Beatrice tenía razón, pensó Miles, deprimido. La mayor parte de los prisioneros contaba su tiempo de cautiverio en meses y años, no en días y semanas. Él mismo terminaría diciendo tonterías en un tiempo que cualquier otro calcularía como un suspiro. Se preguntó con amargura qué forma tomaría su locura personal. ¿Maníaca, inspirada en el espejismo brillante de que era… digamos, un conquistador de Komarr? ¿O depresiva, como había pasado con Tremont, que se había metido en sí mismo hasta convertirse en nada, una especie de agujero negro humano?
Milagros. Había habido líderes en la historia que se habían equivocado al elegir el momento para sus batallas y habían llevado a sus rebaños a la montaña a esperar un apocalipsis que nunca llegaría. Después de eso, las vidas de esos líderes estaban marcadas por la oscuridad y la bebida. Pero aquí no había nada que beber. Miles deseaba tomarse seis dobles, aquí y ahora.
Ahora. Ahora. Ahora.
Miles adquirió la costumbre de recorrer el perímetro de la cúpula después de cada comida, en parte para hacer o fingir que hacía una inspección, en parte para quemar algo de la energía nerviosa que se le acumulaba en el cuerpo cada vez más. Le costaba mucho dormir. Había habido un período de quietud en el campo después de que se regularon con éxito las distribuciones de comida, como si el orden hubiera sido un cristal arrojado en una solución muy saturada. Pero en los últimos días, el número de peleas de puños había aumentado. Los hombres que ejercían de policías también se estaban volviendo más irritables y recurrían a la violencia con mayor rapidez. Estaban adquiriendo una forma de contonearse al caminar que era desagradable y potencialmente peligrosa. Fases de la luna. ¿Quién podía ganar a la luna?
—Más despacio, Miles —se quejó Suegar, que trataba de seguirle el paso.
—Lo lamento. —Miles aflojó las zancadas y se sacudió su abstracción para mirar a su alrededor. La cúpula brillante se elevaba a su izquierda y parecía pulsar con un zumbido molesto que estaba justo por debajo de lo que captaba su oído. El silencio se extendía a su derecha, grupos de gente, en su mayoría sentada. Las cosas no habían cambiado demasiado desde su primer día en ese lugar. Tal vez un poco menos de tensión, tal vez un poco más de cuidado para los enfermos y los heridos. Fases de la luna. Se sacudió la inquietud que lo dominaba y sonrió con alegría a Suegar.
—¿Estás recibiendo respuestas más positivas para tus sermones estos días? —le preguntó.
—Bueno… nadie trata de pegarme —dijo Suegar—. Pero lo cierto es que, con todo el trabajo de las comidas y eso, tampoco he predicado mucho. Y además está la policía. Es difícil decirlo.
—¿Vas a seguir intentándolo?
—Ah, sí. —Suegar hizo una pausa—. He estado en lugares peores que éste. Estuve en un campo minero una vez, cuando no era más que un chiquillo. Un descubrimiento de minas de gemas de fuego. Por una vez, en lugar de ser una compañía grande o el gobierno, el lugar se había dividido en cientos y cientos de pequeñas concesiones de unos dos metros cuadrados cada una. Los tipos cavaban a mano, con paletas y escobillas (las gemas de fuego grandes son muy delicadas, ya sabes, se rompen en pedazos si las golpeas), cavaban bajo el sol abrasador, día tras día. Muchos de esos tipos tenían menos ropa que nosotros. Muchos de ellos comían menos y con menos frecuencia. Trabajando hasta reventar. Más accidentes, más enfermos que aquí. También había peleas, muchas.
»Pero vivían para el futuro. Te aseguro que llevaban a cabo las proezas más increíbles de resistencia física, y lo hacían por la esperanza, siempre voluntariamente. Estaban obsesionados. Estaban… bueno, tú te pareces mucho a ellos. No querían darse por vencidos
por nada del mundo
. Convertían una montaña en un abismo en menos de un año, con paletas de albañil. Era una locura. A mí me encantaba.
