Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—Eso...
—¿Eso qué?... ¡Vaya con la muy...! Y me lo dice así, con ese cinismo.
Fortunata no sabía lo que quiere decir cinismo, y se calló.
—Todo induce a creer que usted se prepara a reincidir, y que no hay quien le quite de la cabeza esa maldita ilusión.
El gran suspiro que dio la otra confirmó esta suposición mejor que las palabras.
—De modo que, aun viéndose perdida y deshonrada por ese miserable, todavía le quiere usted. Buen provecho le haga.
—No lo puedo remediar. Ello está
entre
mí y no puedo vencerlo.
—Ya... La historia de siempre. Si me la sé de memoria... Que quieren sólo a aquel y no pueden desterrarlo del pensamiento, y que patatín y que patatán... En fin, todo ello no es más que falta de conciencia, podredumbre del corazón, subterfugios del pecado. ¡Ay, qué mujeres! Saben que es preciso vencer y desarraigar las pasiones; pues no señor, siempre aferradas a la ilusioncita... Tijeretas han de ser... En resumidas cuentas, que usted no quiere salvarse. La pusimos en el camino de la regeneración, y le ha faltado tiempo para echarse por los senderos de la cabra. ¡Al monte, hija, al monte! Bueno; allá se entenderá usted con Dios. Ya me estoy riendo del chasco que se va usted a llevar. Porque ahora, como si lo viera, se lanzará otra vez a la vida libre. Divertirse... ¡ea!... Por de pronto habrá un arreglito, y ese tunante le dará alguna protección; tendrá usted casa en que vivir... Y ahora que me acuerdo, ¿ese hombre es casado?
—Sí, señor —dijo Fortunata con pena.
—¡Ave María Purísima! —exclamó el cura llevándose ambas manos a la cabeza—. ¡Qué horror y qué sociedad! Otra víctima; la esposa de ese señor... Y usted tan fresca, sembrando muertes y exterminios por donde quiera que va...
Esta frase de sermón aterró un poco a Fortunata.
—Tendrá usted su castigo y pronto. La historia de siempre... ¡Qué mujeres, Señor, qué mujeres! Váyase usted a correr aventuras, deshonre a su marido, perturbe dos matrimonios; ya vendrá, ya vendrá el estallido. No le arriendo la ganancia. El amancebamiento ahora, después la prostitución, el abismo. Sí, ahí lo tiene usted, mírelo abierto ya, con su boca negra, más fea que la boca de un dragón. Y no hay remedio, a él va usted de cabeza... porque ese hombre la abandonará a usted... Son habas contadas.
Fortunata tenía la cabeza próxima a las rodillas. Estaba hecha un ovillo, y sus sollozos declaraban la agitación de su alma.
—¡Ah, mujer infeliz! —añadió el clérigo con solemnidad, levantándose—; no sólo es usted una bribona, sino una idiota. Todas las enamoradas lo son porque se les seca el entendimiento. Las saca uno del purgatorio del deleite y allá se van otra vez. Tú te lo quieres, pues tú te lo ten. En el Infierno le ajustarán a usted las cuentas. Váyase usted luego allá con sofismas y con zalamerías de amor... Esto se acabó. Ni yo tengo que hacer nada con usted, ni usted tiene nada que hacer en esta casa. Cuenta concluida. Al arroyo, hija; divertirse; usted sale de aquí, y cuando se vaya, sahumaremos, sí, sahumaremos... Perfec... tamente.
Esto lo dijo en la puerta y luego se retiró sin añadir una palabra más. Doña Lupe le aguardaba en la sala para saber si había sido más afortunado que ella en la averiguación de la verdad, y allí se estuvieron picoteando un buen rato. Después oyeron ruido, sintieron la voz de Fortunata que hablaba quedito con Patricia, diciéndole quizás cómo y cuándo mandaría a buscar su ropa. Tía y sobrino asomáronse luego a los cristales del balcón y la vieron atravesar la calle presurosa, y doblar la esquina sin dirigir una mirada a la casa que abandonaba para siempre.
Nicolás repetía una figura de que estaba satisfecho: «Zahumar, zahumar y zahumar». Y a propósito de espliego, a él, físicamente, tampoco le vendría mal... Esto sin ofender a nadie.
FIN DE LA PARTE SEGUNDA
Madrid.—Mayo de 1886.
