Fortunata y Jacinta (80 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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La ira se le desbordaba, y para contenerla volvió a la alcoba. Su mente acalorada revolvía estas ideas: «Salió lo que yo me temía... Si lo dije, si esta mujer nos había de dar al fin un disgusto... ¡Ay, qué ojo tengo! A mí no me entraba, no me entraba; y siempre lo dije: «ni con Micaelas ni sin Micaelas, podremos hacer de una mujer mala una esposa decente». Ahí está, ahí está, ahí la tienen. Vean si acerté; vean si eran preocupaciones mías...».

Lo que más ensoberbecía a Doña Lupe era el chasco que se había llevado, pues aunque dijera otra cosa, ello es que había creído a Fortunata radicalmente reformada. No pudo contener su arranque, y volvió a la sala.

—Pero se explica usted, ¿sí o no?...

Reparó entonces que hablaba con una sombra. Fortunata no estaba allí. Salió Doña Lupe al pasillo, y vio luz en un cuartito interior, donde la mujer de Maxi guardaba su ropa. Empujó la puerta. Allí estaba, ya sin mantilla, sacando ropa del armario y metiéndola en un mundo.

—¿Pero querrá usted al fin sacarme de dudas? —dijo sin recatarse ya de alzar la voz—. Esto es vergonzoso. Si usted se obstina en callarse, creeré que la causante de toda esta tragedia es usted y nada más que usted.

Fortunata se volvió hacia ella. Su palidez era como la de un muerto.

—Vamos a ver —añadió la de Jáuregui manoteando—. Si mi sobrino me vuelve a preguntar si ha entrado usted, ¿qué le digo?

—Dígale usted —replicó la esposa en voz más baja y expresándose con mucha dificultad—; dígale usted que no he venido, porque me marcharé en cuanto sea de día.

—Yo no entiendo una palabra... ¡Qué ha pasado, Santo Dios!... ¿Quién maltrató a Maxi?

Fortunata dio un gran suspiro.

—¡Qué farsa! Voy a dar parte a la justicia. Veremos si al juez le contesta de esa manera. Que usted es culpable, bien a la vista está. Si no, ¿por qué se marcha usted?

—Porque me debo ir —replicó la otra mirando al suelo.

No dijo más. Fuera de sí, Doña Lupe le echó la zarpa a un brazo y sacudiéndola fuertemente, le soltó esta imprecación:

—¡Ah!, maldita... Bien claro se ve que es usted una bribona... una bribona en toda la extensión de la palabra... que lo ha sido siempre y lo será mientras viva... A todos engañó usted menos a mí... a mí no... Yo la vi venir.

Abrumada por su conciencia, Fortunata no pudo contestar nada. Si Doña Lupe se hubiera abalanzado a ella para pegarle, se habría dejado castigar.

—Hace usted bien en largarse —añadió la otra ya en la puerta—. No seré yo quien la detenga... Viento fresco. ¡Qué casa esta y qué matrimonio! Nada me coge de nuevo... porque, lo repito, a todos engañó usted menos a mí.

Y era mentira, porque la primera engañada fue ella. ¡Valiente fiasco habían tenido sus facultades educatrices! La idea de este fracaso encendía su furor más que el delito mismo que en su sobrina sospechaba.

Volviendo a la sala, apoderose de la señora de Jáuregui el frenesí de las disposiciones. La primera fue que se quedaría allí aquella noche. Después mandó a Patricia a su casa con un recado, llamando a Nicolás, que aquel día había llegado de Toledo.

—Que venga mi sobrino inmediatamente, y si está durmiendo, encargue usted a Papitos que le despierte.