»Este lugar… —Suegar miró a su alrededor—. Este lugar puede aterrorizar a cualquiera, volverlo loco de miedo. —Tocó con la mano derecha el brazalete de harapos—. Este lugar se va a tragar nuestro futuro, este lugar te traga entero… es como si la muerte fuera sólo una formalidad. Una ciudad zombie. Una ciudad suicida. El día que deje de intentarlo, este lugar me va a devorar.
—Mmmm —dijo Miles para darle la razón.
Se estaban acercando a lo que Miles creía que era el punto más lejano del circuito a partir del lugar en el que habían dejado las mantas, cerca de las fronteras de las mujeres, que ahora se habían vuelto permeables.
Un par de hombres caminaba por el perímetro en dirección contraria. Se reunieron con otro par en pijamas grises. Como por casualidad, espontáneamente, tres más se levantaron de sus mantas a la derecha de Miles. No podía estar seguro sin volver la cabeza, pero suponía que había más movimiento acercándosele por detrás.
Los cuatro que se acercaban se detuvieron a unos metros, Miles y Suegar dudaron. Hombres de gris, todos de distinto tamaño pero todos más grandes que Miles —¿había alguien más pequeño que él, por cierto?—, con el ceño fruncido, cargados de una tensión feroz que tocaba a Miles y le ponía los nervios de punta. Reconoció solamente a uno de ellos, otro de los hermanos robustos que había visto en compañía de Pitt. No se molestó en sacar los ojos del lugarteniente de Pitt para buscar a hombres de la policía. En primer lugar, estaba casi seguro que uno de los hombres que se enfrentaba a ellos era de la policía.
Y lo peor era que este aprieto —los tenían entre la espada y la pared, si se podía decir eso en un lugar sin paredes— era culpa suya, por haber dejado que sus movimientos cayeran en una rutina diaria predecible. Un error estúpido, básico, el error de un principiante. Eso era imperdonable.
El lugarteniente de Pitt se adelantó, mordiéndose el labio y mirando a Miles con los ojos vacíos.
Se está convenciendo a sí mismo
, pensó Miles.
Si lo único que quisiera es convertirme en picadillo, podría hacerlo hasta en sueños
. El hombre deslizó una cuerda de tela cuidadosamente trenzada entre sus dedos. Una cuerda para estrangular… no, no iba a ser otra paliza. Esta vez iba a ser asesinato premeditado.
—Tú —dijo con voz ronca—. Al principio me tenías confundido. No eres uno de nosotros. No podrías ser uno de nosotros. Mutante… Tú mismo me diste la clave. Pitt no era un espía de los cetagandanos. Tú lo eres… —agregó y se lanzó hacia adelante.
Miles se agachó, golpeado por una súbita comprensión y el ataque salvaje, que lo sacudieron al mismo tiempo. Mierda, sabía que tenía que haber una razón por la que la idea de acabar con Pitt de la forma en que lo había hecho no lo había convencido del todo, a pesar de lo práctica que parecía. La acusación falsa era un arma de doble filo, tan peligrosa para el que la empuña como para su enemigo. Tal vez el lugarteniente de Pitt realmente creía en la acusación que estaba haciendo. Miles había empezado una caza de brujas. Justicia poética que él fuera la primera víctima, pero ¿adónde llevaría esa caza a los prisioneros del campo? Sin duda, los cetagandanos no habían interferido últimamente. Debían de estar cayéndose de las sillas de risa —error tras error tras error hasta terminar aquí—, muriendo de forma estúpida como un gusano a manos de otros gusanos dentro de un agujero de gusanos…
Unas manos lo aferraron, él se retorció espasmódicamente, dando patadas con todas sus fuerzas, pero sólo pudo soltarse en parte. Junto a él Suegar se retorcía, golpeaba, gritaba con energía demoníaca. Tenía alcance, pero no masa. Miles no tenía ni alcance ni masa. Pero Suegar se las arregló para anular a uno de los atacantes de Miles durante un momento.
