—No, no va a haber vuelta de calentamiento.
Mona podía conducir o arreglar cualquier cosa que llevase ruedas, pero aquello era un bólido nitroso, no la Furgomóvil. Por lo general, los
dragsters
añadían una mezcla de óxido nitroso al combustible habitual para ese empujoncito de velocidad extra cuando era necesario, pero aquella máquina utilizaba, de hecho, óxido nitroso como combustible habitual. Como el nitroso se consumía tan rápidamente, habían transformado el coche entero en un depósito de combustible: habían rellenado todas las piezas e instrumentos con la mezcla explosiva y, en realidad, nadie sabía cómo conducir un coche como aquel.
Miguel se apoyó en la ventanilla.
—Dile a Stefan que me debe un gran favor.
—Díselo tú mismo —repuso Mona—. Dentro de diez segundos seré una mancha de carbón en el asfalto.
—Solo tienes que mantener la máquina recta y dejar que el nitroso se ocupe del resto. Usa los pedales como siempre, pero pisa el freno un poco antes. Es una pesadilla detener este coche. Ah, y una cosa, Mona... Si pierdes esta carrera, Vasquez, será mejor que te marches de la ciudad.
Cabecilla hizo sonar el claxon con impaciencia.
—Dos preguntas más —dijo Miguel—. ¿Dónde está Stefan y por qué estás aquí?
Mona le puso la mano en el brazo.
—Cuando ocurra lo que tiene que ocurrir, lo sabrás. Tú mantén la cabeza bien agachada y echa a correr en cuanto puedas.
Miguel se puso el pañuelo al estilo gángster.
—Somos Encantos, nena. Nunca echamos a correr. —Y con aquella réplica de tipo duro, se marchó y bajó a la planta baja de la fábrica, con sus chicos.
El teléfono de Lorito empezó a vibrar insistentemente, y el niño Bartoli lo sacó con disimulo. En la pantalla solo había un signo de interrogación, y Lorito compuso un mensaje de respuesta.
«Permaneced atentos —decía—. Todo está bajo control.»
Mona estiró el cuello para leer el texto.
—¿Bajo control? Pues ya me avisarás cuando hayamos perdido el control...
Las barreras se activaban por medio de un brazo articulado de robot Krom, que funcionaba con un generador portátil. Las calandras frontales de ambos automóviles echaban chispas, y Cabecilla ya estaba aullando, mientras las digicalcomanías de sus guardabarros mostraban unos bulldogs babeantes que no dejaban de correr. Los otros Bulldogs obedecieron su llamada canina hasta que la fábrica entera empezó a retumbar con el eco de los aullidos de los miembros desquiciados de la banda.
—No sé qué es peor, si perder o ganar —comentó Lorito.
Mona pulsó el botón de ignición y puso la marcha en punto muerto.
—Pues yo no pienso quedarme a averiguarlo.
Lorito se agarró al salpicadero con nerviosismo.
—No hagas ninguna tontería, Mona. Solo soy un niño...
—Espera y verás. Y abróchate el cinturón.
Las barreras se levantaron despacio, desparramando una lluvia de chispas sobre el público del nivel inferior. Cabecilla estaba golpeando el techo de su coche, abollando la chapa. Si se entusiasmaba aunque solo fuese un poquitín más, seguro que fundía sus propios plomos.
Mona puso primera. Los Encantos habían añadido la caja de cambios manual, aunque apenas habría tiempo para pasar a la sexta: Mona no tendría más remedio que saltarse unas cuantas marchas. El Z12 dio una sacudida hacia delante como si fuera una pantera ansiosa, y entonces la chica lo retuvo con el embrague.
Había un metro de distancia entre la barrera y la superficie de competición. Una cascada de chispas blancas ensombrecían la visión de Mona, y los Bulldogs disparaban al aire sin cesar. Los Parásitos los estaban rodeando, cada vez más cerca, puede que fuesen a por ella. Sea lo que fuese lo que iba a ocurrir, sucedería de un momento a otro, por ridículo que pudiese parecer.
