—Ya estaban sobrecargados —objetó Tung apenas ella estuvo lejos—. Van a volar como ladrillos con 233 a bordo. Y tardaremos más en cargarlos y descargarlos.
—Sí. Dios. —Miles dejó de dibujar números en el barro inútil—. Por favor, pasa los números al ordenador por mí, Ky. No confío en mí mismo. No sé si sabría sumar dos más dos en este momento. ¿Cuánto retraso llevaremos cuando llegue el cuerpo principal de cetagandanos? Lo más exacto que puedas, sin mentiras, por favor.
Tung murmuró en el equipo, recitó números, márgenes, cuentas de tiempo. Miles lo seguía detalle a detalle con gran intensidad. Tung terminó de repente.
—Al final de la primera ola, nos quedarán cinco transbordadores para descargar cuando nos ataquen.
Mil hombres y mujeres
…
—¿Puedo sugerir, señor, con todo respeto, que ha llegado el momento de cortar las pérdidas? —dijo Tung.
—Sí, comodoro.
—Opción número uno, de eficiencia máxima. Bajar sólo siete transbordadores en la última vuelta. Dejar las últimas cinco cargas de prisioneros en tierra. Los volverán a encerrar, pero por lo menos estarán vivos. —La voz de Tung adquirió un tono persuasivo en la última línea.
—Un sólo problema, Ky. Yo no quiero quedarme aquí.
—Todavía puedes subir en el último transbordador, tal como prometiste. Y a propósito, ¿te he dicho ya que creo que esa decisión fue la mayor estupidez que haya oído en los últimos tiempos?
—De manera muy elocuente, con las cejas, hace un rato. Y aunque me inclino a estar de acuerdo contigo, ¿has notado la forma en que me miran constantemente los prisioneros que quedan? ¿Nunca has visto un gato mirando a un saltamontes?
Tung se sacudió, inquieto y observó el fenómeno que Miles le describía.
—No me gusta la idea de matar a los últimos mil para poder poner el transbordador en el aire.
—Tal vez no se den cuenta de que no vienen más transbordadores hasta que estemos arriba.
—¿Entonces los dejamos aquí… esperándonos? —
Las ovejas levantan la vista, pero nadie las alimenta
…
—Correcto.
—¿Te gusta esa opción, Ky?
—Me da ganas de vomitar, pero… hay que considerar a los otros nueve mil. Y a la flota. La idea de tirarlos a todos a la basura en un esfuerzo destinado al fracaso en favor de estos… pecadores miserables tuyos me da todavía más ganas de vomitar. Nueve décimos de una carga es mucho mejor que nada.
—Entiendo. Pasemos a la opción dos, por favor. El vuelo para salir de la órbita está calculado según la velocidad de la nave más lenta, que es…
—Los cargueros.
—¿Y la más rápida sigue siendo el
Triunfo
?
—Claro que sí. —Tung la había capitaneado una vez.
—Y la mejor armada.
—Sí. ¿Y qué? —Tung veía perfectamente adónde lo llevaba Miles. Su aparente incomprensión era sólo una forma de resistirse.
—Los primeros siete transbordadores que suban en el último envío descargan en los cargueros y salen a tiempo. Hacemos volver a cinco de los pilotos de lucha del
Triunfo
, pero tiramos y destruimos las armas. Uno ya tiene daños, ¿verdad? Los últimos cinco de esos transbordadores de batalla se colocan junto al
Triunfo
y los protegemos del fuego de los cetagandanos con la armadura total de la nave. Ponemos a los prisioneros en los pasillos, cerramos los transbordadores y salimos disparados.
—La masa agregada de miles de personas…
—Sería menos que la masa de un par de los transbordadores de lucha. Si es necesario, destruimos también los transbordadores para entrar en la ventana de masa/ aceleración que necesitamos.
—Recargaría el sistema de mantenimiento de vida…
—El oxígeno de emergencia nos llevaría hasta el punto de salto. Después del salto, podemos distribuir a los prisioneros en otras naves, como nos convenga.
La voz de Tung se iba cargando de angustia.
—Esos transbordadores de combate son nuevos, los acabamos de estrenar. Y mis luchadores, cinco, ¿te das cuenta de lo difícil que será conseguir los fondos para reemplazarlos? Serían más o menos…
—Te he pedido que calcules el tiempo, Ky, no el costo —dijo Miles entre dientes. Agregó con más tranquilidad—: Los pondré en la cuenta de los servicios prestados.
—¿Alguna vez has oído la frase «costo excedido»? Seguramente… —Tung volvió su atención a su equipo, que era una extensión de la sala táctica del
Triunfo
. Se hicieron cálculos, se dieron instrucciones nuevas y se ejecutaron.
—Funciona —suspiró Tung—. Nos concede otros quince minutos a un precio altísimo. Si nada sale mal… —continuó en un murmullo frustrado, tan impaciente como Miles con su incapacidad para estar en tres lugares al mismo tiempo—. Ahí vuelve mi transbordador —agregó en voz alta. Miró a Miles, poco convencido de la idea de dejar a su almirante allí abajo librado a sus propios recursos, y obviamente encantado con la idea de salir de la lluvia ácida, la oscuridad y el barro y estar más cerca del centro nervioso de la operación.
