir.
Bebía los vientos el desgraciado chico por hacerse querer, inventando cuantas sutilezas da de sí la manía o enfermedad de amor. Indagaba con febril examen las causas recónditas del agradar, y no pudiendo conseguir cosa de provecho en el terreno físico, escudriñaba el mundo moral para pedirle su remedio. Imaginó enamorar a su esposa por medios espirituales. Hallábase dispuesto, él que ya era bueno, a ser santo, y hacía estudio de lo que a su mujer le era grato en el orden del sentimiento para realizarlo como pudiera. Gustaba ella de dar limosna a cuantos pobres encontrase; pues él daría más, mucho más. Ella solía admirar los casos de abnegación; pues él se buscaría una coyuntura de ser heroico. A ella le agradaba el trabajo; pues él se mataría a trabajar. De este modo devastaba el infeliz su alma, arrancando todo lo bueno, noble y hermoso para ofrecérselo a la ingrata, como quien tala un jardín para ofrecer en un solo ramo todas las flores posibles.