Las barreras subieron varios centímetros más.
—¡Ya! —gritaron los Encantos al unísono—. ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!
Mona apretó el acelerador, pero no se movió.
—Todavía no.
Cabecilla no tuvo tantos reparos: pisó a fondo el acelerador y salió disparado por debajo de la barrera. Fue demasiado pronto, el alerón trasero se quedó enganchado en la barrera. Sin embargo, no hubo ninguna explosión ni ninguna descarga de miles de voltios que se propagase por la totalidad del chasis, sino que el alerón trasero se derritió formando una masa negra que recubrió a medias la ventanilla trasera. Cabecilla siguió corriendo.
—¡Es de goma! —exclamó Mona con desprecio—. Pedazo de tramposo...
—¡Ya! —gritaron los Encantos, casi con lágrimas en los ojos. Cabecilla ya le llevaba un kilómetro de delantera, y eso que ni siquiera había recurrido todavía al nitroso.
—Todavía no.
Lorito le dio un golpecito en el hombro con sus manos diminutas.
—¿Qué haces, Vasquez? ¿Es que te has vuelto loca?
—Un segundo más.
Cabecilla ya le sacaba dos kilómetros de ventaja. Dos y medio; iba al menos a trescientos kilómetros por hora, y los neumáticos desprendían humo negro. Los Encantos empezaban a arremolinarse alrededor del coche, sacando armas de sus bolsillos. Miguel tenía el rostro crispado por la ira.
—Es hora de irse —murmuró Mona al tiempo que pisaba el acelerador y soltaba el embrague.
El Z12 salió disparado como el martillo de Thor por el cielo. La inyección nitrosa dejó clavados en sus asientos a Lorito y a Mona, y si los reposacabezas no hubiesen llevado almohadillas, el cráneo se les habría resquebrajado como la cascara de un huevo. Tenían la visión distorsionada, los colores se mezclaban y se difuminaban a la velocidad del rayo. No veían nada con nitidez, salvo la pista.
Mona tensó las muñecas para mantener el volante recto. A cada lado, todo se disolvía en imágenes borrosas pero delante, la pista era una franja sólida de color negro y el Charger de Cabecilla aparecía cada vez más grande en el parabrisas de cristal. Comparado con el Z12, era como si el coche de Cabecilla fuese marcha atrás, aunque eso no lo sabía el Bulldog, quien ya estaba haciendo ondear banderines de victoria por la ventanilla.
«Mira por el espejo retrovisor, cabeza de chorlito —pensó Mona—. Mira lo que se te viene encima.»
Y, como por arte de magia, pareció que Cabecilla hacía lo que le decía, porque los tubos de escape gemelos emitieron unas llamaradas azules cuando el Bulldog inyectó el nitroso en el motor. La máquina dio una sacudida hacia delante, añadiendo otros cincuenta kilómetros por hora a su velocidad, pero era demasiado tarde, el Z12 era ya una bala automática que quemaba el asfalto como si fuera el relámpago del estómago de una nube de tormenta.
—Increíble —exclamó Mona, mientras le castañeteaban los dientes—. Este cacharro es un animal.
Lorito sonrió a Cabecilla cuando lo adelantaron y le lanzó una irritante sonrisa de suficiencia, capaz de incitarlo a causarle heridas de consideración. Sin embargo, lo más probable era que Cabecilla no pudiese ver el otro coche, y mucho menos el busto sonriente y petulante del niño Bartoli, pero su sonrisa hizo a Lorito sentirse mejor.
Pasaron como una exhalación por la línea de meta y activaron los fuegos artificiales de la victoria. Cinco kilómetros en menos de un minuto. La pared de la fábrica se erguía imponente ante ellos, cada vez más cerca.