—Fuera —dijo Miles—. De todos modos, no podemos ir juntos. Va contra las reglas.
—Reglas, bah —exclamó Tung, furioso.
Con la salida de la tercera tanda de transbordadores, quedaron apenas dos mil prisioneros en tierra. Las cosas se hacían cada vez más difíciles, el círculo se cerraba. Las patrullas de combate volvían de sus misiones de penetración en las instalaciones de los cetagandanos. Si algún oficial cetagandano conseguía organizarse lo suficiente como para retrasarlos, la marea cambiaría peligrosamente.
—Te veré en el
Triunfo
—enfatizó Tung.
Se detuvo para abrazar al teniente Murka, lejos de los oídos de Miles. Miles sonrió con pena por el pobre teniente sobrecargado de trabajo. Podía adivinar las órdenes que le estaba dando Tung. Si Murka no volvía con Miles, con toda probabilidad le convendría quedarse abajo.
Ahora no quedaba otra cosa que una pequeña espera. Darse prisa y esperar. Y esperar, sentía Miles, era muy malo para él. Permitía que su nivel de adrenalina autogenerada bajara furiosamente y le dejaba darse cuenta de lo cansado y contusionado que estaba en realidad. Los estallidos que habían iluminado la escena se estaban convirtiendo en un brillo rojo continuo.
Hubo muy poco tiempo entre la desaparición del ruido laborioso del despegue de los transbordadores de la tercera tanda y el gemido agudo de los primeros transbordadores de la cuarta que volvían a toda velocidad. Pero, por desgracia, toda esa parte de la operación tenía más que ver con ser astuto que con ser rápido. Los hombres y mujeres de Marilac todavía esperaban en sus formaciones para las barras de rata y la disciplina se mantenía. Claro que nadie les había comentado el problemita de tiempo que tenían. Pero las patrullas nerviosas de los Dendarii, que los mantenían en las rampas, seguían conservando un ritmo que era del agrado de Miles. La retaguardia nunca era una posición popular en retirada, incluso entre los lunáticos que desfiguraban sus armas con inscripciones y se reían mientras imaginaban formas más nuevas y grotescas de acabar con sus enemigos.
Miles vio que llevaban a Suegar por una rampa. Seguía consciente sólo a medias. Llegaría antes a la enfermería del
Triunfo
en un vuelo directo como éste que si hubiera subido en los transbordadores anteriores a uno de los cargueros y después hubiera tenido que esperar un momento seguro para cambiar de nave.
La pista de horror que estaban dejando atrás se había quedado silenciosa y oscura, mojada y triste. Llena de fantasmas.
Yo romperé las puertas del infierno y volveré a los muertos a la vida
… Había algo que no encajaba del todo bien en esa cita que Miles había recordado a medias. No importaba.
La patrulla armada de ese transbordador, el último, volvió de la niebla y la oscuridad, guiada electrónicamente por su jefe, Murka, como un grupo de perros ovejeros. Murka era la unión entre la patrulla de tierra y la piloto del transbordador, que expresaba su deseo de volver a partir con ruiditos irregulares en el motor.
Después, desde la oscuridad… fuego de plasma que caía a través del aire saturado y húmedo de lluvia. Algún héroe cetagandano, un oficial, un soldado, un técnico, ¿quién sabe?, que se había arrastrado entre las ruinas hasta encontrar un arma… y un enemigo a quien disparar. Imágenes brillantes, rojas y verdes bailaron ante los ojos de Miles, aunque él ya los había cerrado. Uno de los de la patrulla salió de la oscuridad. En la parte posterior de su armadura había una línea brillante que humeaba y sacaba chispas hasta que la aplastaron contra el barro. Las piernas de su armadura se agarrotaron y el hombre quedó en el suelo, retorciéndose como un pez enloquecido y tratando de salir. Un segundo disparo de plasma, mal apuntado desapareció a espaldas de Miles mientras convertía unos cuantos kilómetros de niebla y lluvia en un arroyo sobrecalentado que se lanzaba en línea recta hacia alguna eternidad desconocida.
Justo lo que necesitaban… un francotirador… ahora. Un par de guardias Dendarii desapareció hacia la niebla. Un prisionero excitado… por Dios, si era otra vez el lugarteniente de Pitt, cogió el arma del soldado que yacía con su armadura paralizada e hizo un gesto como para ir a unirse a ellos.
—¡No! ¡Vuelve después y lucha cuando te toque, estúpido! —Miles salió corriendo hacia Murka—. Que vuelvan todos, hay que cargar, salir, ahora. No hay tiempo para luchar.
Algunos de los últimos prisioneros habían caído al suelo como muñecos de barro en un reflejo condicionado por los disparos. Miles corrió hacia ellos y les golpeó.
—¡Arriba, arriba, por la rampa, ahora mismo! —Beatrice se levantó del barro y lo imitó, arriando a los suyos ante ella.