Fortunata seguía en el cuarto de la ropa; mas adelantaba muy poco en el arreglo de su equipaje, porque a lo mejor se quedaba inmóvil, sentada sobre un baúl, mirando al suelo o a la vela, que ardía con pábilo muy larguilucho y negro, chorreando goterones de grasa. Desde que empezó a faltar, no había sentido remordimientos como los de aquella noche. El espectro de su maldad no había hecho antes más que presentarse como en broma, y érale a ella muy fácil espantarlo; pero ya no acontecía lo mismo. El espectro venía y se sentaba con ella y con ella se levantaba; cuando se ponía a guardar ropa, la ayudaba; al suspirar, suspiraba; los ojos de ella eran los de él, y, en fin, la persona de ambos parecía una misma persona. Y la atormentaban, juntamente con los revuelcos de su conciencia, ansias de amor, deseos vivísimos de normalizar su vida dentro de la pasión que la dominaba. Acordose de que su amante le había ofrecido ponerle casa, y establecer entre ambos una familiaridad regular dentro de la irregularidad. ¿Pero esto podría ser? Las ansias amorosas se cruzaban en su espíritu con temores vagos, y al fin venía a considerarse la persona más desgraciada del mundo, no por culpa suya, sino por disposición superior, por aquella mecánica espiritual que la empujaba de un modo irresistible. No pensó en dormir aquella noche, y anhelaba que viniese el día para marcharse, porque el sentir la voz doliente de su marido producíale atroz martirio. Habría dado diez años de su vida porque lo que pasó no hubiera pasado. Pero ya que no lo podía remediar, ¡ojalá que las heridas de Maxi fuesen de poca importancia! Después de esto, su más vivo deseo era coger la puerta y huir para siempre de la casa aquella. Antes morir que continuar la farsa de un matrimonio imposible.

De estas meditaciones la sacó Doña Lupe, que después de media noche volvió a entrar en el cuarto. Envolvíase toda en una manta, lo que le daba cierto aspecto temeroso y lúgubre como de alma del otro mundo.

—Al pobre Maxi —dijo— le da ahora por llorar... No cesa de preguntarme si ha venido usted... Francamente, no sé qué responderle.

—Dígale usted que me he muerto —replicó Fortunata.

—Y positivamente sería lo mejor... ¿Ha arreglado usted ya sus baúles?

—Me falta poco... Mire, mire... no me llevo nada que no sea mío.

—¿Y sus alhajas? —preguntó la viuda que custodiaba en su casa las de más valor.

—¿Mis alhajas? —observó la otra vacilando primero y asegurándose al fin—. No son mías. Son de él, de Maxi, que las desempeñó. Se las dejo todas.

—¿De modo que no se lleva usted más que su ropa?

—Nada más. Hasta el portamonedas, con el último dinero que me dio, lo dejo aquí sobre la cómoda. Véalo usted.

Cogió la prudente señora el portamonedas que estaba aún bien repleto y se lo guardó.

—12—

H
ay motivos para creer que cuando Papitos entró a media noche en el cuarto de Nicolás Rubín y le dijo sacudiéndole fuertemente: «Señor, señor, su tía que vaya allá ahora mismo», el santo varón soltó un bramido y dio media vuelta volviendo a caer en profundo sueño. Es probable que a la segunda acometida de Papitos, el clérigo se desperezara, y que ahuyentase a la mona con otro fuerte berrido, agasajando en su empañado cerebro la idea de que su tía debía esperar hasta la mañana siguiente. Y el fundamento de estas apreciaciones es que Nicolás no se presentó en la casa de su hermano Maxi hasta las siete dadas. Tanta pachorra sacaba de quicio a Doña Lupe, que poniendo el grito en el Cielo, decía:

—Estoy destinada a ser la víctima de estos tres idiotas... Cada uno por su lado me consumen la vida, y entre los tres juntos van a acabar conmigo... ¡Qué familia, Señor, qué familia! Si me viera mi Jáuregui, otro gallo me cantara. ¡Pero hombre de Dios, vaya que tienes una calma! No sé cómo con ella y lo que comes no estás más gordo... Te llamo a las once de la noche y esta es la hora en que te descuelgas por aquí... ¿Tú sabes lo que pasa?