Costumbres turcas
J
uan Pablo Rubín no podía vivir sin pasarse la mitad de las horas del día o casi todas ellas en el café. Amoldada su naturaleza a este género de vida, habríase tenido por infeliz si el trabajo o las ocupaciones le obligaran a vivir de otro modo. Era un asesino implacable y reincidente del tiempo, y el único goce de su alma consistía en ver cómo expiraban las horas dando boqueadas, y cómo iban cayendo los periodos de fastidio para no volver a levantarse más. Iba al café al medio día, después de almorzar, y se estaba hasta las cuatro o las cinco. Volvía después de comer, sobre las ocho, y no se retiraba hasta más de media noche o hasta la madrugada, según los casos. Como sus amigos no eran tan constantes, pasaba algunos ratos solo, meditando en problemas graves de política religión o filosofía, contemplando con incierto y soñoliento mirar las escayolas de la escocia, las pinturas ahumadas del techo, los fustes de hierro y las mediascañas doradas. Aquel recinto y aquella atmósfera éranle tan necesarios a la vida, por efecto de la costumbre, que sólo allí se sentía en la plenitud de sus facultades. Hasta la memoria le faltaba fuera del café, y como a veces se olvidara súbitamente en la calle de nombres o de hechos importantes, no se impacientaba por recordar, y decía muy tranquilo: «En el café me acordaré». En efecto, apenas tomaba asiento en el diván, la influencia estimulante del local dejábase sentir en su organismo. Heridos el olfato y la vista, pronto se iban despertando las facultades espirituales, la memoria se le refrescaba y el entendimiento se le desentumecía. Proporcionábale el café las sensaciones íntimas que son propias del hogar doméstico, y al entrar le sonreían todos los objetos, como si fueran suyos. Las personas que allí viera constantemente, los mozos y el encargado, ciertos parroquianos fijos, se le representaban como unidos estrechamente a él por lazos de familia. Hasta con la jorobadita que vendía en la puerta fósforos y periódicos tenía cierto parentesco espiritual.
Pero aunque Juan Pablo se encariñaba de este modo con el local, había cambiado de café bastantes veces en el espacio de cinco años. Equivalía esto a mudar de vivienda, y como todos los cafés de Madrid se parecen, lo mismo que se parecen las casas, Juan Pablo llevaba en sí propio su domesticidad, y a los dos días de frecuentar un café, ya se encontraba en él como en familia. Los cambios eran determinados por ciertas corrientes de emigración que hay en la sociedad de los vagos y que no se sabe a qué obedecen. Unas veces el impulso partía de algunos amigos inconstantes, tocados de la manía de la variedad; otras la emigración era motivada por una cuestión muy desagradable con
aquel señor de la mesa próxima
. Ya provenía de que el amo del café
se portó cochinamente
cobrando a la tertulia unas copas, que se habían roto al discutir las verdaderas causas de la muerte de Concha en Montemuru; ya, por fin, de un desmejoramiento progresivo e intolerable del
género
, razón por la cual desearan muchos estrenar los establecimientos nuevos o renovados. Juan Pablo no gustaba de iniciar ninguna corriente de emigración; pero las seguía casi siempre. En estas corrientes es fácil que se pierda alguno de la partida, o por rebelde a las mudanzas o porque las deudas le cautivan en el antiguo local y allí le hipotecan la asistencia, pero en cambio siempre se gana algún tertulio nuevo que viene a refrescar las ideas y las bromas.
Quien se hubiera tomado el trabajo de seguir los pasos de Rubín desde el 69 al 74, le habría visto parroquiano del café de San Antonio en la Corredera de San Pablo, después del Suizo Nuevo, luego de Platerías, del Siglo y de Levante; le vería, en cierta ocasión, prefiriendo los cafés cantantes y en otra abominando de ellos; concurriendo al de Gallo o al de la Concepción Jerónima cuando quería hacerse el invisible, y por fin, sentar sus reales en uno de los más concurridos y bulliciosos de la Puerta del Sol.
Al medio día era siempre de los retrasados, porque se levantaba tarde; por la noche era infaliblemente el primero. Rara vez, al entrar, encontraba ya allí a Don Evaristo González Feijoo o a Leopoldo Montes. La tertulia de la noche tenía su personal distinto de la del día, y eran pocos los que asistían a una y otra. Sólo Rubín era punto fijo en ambas. La peña aquella ocupaba tres mesas, y antes de que los parroquianos llegaran, el mozo les ponía a todos el servicio. Juan Pablo entraba a las ocho, cuando aún no había en el local más que tres o cuatro personas, y los mozos estaban de conversación sentados junto al mostrador. En este, el amo o encargado preparaba los servicios, poniendo pilas de platillos de azúcar. Cada instante se abría la puerta de cristales para dar paso a algún parroquiano (que entraba quitándose la bufanda o desembozándose), y luego se cerraba con fuerte batacazo, para volverse a abrir en seguida con estridente chirrido de goznes mohosos. Era un estribillo abrumador...
Chirris
... entrada del individuo con su puro de estanco en la boca... después
pum
y otra vez
chirris
...
El amo saludaba desde el mostrador a algún parroquiano que le caía cerca. Los más gustaban de que se les sirviera el café sin ninguna tardanza, y daban palmadas si el chico no venía pronto. Juan Pablo entraba despacio y muy serio, como hombre que va a cumplir una obligación sagrada. Dirigía el paso gravemente hacia las mesas de la derecha y se sentaba siempre en el propio sitio con matemática exactitud. El mozo le saludaba en el momento de dar un restregón con el paño a la mesa, y él, contestando con cierta dignidad, frotábase las manos, se acomodaba bien en el asiento, conservando la capa sobre los hombros; después acercaba el vaso, poniendo a la derecha, a la discreta distancia a que se pone el tintero para escribir, el platillo del azúcar, y luego atendía a la operación de verter en el vaso la leche y el café, poniendo mucho cuidado en que las proporciones de ambos líquidos fueran convenientes y en que el vaso se llenara sin rebosar. Esto era elemental. Después cogía la cuchara con la mano izquierda y con la derecha iba echando pausadamente los terrones, dirigiendo miradas indulgentes a todo el local y a las personas que entraban. Como veterano del café sabía tomarlo con aquella lentitud y arte que corresponden a todo acto importante.