Miles se detuvo frente al soldado Dendarii y abrió los cierres de la armadura con la mano izquierda. El soldado dio una patada a ese caparazón fatal, rodó sobre sus pies y salió cojeando hacia la seguridad del transbordador. Miles corría junto a él.
Murka y otro de los de la patrulla esperaban al pie de la rampa.
—Listos para levantar la rampa y elevarse cuando yo diga —dijo Miles a la piloto—. A… —Sus palabras se perdieron en una explosión y el disparo de plasma le pasó junto al cuello. Miles sintió el calor a centímetros de su cabeza. El cuerpo de Murka se derrumbó.
Miles se detuvo para sacar el equipo de comunicación de la cabeza de Murka. Pero la cabeza del teniente venía con él. Miles tuvo que empujarla con la mano paralizada para poder sacar el equipo. El peso de la cabeza, su densidad, su redondez, le golpearon los sentidos como un martillo. El recuerdo preciso de ese momento estaría con él hasta su muerte. Lo sabía. Dejó caer la cabeza junto al cuerpo de Murka.
Caminó a trompicones por la rampa. Un último Dendarii armado lo llevaba del brazo. Sentía que la rampa se movía de una forma extraña bajo los pies. Miró hacia abajo y vio una raya medio fundida en el sitio que había tocado el último arco de plasma.
Se dejó caer por la entrada, aferrándose al equipo y aullando:
—¡Arriba, arriba! ¡Ahora, ahora mismo! ¡Ya!
—¿Quién es? —llegó la voz de la piloto.
—Naismith.
—Sí, señor.
El transbordador se elevó con los motores rugiendo, antes de que la rampa hubiera sido colocada en su lugar. El mecanismo de la rampa trabajaba en el vacío y el metal y el plástico se quejaban… De pronto, se atascaron por la distorsión del metal fundido…
—¡Cierren eso! —aulló la voz de la piloto por el equipo.
—La rampa se ha atascado —contestó Miles—. ¡Arrójela al vacío!
El mecanismo crujió y gimió. La rampa tembló, se atascó de nuevo. Las manos de varios se estiraron para apartarla de la nave.
—¡Así no! —aulló Beatrice desde el otro lado y se acercó para darle una patada con el pie desnudo. El viento del vuelo aulló sobre la escotilla abierta, haciendo vibrar el transbordador como un gigante que sopla dentro de una botella.
En medio de un coro de gritos, golpes e insultos, el transbordador se inclinó de lado. Hombres, mujeres y equipo suelto se deslizaron sobre la cubierta. Beatrice golpeó con fuerza el último perno que sostenía la rampa. Ésta se soltó y Beatrice, que se deslizaba en el movimiento de la patada, cayó al vacío.
Miles se lanzó tras ella, sobre la escotilla. Nunca supo si llegó a tocarla porque tenía la mano derecha como un globo insensible. Vio su cara, una mancha blanca que desaparecía en la oscuridad.
Fue como un silencio, un gran silencio, en su cabeza. Aunque el rugido del viento y los motores, los gritos, los insultos y los aullidos siguieron igual que antes, todo eso se perdió en alguna parte entre sus oídos y su cerebro y Miles no lo registró. Sólo vio una mancha blanca que caía en la oscuridad, repetida una y otra vez, volviendo a empezar como un vídeo que se repite.
Se descubrió a cuatro patas mientras la aceleración del transbordador lo succionaba hacia la cubierta. Habían cerrado la escotilla. La charla humana del interior parecía trivial y ahogada ahora que las voces de los dioses se habían callado. Miles miró la cara pálida del lugarteniente de Pitt, en cuclillas a su lado con el arma del soldado Dendarii todavía en la mano sin disparar, ese arma que Miles había aferrado en otro momento de su vida.
—Será mejor que mates a muchos cetagandanos por Marilac, muchacho —le dijo Miles con amargura—. Será mejor que valgas algo para alguien, porque he pagado un precio muy caro por ti.
La cara del hombre de Marilac se oscureció, demasiado conmocionada hasta para parecer arrepentida. Miles se preguntó qué aspecto tendría su propia cara. Por el reflejo que le parecía ver en el espejo, extraña, muy extraña.
Empezó a arrastrarse hacia adelante, buscando algo, a alguien… Brillos de luz sin forma le marcaban rayas amarillas en los costados de la visión. Una Dendarii armada, con el casco en la mano, lo puso de pie.
—¿Señor? ¿No sería mejor que viniera con la piloto, señor?
—Sí, claro…
Ella le pasó un brazo por la cintura para que no cayera de nuevo. Caminaron por el transbordador atestado de gente, a través de los cuerpos de los hombres y mujeres Dendarii y Marilac, mezclados, sin fronteras. Las caras lo miraban, con miedo, pero nadie se atrevió a decirle nada. Miles vio al pasar una cabeza plateada.
—Espere…
Se dejó caer de rodillas junto a Suegar. Algo de esperanza.
—Suegar. ¡Eh, Suegar!