—Se te ha olvidado pisar el freno —gritó Lorito para que lo oyese a pesar del estruendo del motor—. Tu antiguo novio ha dicho que frenes pronto.
Mona pisó a fondo el acelerador para alcanzar velocidades supersónicas.
—No es mi antiguo novio. Además, ¿de verdad quieres pararte a charlar un rato con Cabecilla?
—Hombre, en principio no, pero ¿qué otra opción tenemos?
—Podemos atravesar esa puerta.
Lorito contuvo la respiración y apretó el aire con fuerza hasta que se le destaparon los oídos, por si la presión estaba interfiriendo con su sentido del oído.
—¿Atravesarla...? Pero ¿tú estás loca o qué?
—Piénsalo. Saltamos por el extremo de la rampa a unos trescientos kilómetros por hora. La puerta solo es de polímero de plástico y el coche es de aleación reforzada. Tenemos muchas probabilidades de conseguirlo.
—Tiene que haber otra forma.
—Soy toda oídos: tienes tres segundos.
—Mona, no me obligues a pegarte.
—Si llevaras un mazo en el bolsillo sí me preocuparía.
Lorito adoptó la posición de colisión y puso la cabeza entre las piernas.
—Estamos muertos —murmuró.
La pared de hierro colado se cernía sobre ellos, a escasos segundos de distancia. Una procesión vertiginosa de coches de ambas bandas corría a toda pastilla por las instalaciones de la fábrica mientras, en lo alto, los Parásitos se acercaban cada vez más al nivel del suelo. Pero había algo más, algo que nadie podría haber previsto, algo que rara vez se veía en Booshka: abogados.
El Z12 frenó de golpe.
—¿Qué pasa aquí? —exclamó Mona.
Las cuatro ruedas se bloquearon al unísono y dos miniparacaídas de frenado se activaron saliendo del alerón trasero.
—Esto no me gusta nada —masculló Mona, al tiempo que luchaba con el volante paralizado.
El salpicadero del Z12 se levantó y dejó al descubierto una pantalla iluminada. Un mensaje parpadeaba en la pantalla: «Paralizados por control remoto —decía el mensaje—. Abandonen el vehículo».
El coche se detuvo dando un brusco viraje final y una rueda quedó suspendida en el aire al borde de la pista.
Lorito levantó la cabeza desde su posición de colisión.
—¿Estamos muertos?
—No, estamos rodeados.
Lorito se incorporó con cuidado.
—Gracias a Dios.
Mona se bajó del coche y meneó la cabeza para sacudirse de encima el zumbido de la velocidad. La situación empeoraba por momentos y parecía que iba a terminar en tragedia, sobre todo para ellos. Las bandas no tardarían en darles alcance y esta vez Miguel no podría volver a salvarlos ni aunque quisiera. Mona dirigió la mirada a los cielos; Stefan era su única oportunidad, estaba observándolos desde arriba como su ángel de la guarda. Vendría a rescatarlos, ella sabía que lo haría.
Sin embargo, había algo más, justo encima de donde Cosmo y Stefan estaban encaramados. Varios «algos» más.
Lorito se bajó del Z12.
—Una cosita, Vasquez: si estamos rodeados, ¿quién nos ha rodeado?
Mona señaló a varias docenas de figuras borrosas que bajaban en caída libre por los huecos de las placas solares.
—Ellos.
Arriba, en el puente de la fábrica Krom, Cosmo y Stefan observaban la carrera con una mezcla de terror y fascinación. En un momento dado, el teléfono de Stefan empezó a vibrar y el chico consultó la pantalla.
—¿Qué dice? —quiso saber Cosmo.
Stefan borró el texto.
—Todo va bien. Nos vemos pronto.
—Vale, ya lo pillo. Mejor no preguntar.
Stefan vio el final de la carrera a través de sus gafas especiales.
—Qué raro...
—¿Raro? —preguntó Cosmo—. ¿Qué es raro?