Imposible que la historia siga a este hombre en todos sus periodos cafeteros. Pero no se puede pasar en silencio la etapa aquella de la Puerta del Sol, en que Rubín tenía por tertulios y amigos a Don Evaristo González Feijoo, a Don Basilio Andrés de la Caña; a Melchor de Relimpio y a Leopoldo Montes, personas todas muy dadas a la política, y que hablaban del país como de cosa propia. Teniendo todos la misma manía, cada cual cultivaba una especialidad, pues Leopoldo Montes llevaba un día y otro infaliblemente, noticias de crisis; Don Basilio descendía siempre a menudencias de personal; Relimpio era procaz y malicioso en sus juicios; Rubín descollaba por suponerse que todo lo sabía y que se anticipaba a los sucesos
viéndolos venir
, y por último, Feijoo era profundamente escéptico, y tomaba a broma todas las cosas de la política.
Allí brillaba espléndidamente esa fraternidad española en cuyo seno se dan mano de amigo el carlista y el republicano, el progresista de cabeza dura y el moderado implacable. Antiguamente, los partidos separados en público, estábanlo también en las relaciones privadas; pero el progreso de las costumbres trajo primero cierta suavidad en las relaciones personales, y por fin la suavidad se trocó en blandura. Algunos creen que hemos pasado de un extremado mal a otro, sin detenernos en el medio conveniente, y ven en esta fraternidad una relajación de los caracteres. Esto de que todo el mundo sea amigo particular de todo el mundo es síntoma de que las ideas van siendo tan sólo un pretexto para conquistar o defender el pan. Existe una confabulación tácita (no tan escondida que no se encuentre a poco que se rasque en los políticos), por la cual se establece el turno en el dominio. En esto consiste que no hay aspiración, por extraviada que sea, que no se tenga por probable; en esto consiste la inseguridad, única cosa que es constante entre nosotros, la ayuda masónica que se prestan todos los partidos desde el clerical al anarquista, lo mismo dándose una credencial vergonzante en tiempo de paces, que otorgándose perdones e indultos en las guerras y revoluciones. Hay algo de seguros mutuos contra el castigo, razón por la cual se miran los hechos de fuerza como la cosa más natural del mundo. La moral política es como una capa con tantos remiendos, que no se sabe ya cuál es el paño primitivo.
Hablando de esto, Feijoo y Rubín achacaban la relajación de los caracteres a los desengaños.
—Yo —decía Feijoo—, soy progresista desengañado, y usted tradicionalista arrepentido. Tenemos algo de común: el creer que todo esto es una comedia y que sólo se trata de saber a quién le toca mamar y a quién no.
D
on Evaristo González Feijoo merece algo más que una mención en este relato. Era hombre de edad, solterón, y vivía desahogadamente de sus rentas y de su retiro de coronel del ejército. A poco de la guerra de África, abandonó el servicio activo. Era el único individuo de la tertulia que no tenía trampas ni apuros de dinero. Su existencia plácida y ordenada, reflejábase en su persona pulcra, robusta y simpática. Su facha denunciaba su profesión militar y su natural hidalgo; tenía bigote blanco y marcial arrogancia, continente reposado, ojos vivos, sonrisa entre picaresca y bondadosa; vestía con mucho esmero y limpieza, y su palabra era sumamente instructiva, porque había viajado y servido en Cuba y en Filipinas; había tenido muchas aventuras y visto muchas y muy extrañas cosas. No se alteraba cuando oía expresar las ideas más exageradas y disolventes. Lo mismo al partidario de la inquisición que al petrolero más rabioso, les escuchaba Feijoo con frialdad benévola. Era indulgente con los entusiasmos, sin duda porque él también los había
padecido
. Cuando alguno se expresaba ante él con fe y calor, oíale con la paciencia compasiva con que se oye a los locos. También él había sido loco; pero ya había recobrado la razón, y la razón en política era, según él, la ausencia completa de fe.
En las tertulias de los cafés hay siempre dos categorías de individuos, una es la de los que ponen la broza en la conversación, llevando noticias absurdas o diciendo bromas groseras sobre personas y cosas; otra es la de los que dan la última palabra sobre lo que se debate, soltando un juicio doctoral y reduciendo a su verdadero valor las bromas y los dicharachos. Donde quiera que hay hombres, hay autoridad, y estas autoridades de café, definiendo a veces, a veces profetizando y siempre influyendo, por la sensatez aparente de sus juicios, sobre la vulgar multitud, constituyen una especie de opinión, que suele traslucirse a la prensa, allí donde no existe otra de mejor ley.