De pronto, los hombres aferraron el brazo izquierdo de Suegar, que se había despegado de su cuerpo tratando de golpear. Miles hizo una mueca anticipando el ruido familiar de un hueso que se quiebra, pero en lugar de eso, uno de los hombres arrancó el harapo de la escritura de la muñeca de Suegar.
—¡Eh, Suegar! —se burló, bailando hacia atrás—. ¡Mira lo que tengo!
La cabeza de Suegar giró en redondo. Se había distraído de su defensa apasionada de Miles. El hombre sacó el pedazo arrugado de papel de su bolsa de tela y lo sacudió en el aire. Suegar lanzó un grito desesperado y se lanzó hacia él, pero otros dos cuerpos lo bloquearon. El hombre rompió el papel en pedazos y se detuvo, como si no supiera qué hacer con él. Después, con una sonrisa, se metió los trocitos en la boca y empezó a masticarlos. Suegar aulló.
—Mierda —gritó Miles, furioso—. ¡Me querías a mí! No tenías por qué hacer eso… —Golpeó con toda la fuerza de su puño la cara del atacante más cercano, que se había distraído un momento mirando a Suegar.
Sintió que sus huesos se estremecían desde la muñeca hacia arriba. Estaba
tan harto
de sus huesos, cansado de que le dolieran una y otra y otra vez…
Suegar chillaba, gritaba, lloraba y trataba de alcanzar al hombre que estaba masticando el papel. El hombre permanecía quieto y sonreía mientras masticaba. Suegar perdió toda ciencia en sus ataques y se lanzó como un molino de viento. Miles lo vio caer y después no le quedó atención para otra cosa que no fuera el apretón de anaconda de la cuerda que se había enroscado en su cuello. Logró poner una mano entre el cuello y la cuerda, pero era la mano rota. Sintió sogas de dolor dentro del brazo que le corrían por la piel hasta el hombro. La presión en su cabeza llegó al paroxismo y le cerró la visión. Nubes de color púrpura oscuro y amarillo sucio hervían frente a sus ojos como cabezas de tormenta. Una imagen fugaz de un manojo de cabello rojo…
Después estaba en el suelo, y la sangre, la maravillosa sangre volvía a su cerebro hambriento de oxigeno. Dolía y era buena, caliente y palpitante. Se quedó un momento allí. Quieto. No le importaba nada. Hubiera sido tan bueno no tener que volver a levantarse…
La maldita cúpula, fría, blanca y sin rasgos, se burló de su visión que regresaba poco a poco. Miles se puso de rodillas y miró a su alrededor. Beatrice, algunos policías y algunos hombres del comando de Oliver perseguían a los casi asesinos de Miles por el campo. Seguramente, se había desmayado apenas unos segundos. Suegar estaba en el suelo, unos metros más allá.
Miles se arrastró hasta él. El hombre flaco yacía enroscado alrededor de su estómago, la cara pálida, verdosa y húmeda. Temblores involuntarios le sacudían el cuerpo. Nada bueno.
Shock
. Mantenga al paciente caliente y adminístrele sinergina. No había sinergina. Miles se sacó la túnica y la puso sobre el cuerpo de Suegar.
—¿Suegar? ¿Estás bien? Beatrice ha ahuyentado a esos bárbaros…
Suegar levantó la vista y sonrió, pero la sonrisa desapareció de inmediato en el remolino de una mueca de dolor.
Finalmente volvió Beatrice, jadeando, furiosa.
—Locos de mierda —saludó sin pasión—. No necesitáis un guardaespaldas. Lo que necesitáis es una niñera. —Se arrodilló junto a Miles para mirar a Suegar y apretó los labios. Miró a Miles y se le oscurecieron los ojos. Las arrugas de su frente se hicieron más profundas.
Acabo de cambiar de idea
, pensó Miles.
No empieces a preocuparte por mí, Beatrice, no te encariñes con nadie. Lo único que conseguirás es hacerte daño. Una y otra vez y otra y otra
…
—Será mejor que volváis a mi grupo —sugirió Beatrice.
