Los Parásitos se movían de acá para allá abalanzándose sobre los cuerpos como una manada de lobos hambrientos e iridiscentes, atravesando los caparazones de celofán para colocarse encima del pecho de los pandilleros. La descarga de los Shockers era demasiado dispersa para que pudiese llegar a hacerles algún daño y, de hecho, parecía añadir aún más emoción a su entusiasmo.
Los picapleitos caían como misiles mortales, escupiendo dolor y muerte. Se encaramaron a los huecos de escalera y a los puentes inferiores para escoger a sus presas desde arriba. Los miembros de las bandas no tuvieron ninguna oportunidad. La mayoría de ellos estaban inconscientes antes de que les diese tiempo a desenfundar el arma. Los demás estaban acorralados por los tanques de asalto en algún rincón y pegados a la pared con balas de celofán.
Stefan asomó la cabeza por debajo del abrigo.
—Todo es culpa mía —se lamentó—. Los Parásitos se están dando un festín por mi culpa: yo le di el Z12 a Miguel.
Cosmo observó el caos que reinaba en la planta inferior.
—No podías saberlo. Nadie podía saberlo.
Los ojos de Stefan emitieron un destello a la luz de las descargas eléctricas.
—¡Debería haberlo sabido! Llevo tres años huyendo de la policía de Myishi. Sé cómo trabajan. —Apuntó con su vara electrizante a un grupo de Parásitos—. Demasiado lejos. No están dentro del radio de alcance. Necesitamos bajar ahí.
Cosmo escudriñó la confusión de cuerpos en estampida.
—Ya los veo. Están a punto de meterse debajo de la pista. ¡Se quedarán atrapados!
—Necesito bajar más —murmuró Stefan—. No puedo ayudar desde aquí.
Cosmo dio un puñetazo en la rejilla.
—¿Por qué no llueve nunca cuando se necesita?
Stefan lo miró extrañado.
—¿Lluvia? ¡Pues claro! Necesitamos agua para ahuyentar a los Parásitos. Al menos podemos hacer eso.
—¿Me estás diciendo que puedes hacer que llueva?
Stefan estaba de pie, abriéndose paso hasta una escalera de acceso.
—Yo no, pero ellos sí.
—¿Ellos? —gritó Cosmo, corriendo tras el Sobrenaturalista—. ¿Quiénes son ellos?
—Los de ahí, en la entrada. Vuelve a la Furgomóvil, intenta recoger a Mona y a Lorito si logran salir.
Cosmo seguía sin entenderlo. Lo único que había en la entrada era un tanque de asalto de nueve metros de altura. Stefan no pretendía hacerse con un cacharro de esos, ¿no? Cosmo siguió a Stefan por una escalera. No tenía la menor intención de regresar a la Furgomóvil. Si Stefan iba a ir a por un tanque de asalto, Cosmo iría con él. A fin de cuentas, él era uno más del equipo.
—Leguleyos —anunció Mona con un hilo de voz—. Lo peor de lo peor.
Los leguleyos eran un cruce entre abogados, paracaidistas y pitbulls. Eran el último recurso para cualquier empresa y solo los soltaban cuando había mucho dinero en juego.
Mona lo supo al instante.
—Están aquí por el coche. —Agarró a Lorito del cuello de la camisa y lo arrastró al borde de la pista—. Myishi ha bloqueado el coche, debe de haber algún localizador en el chasis. Necesitamos ponernos a cubierto.
—¿A cubierto? —acertó a decir Lorito, medio asfixiado por la presión que ejercía el puño de su compañera—. Pero si solo quieren el coche...
—Y a cualquiera que lo haya visto o haya trabajado en él. No pueden arriesgarse a que otra empresa robe ideas de Myishi. Se van a llevar a todo el mundo para someterlos a un interrogatorio.
—¿Un interrogatorio? ¿Unas cuantas preguntas y una taza de no-café?
Mona chasqueó la lengua, a punto de perder la paciencia.