Esto lo decía en la sala, al ver entrar a Nicolás, cuyos ojos tenían aún señales evidentes de lo bien que había dormido. Al sentir el coloquio, salió la pecadora de su escondite, y acercándose a la puerta de la sala trató de escuchar. Pero tía y sobrino siguieron hablando muy bajito, y nada pudo percibir. Después el clérigo, a instancias de su tía, salió al pasillo, y Fortunata metiose rápidamente en su escondite para esperarle allí.

El cuarto aquel estaba casi completamente a oscuras en las primeras horas del día. Los que entraban no veían a quien dentro estuviera. La vela, que ardió gran parte de la noche, se había consumido. Desde dentro, vio Fortunata al cura, sombra negra en el cuadro luminoso de la puerta, y esperó a que entrase o a que dijese algo. Como el que recela penetrar en la madriguera de una bestia feroz, Nicolás permaneció en la puerta, y desde ella lanzó en medio de la oscuridad estas palabras:

—Mujer, ¿está usted aquí?... No veo nada.

—Aquí estoy, sí señor —murmuró ella.

—Mi tía —añadió el clérigo—, me ha contado los horrores de esta noche... Mi hermano maltratado, herido; usted entrando en casa a deshora, y entrando para recoger su ropa y marcharse, rompiendo la armonía conyugal y dejándonos a todos en la mayor confusión. ¿Me querrá usted explicar a mí este turris—burris?

—Sí señor —replicó la voz con miedo y turbación indecibles.

—¿Y si ha tenido usted parte en esta infamia?

—Yo... en lo de los golpes no he tenido parte —apuntó con rápida frase la voz.

—Vamos a cuentas —dijo el clérigo avanzando un poco, precedido de sus manos que palpaban en las tinieblas—. Hace algunos días... lo he sabido ayer por casualidad... mi hermano sospechaba que usted no le era fiel; esta es la cosa. ¿Tenía fundamento esta sospecha?

La voz no dijo nada, y hubo un ratito de temerosa expectativa.

—¿Pero no contesta usted? —interrogó Nicolás con acento airado—. ¿Por quién me toma? Hágase usted cargo de que está en el confesonario. No hago la pregunta como persona de la familia ni como juez, sino como sacerdote. ¿Tenía fundamento la sospecha?

Después de otro ratito, que al cura se le hizo más largo que el primero, la voz respondió tenuemente:

—Sí señor.

—Ya veo —afirmó Rubín con ira—, que nos ha engañado usted a todos, a mí el primero, a las señoras Micaelas, a mi amigo Pintado y a toda mi familia después. Es usted indigna de ser nuestra hermana. Vea usted qué bonito papel hemos hecho. ¡Y yo que respondí...! En mi vida me ha pasado otra. La tuve a usted por extraviada, no por corrompida, y ahora veo que es usted lo que se llama un monstruo.

Dio entonces un paso más, cerrando un poco la puerta, y tentó la pared por si hallaba silla o banco en qué sentarse.

—Hablando en plata, usted no quiere a mi hermano... Ábrete, conciencia.

—No señor —dijo la voz prontamente y sin hacer ningún esfuerzo.

—No le ha querido nunca... ésta es la cosa.

—No señor.

—Pero usted me dijo que esperaba tomarle cariño conforme le fuera tratando.

—Sí lo dije.

—Pero no ha resultado... No ha resultado. ¡Chasco como este...! Se dan casos... De modo que nada.

—Nada.

—¡Perfectamente! Pero usted olvida que es casada y que Dios le manda querer a su marido, y si no le quiere, serle fiel de cuerpo y de pensamiento. ¡Bonita plancha, sí señor, bonita!... En mi vida me ha pasado otra. Y usted, pisoteando el honor y la ley de Dios, se ha prendado de cualquier pelagatos... ya se ve: su pasado licencioso le envenena el alma, y la purificación fue una pamema. ¡No haber visto esto, Señor, no haberlo visto!