Stefan le pasó unos prismáticos.
—Se han parado. Y ha sido una parada de emergencia. Estaba convencido de que Mona iba a salir disparada y atravesar la puerta. ¿Por qué iba a pararse ahí en medio de la pista como un pasmarote? A menos que...
Cosmo sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y que se le helaba la sangre. A menos que... ¿qué?
—A menos que fuese otra persona la que detuviese el coche y no ella.
A través de las gafas especiales, Cosmo vio a Mona señalar al techo, encima de ellos. Se volvió y entrecerró los ojos para mirar a través de los huecos de las placas solares al cielo nocturno. Varias figuras de contornos imprecisos se estaban descolgando por los agujeros del tejado.
—¿Son reales esas cosas de ahí o son otra vez criaturas que solo podemos ver nosotros?
Stefan cogió las gafas y apuntó con ellas hacia el techo. Varias figuras vestidas de negro se materializaron con nitidez en las lentes: llevaban tras ellos varios paracaídas de combate y unos chorros de gas propulsor salían despedidos de sus talones para controlar la dirección. Sostenían en los brazos rifles de asalto muy voluminosos y llevaban el logotipo de una empresa estampado en cada casco. Era el mismo logo que parpadeaba en el Satélite.
—Son los Cuerpos Especiales Myishi —dijo Stefan—. Asistentes de abogados, también conocidos como leguleyos. Están aquí por el Z12.
—¿Qué? ¿Toda esta parafernalia por un coche?
Stefan se puso de rodillas sobre la rejilla y se echó el abrigo por encima de la cabeza.
—El diseño de ese coche ha costado miles de millones de dinares; perderlo fue una auténtica patada en la boca para Myishi. Seguramente esta es la primera vez que pasa fuera de una plancha de plomo el tiempo suficiente para poder localizarlo.
Stefan se levantó el faldón del abrigo.
—Rápido, escóndete aquí y reza por que no nos vean.
Cosmo se metió debajo del cuero, pegado al cuerpo de Stefan. El abrigo olía a trabajo intenso y a descargas de vara electrizante. A través de una rendija en el abrigo, vio a los leguleyos descender con aire majestuoso por los huecos del tejado. Con unas oportunas ráfagas de gas que emitían por las botas, esquivaron las vigas que sobresalían por todas partes y bajaron hacia las pandillas apiñadas abajo.
Uno de ellos se arrancó un minibafle de una tira de velero que llevaba en el brazo y lo arrojó al suelo de la fábrica. Rebotó unos tres metros en su caja de plástico antes de rodar por la pista e ir a parar a los pies de Cabecilla, que lo recogió con gesto intrigado.
La voz del leguleyo atronó por la redecilla.
—El Bólido Nitroso Z12 es propiedad de la Corporación Myishi. Apártense del vehículo o serán sancionados. Esta es la última advertencia. Tienen diez segundos para responder.
Los miembros de las bandas no necesitaron diez segundos, la mayoría de ellos dieron un giro de ciento ochenta grados con sus máquinas y salieron disparados hacia las puertas. A medio camino, advirtieron la presencia de los tanques de asalto de tres pisos, que les bloqueaban las salidas. Por lo visto, los de Myishi no habían reparado en gastos ni en recursos para aquella misión. Los líderes de las bandas empezaron a disparar con lo que tenían más a mano a los abogados que descendían del cielo.
Para entonces, ya habían pasado los diez segundos y los abogados de Myishi tenían legítimo derecho a abrir fuego, cosa que hicieron, y con las armas más avanzadas del mundo, además. La primera fase consistió en arrojar al suelo una sábana de celofán. Los líderes de las bandas que intentaban escapar se quedaron atrapados en su huida. A continuación empezaron a disparar ráfagas de Shocker, que recorrieron toda la superficie del celofán: la descarga hizo que todo lo que había bajo la superficie pegajosa cayese en el olvido o más allá de él.