—Sí, claro. Unas cuantas descargas y una taza de pentotal sódico. Tendremos suerte si podemos contar hasta diez cuando hayan acabado con nosotros.
Lorito asintió con la cabeza.
—A cubierto. Buena idea.
Se bajaron de la cadena de montaje de un salto y se encaramaron a las vigas que la sostenían. El asfalto estaba repleto de cartones de zumo y envoltorios de chicle, y el nauseabundo hedor de generaciones de basura variada les golpeó violentamente la nariz.
Lorito dio una bofetada en el aire como si con eso pudiese ahuyentar el olor.
—Esta chaqueta ya no tiene remedio. Nunca se le irá el mal olor.
Mona se adentró más aún entre las sombras.
—Al menos todavía tendrás nariz para oler el mal olor.
Empezó el tiroteo, y unas enormes manchas de celofán líquido envolvieron a los líderes de las bandas y a sus coches. Les siguieron unas ráfagas de descargas eléctricas.
—Les están aplicando el tratamiento a base de chispas y alquitrán —dijo Lorito—. Casi siento lástima por ellos.
Cabecilla pasó como un cohete al lado del escondite de ambos, con las luces del pecho parpadeándole con furia. Un Shocker le acertó en el codo e hizo que la descarga le sacudiera todo el cuerpo. Las bombillas bajo la epidermis de la zona pectoral le estallaron como si fueran balas, y un Parásito corrió a agazaparse encima de él en cuestión de segundos. Cabecilla agitaba los brazos sin parar, ajeno a la presencia sobrenatural, gritando su ira a cualquiera que estuviera lo bastante cerca para oírlo. Al final, un leguleyo le disparó una bala de celofán con total indiferencia, y el líder de los Bulldogs realizó un débil aleteo bajo una capa de líquido pegajoso.
Se oyó un murmullo sordo procedente de la parte de atrás de la sala, como si fuera un lobo aullando en un túnel.
Mona sabía identificar todos los ruidos de motores del mundo.
—Tanques de asalto. Han venido para limpiar el desaguisado. Tenemos que largarnos de aquí.
Lorito sacudió la cabeza fingiendo felicidad.
—No me digas...
Avanzaron a gatas a través de años de desperdicios, buscando un agujero en las fuerzas Myishi. Sin embargo, los leguleyos eran eficientes además de letales. Era evidente que habían invertido una buena cantidad de tiempo para estudiar el edificio antes de atacar. Cada centímetro cuadrado estaba vigilado por un soldado Myishi: estaban apostados en las barandillas de los niveles superiores, triangulando sus disparos para cubrir todo el edificio. En minutos, la mayoría de ellos ya habían bajado a la planta principal y estaban metiendo a los miembros de las bandas que quedaban conscientes en los remolques de detención de los tanques.
Mientras, los Parásitos absorbían la fuerza vital con un entusiasmo que ponía los pelos de punta, y brillaban con un fulgor dorado por la energía en circulación. Casi era demasiado para poder soportarlo, y una parte de Mona sintió deseos de meterse debajo de una viga y echarse a dormir, dormir y tener sueños de paz y felicidad. «Si salgo con vida de esta —pensó—, lo dejo de una vez por todas. Tal vez me vaya a Sudamérica y me gane la vida como buceadora y buscadora de conchas. Bueno, eso si todavía queda algún litro de agua del mar en el planeta que no me destiña la piel.»
—No veo ninguna escapatoria —soltó Lorito, sin aliento.
Mona vio cómo se llevaban a Miguel a rastras, con las facciones casi irreconocibles debajo de la capa de celofán. Llevaba un Parásito enganchado al pecho como una sanguijuela.
—Yo tampoco. A Stefan ya se le ocurrirá algo, no nos dejará aquí tirados. O tal vez Cosmo saque algún milagro más de su chistera.
Lorito hizo una mueca de incredulidad.
—Me cae bien Cosmo, pero es un crío. Lo de tu virus fue pura chiripa, no va a poder salvar a nadie más.