Estaba tan furioso el cura por lo mal que le había salido aquella compostura, y su amor propio de arreglador padecía tanto, que no pudo menos de desahogar su despecho con estas coléricas razones:

—Pues sépase usted que está condenada, y no le dé vueltas: condenada.

No se sabe si este procedimiento del terror hizo su efecto, porque Fortunata no contestó nada. La expresión de sus sentimientos acerca del tremendo anatema perdiose en la oscuridad de aquella caverna.

—Al menos, desdichada, confiese usted su delito —dijo Rubín, que deslizándose en las tinieblas había encontrado un cajón en que sentarse—. No me oculte usted nada. ¿Cuántas veces, cuántas veces ha faltado usted a su marido?

La contestación tardaba. Nicolás repitió la pregunta hasta tres veces suavizando el tono, y al fin oyó un susurro que decía:

—Muchas.

Cuenta el padre Rubín que aquel
muchas
le dio escalofríos, y que le pareció el rumorcillo que hacen las correderas cuando en tropel se escurren por las paredes.

—¿Con cuántos hombres?

—Con uno solo...

—¡Con uno sólo!... ¿De veras? ¿Le conoció usted después de casada?

—No señor. Le conozco hace mucho tiempo... le he querido siempre.

—¡Ah! ya... la historia vieja... perfectamente —dijo el cura, cuyo amor propio se erguía al encontrar un medio de aparecer previsor—. Eso ya me lo temía yo. ¡El amorcito primero...! ¿No lo dije, no se lo dije a usted? Por ahí está el peligro. He visto muchos casos. Bueno. ¿Y ese pelafustán es el de marras?

Fortunata contestó que sí, sin comprender lo que quería decir de marras.

—Y ése ha sido el miserable que abusando de su fuerza maltrató al pobre Maxi, débil y enfermizo... ¡Ay, mundo amargo!

—Él fue... pero Maxi le provocó... —dijo la voz—. Esas cosas vienen sin saber cómo... Yo lo presencié desde la ventana.

—¿Desde qué ventana?

—De la casa aquella.

—¿Casita tenemos?... Sí... sí, lo de siempre. Lo había previsto yo. No crea usted que me coge de nuevo. ¡Casita y todo!... ¡Cuánta infamia! ¿Y no siente usted remordimientos? Cualquier persona que tuviera alma estaría en tal caso llena de tribulación... pero usted tan fresca.

—Yo lo siento... lo siento... Quisiera que eso no hubiera pasado.

—Eso, que no hubiera pasado el lance, para continuar pecando a la calladita. Y siga el fandango. También esta clase de perversidad me la sé de memoria.

Fortunata se calló. Fuera que los ojos del clérigo se acostumbraran a la oscuridad, fuera que entrase en el cuarto más luz, ello es que Nicolás empezó a distinguir a su hermana política, sentada sobre el baúl, con un pañuelo en la mano. A ratos se lo llevaba al rostro como para secar sus lágrimas. Cierto es que Fortunata lloraba; pero algunas veces la causa de la aproximación del pañuelo a la cara era la necesidad en que la joven se veía de resguardar su olfato del olor desagradable que las ropas negras y muy usadas del clérigo despedían.

—Esas lágrimas que usted derrama, ¿son de arrepentimiento sincero? ¡A saber...! Si usted se nos arrepintiera de verdad, pero de verdad, con contrición ardiente, todavía esto podría arreglarse. Pero sería preciso que se nos sometiera a pruebas rudas y concluyentes... esta es la cosa. ¿Volvería usted a las Micaelas?

—¡Oh! No, señor —replicó la pecadora con prontitud.

—Pues entonces, que se la lleve a usted el demonio —gritó el clérigo con gesto de menosprecio.

—Le diré a usted... Yo me arrepiento; pero...

—¡Qué peros ni qué manzanas!... —manifestó Rubín, manoteando con groseros modales—. Reniegue usted de su infame adulterio; reniegue también del hombre malo que la tiene endemoniada.

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