—No creo que Suegar pueda caminar.
Beatrice llamó a algunos musculosos que metieron al hombre flaco en una manta y se lo llevaron de vuelta al lugar en que siempre dormían. A gusto de Miles, se parecía demasiado al coronel Tremont.
—Quiero un médico —ordenó Miles.
Beatrice volvió llevando del brazo a una mujer mayor, muy enojada.
—Seguramente le han reventado el vientre —dijo la doctora—. Si tuviera un visor de diagnóstico, os diría qué se le ha roto. ¿Tenéis un visor de diagnóstico? Necesita plasma y sinergina. ¿Tenéis? Podría cortarlo y hacerle un parche y apresurar la curación con estimulación eléctrica si tuviera una sala de operaciones. Os aseguro que estaría en pie de nuevo en tres días. Sin problemas. ¿Tenéis una sala de operaciones? Supongo que no.
»Dejad de mirarme así. Hubo un tiempo en que yo creía que podía curar. Este lugar me ha enseñado que no soy más que la intermediaria entre la tecnología y el paciente. Y como ahora no tengo tecnología, no soy nada.
—¿Pero qué se puede hacer? —dijo Miles.
—Cubrirlo. En unos días, mejorará o morirá, según lo que se le haya roto dentro. Eso es todo. —Hizo una pausa y se quedó de pie con los brazos cruzados mirando a Suegar con rencor, como si sus heridas fueran una afrenta personal. Y así era, para ella. Otra carga de pena y fracaso que arrastraba por el polvo el viejo y querido orgullo de curar—. Creo que se va a morir —agregó.
—Yo también lo creo —dijo Miles.
—¿Entonces para qué me habéis llamado? —La doctora se alejó a grandes zancadas.
Más tarde volvió con una manta y unos harapos y ayudó a colocarlos sobre Suegar para darle más calor. Después se fue, tan furiosa como antes.
Tris informó a Miles:
—Tenemos a los tipos que trataron de matarte. ¿Qué les hacemos?
—Suéltalos —dijo Miles—. No son el enemigo.
—¡Sí que lo son, mierda!
—Enemigos míos no, por lo menos. Fue un caso de error de identidad. Yo soy sólo un viajero sin sombrero que pasaba por ahí en ese momento.
—Despiértate, hombrecito. No comparto la creencia de Oliver en tu «milagro». No estás pasando por aquí. Aquí te quedas.
Miles suspiró.
—Estoy empezando a creer que tienes razón. —Miles miró a Suegar, escuchó su respiración: muy poco profunda, muy rápida. Se puso en cuclillas a su lado—. Seguramente, esta vez tienes razón. De todos modos… suéltalos.
—¿Por qué? —se quejó ella, furiosa.
—Porque yo lo digo. Porque te lo pido. ¿Quieres que te ruegue por ellos?
—¡Aaj! No, no. ¡De acuerdo! —Tris se volvió y se alejó, mientras se pasaba las manos a través del cabello cortado y murmuraba cosas entre dientes.
Pasó un tiempo sin tiempo. Suegar yacía de costado sin hablar, aunque abría los ojos de vez en cuando. Los abría sin ver. Miles le mojaba los labios con agua periódicamente. Llegó y pasó una comida, sin incidentes ni la participación de Miles. Beatrice se les acercó y dejó caer dos raciones junto a ellos, los miró con desaprobación y se fue.
Miles acunaba su mano herida. Estaba sentado con las piernas cruzadas revisando el catálogo de errores que lo habían llevado a ese punto. Pensó en su evidente capacidad para hacer matar a sus amigos. Tenía la premonición espantosa de que la muerte de Suegar iba a ser casi tan horrible como la del sargento Bothari hacía seis años, y había conocido a Suegar apenas hacía unas semanas, no unos años. Había aprendido que el dolor repetido una y otra vez hace que uno tenga más miedo de las heridas, no menos, un terror cada vez más grande, más profundo, más adentro, en las entrañas. De nuevo no, otra vez no, nunca más…