Mona se frotó el codo.
—Te equivocas con él, Lorito. Ese chico tiene algo. Además, también tiene cerebro. Cosmo nos sacará de aquí, sé que lo hará.
Cosmo siguió a Stefan por una escalera metálica rodeada de una jaula tubular. Stefan oyó sus pasos en los peldaños.
—Creí haberte dicho que volvieras a la Furgomóvil —le susurró, con cuidado de no alzar la voz para que no lo oyeran los dos leguleyos que había doce metros más abajo.
—Mona y Lorito están atrapados ahí abajo —se limitó a contestar Cosmo— . Tengo que ayudar. Nadie más está huyendo, así que ¿por qué iba a hacerlo yo?
Stefan se quitó la placa de cráneo un momento. Sintió cómo se aliviaba parte de la tensión que soportaba en los hombros. Se alegraba de que Cosmo hubiese decidido permanecer a su lado.
—Está bien, eres un buen Sobrenaturalista; cabezota, como el resto de nosotros. Tengo que llegar hasta ese tanque de asalto de la esquina nordeste. Puedes abrirme un agujero si quieres.
—¿Abrirte un agujero?
—Bajaremos al siguiente nivel y tomaremos prestadas unas cuantas varas Myishi. Echaré una carrera hasta el tanque y tú dispararás a cualquiera que me apunte con su arma.
Cosmo tragó saliva. Aquello era la guerra. Stefan estaba hablando en términos bélicos.
—¿Y tú?
Stefan volvió a colocarse la máscara protectora sobre la cara.
—Seguramente me cogerán, pero vosotros podréis salir por el mismo sitio por donde entramos. La única forma de salvar a Mona y a Lorito es haciendo una maniobra de distracción.
De algún modo, Cosmo consiguió hacer acopio de fuerzas y valor.
—De acuerdo. Haré todo lo que pueda. En marcha.
Stefan llegó a pestañear tras sus gafas rojas.
—Muy bien. Y si por casualidad te cargas a unos cuantos Parásitos, a mí no me importará nada.
Cosmo tragó saliva de nuevo para tratar de desembozarse la garganta, donde parecía habérsele atascado el corazón, y siguió a Stefan por las escaleras. Los pies de este no hacían ruido al bajar, pero a los oídos de Cosmo, sus propias botas resonaban en los peldaños como las campanadas de una iglesia.
Más abajo, los dos leguleyos se estaban divirtiendo de lo lindo tendiendo una sábana de celofán de saturación sobre una de las esquinas de la fábrica. Sus rifles no dejaban de dar sacudidas a medida que gastaban cartuchos y disparaban unas balas en arco hacia un grupo de Encantos.
—Están cayendo como moscas —dijo uno.
—Sí, esto es pan comido —convino el otro.
Stefan bajó los últimos metros y aterrizó detrás de los leguleyos. Sin detenerse a lanzar la típica pulla de héroe de película, chocó la cabeza de uno contra la del otro y los dos hombres se deslizaron por el hueco de la escalera sin rechistar.
—Abogados —masculló Stefan mientras los despojaba de sus rifles—. Los prefería cuando combatían con sus maletines. —Se echó uno de los rifles al hombro y sacó el mosquetón de hacer rappel. Stefan soltó la cuerda al máximo y se ajustó la anilla sobre el pecho—. Me voy a lanzar a la máxima velocidad posible. Con un poco de suerte, para cuando se den cuenta de que no soy un miembro de Myishi, será demasiado tarde.
Cosmo se arrojó a la superficie del puente, con el estómago todavía a punto de salírsele por la boca. Stefan le arrojó una poderosa vara electrizante a los brazos.
—Está preparada para disparar balas de celofán. Apunta un poco más alto que el objetivo, esas balas siempre se curvan un poco. Medio metro más arriba debería ser suficiente. En esta vara tiene que haber unas veinte balas, y en la otra tal vez treinta.
Cosmo examinó el desconcertante conjunto de válvulas, cañones y botones.
—Soy incapaz de entender cómo funciona esto.
Stefan dio la vuelta a la vara de modo que la culata tocaba el hombro de Cosmo.
—Imagina que es un ordenador: no tienes que saber cómo funciona, ni siquiera tienes que utilizar todas las funciones. Lo único que necesitas usar es la mira, el cañón y el gatillo. —Extrajo una mira circular de su lugar en el cañón y utilizó la almohadilla de succión para sellarla sobre la cuenca del ojo derecho de Cosmo—. La mira te proporcionará la distancia al objetivo, la condición del viento y las balas que quedan en el cargador. Túmbate sobre el puente y dispara y empaqueta a cualquiera que mire con malos ojos en mi dirección.
Cosmo se tendió en el suelo.
—Pero ¿y si...?
—No hay tiempo para preguntar esas cosas —le interrumpió Stefan, al tiempo que enganchaba el mosquetón a una viga—. Haz lo que puedas. Recuerda que Mona y Lorito dependen de nosotros.
«Sin presión», pensó Cosmo con tristeza.
Stefan saltó por encima de la barandilla de seguridad y se lanzó en picado al suelo de la fábrica, tres metros más abajo. Cosmo siguió su avance con el cañón de la vara, mientras la mira electrónica transmitía imágenes ampliadas a su ojo derecho. Stefan estaba bajando a un mundo de locos: los tanques de asalto avanzaban traqueteando por el suelo, disparando balas de cañón a los fugitivos que trataban de escapar. Los Parásitos chupaban la fuerza vital de todos los heridos y de los miembros de las bandas atrapados en los globos de celofán como almas en el infierno.
El mosquetón de rappel frenó la caída de Stefan, pero este se quedó sin cuerda cuando aún estaba a sesenta centímetros de altura. Su peso hizo saltar el carrete y el joven cayó al suelo. Por suerte, una brigada de leguleyos amortiguó su caída. Stefan se desabrochó la anilla y echó a correr antes de que cesasen los quejidos de dolor.
Uno de los leguleyos consiguió levantarse y salió tambaleándose detrás de Stefan. Cosmo movió el cañón de la vara y la mira del ojo se movió en consonancia. Centró la cruz de la mira en la cabeza del leguleyo y luego se acordó del consejo de Stefan y levantó la mira poco más de medio metro.
—¡Eh, tú! —le gritó el abogado a Stefan, y entonces Cosmo disparó.
Una bala salió propulsada del cañón e hizo impacto entre los omóplatos del hombre. Del pequeño proyectil estalló un mar de porquería que paralizó al hombre en el suelo de la fábrica.
Stefan siguió con su carrera, deshaciéndose a tiros de los Parásitos que se interponían en su camino. Las esferas de color azul subían flotando al techo como si fueran los globos de una fiesta. Iba directo hacia un tanque de asalto, pero ¿por qué? ¿Qué se proponía?
No había tiempo para preguntas, y mucho menos para respuestas. Dos leguleyos más se habían fijado en Stefan y se habían descolgado de sus paracaídas para, después de desenfundar sus armas, prepararse para disparar.
Cosmo apuntó y abrió fuego. Demasiado bajo. Las balas se desparramaron por todo el suelo. Medio metro más arriba de la cabeza. Concentración, concentración.
Disparó de nuevo, dos disparos en una rápida sucesión. La vara dio un salto en sus brazos y los leguleyos se sorprendieron enredados en una pegajosa manta de celofán.
Uno a la izquierda. Un poco más abajo. El leguleyo descerrajó una bala que fue a hundirse entre los omóplatos de Stefan y lo empujó hacia delante tres pasos tambaleantes. Cosmo no podía apartar los ojos del Sobrenaturalista. La experiencia lo salvó. Stefan se quitó el abrigo y, en cuestión de segundos, la prenda quedó más prieta que una pelota de fútbol.