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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

Futuro azul (12 page)

BOOK: Futuro azul
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—¿Y por qué no hemos hecho nada?

—¿Hacer qué? ¿Pegar un tiro al aire a plena luz del día? Jean-Pierre nos habría disparado a nosotros. Aquí no podemos hacer nada, igual que tampoco podemos ir pegando tiros en los hospitales. Tal vez Jean-Pierre sufra un ataque al corazón y el Parásito le dé un empujoncito. Así habrá muerto de causas naturales, ¿sabes? O a lo mejor el Parásito tan solo le roba unos cuantos años de vida. Eso es lo más curioso de los de su raza, que nunca se sabe. No hay crimen, no hay juego sucio, no hay sospechoso ni víctima. Hace solo un año, nunca veías salir a un Parásito durante el día, pero ahora cada vez se los ve más.

Cosmo examinó la creciente muchedumbre de gente en las calles. Era más difícil ver a los Parásitos a la luz del día, pero ahí estaban, sentados en cuclillas en los hombros de sus futuras víctimas o proyectando su sombra sobre ellos desde el aire.

Mona vio cómo los miraba.

—Eso es. No les gusta demasiado la luz, pero ahí están. Tampoco les gusta el agua. No los mata, pero un buen remojón puede absorberles casi toda la energía. Por eso rezo todos los días para que llueva.

—Entonces, ¿eso es todo? Una vez que te escoge un Parásito, ¿se acabó?

—No necesariamente. Pueden salvarte los equipos de emergencia, o puedes tener suerte, o en nuestro caso, no salir a patrullar esa noche en particular. Por lo general, los Parásitos no salen hasta que ocurre la tragedia, pero a veces el olor a muerte es demasiado intenso para resistirlo.

Recorrieron Booshka a toda prisa en dirección a la Barricada. Cosmo mantuvo la cabeza gacha todo el tiempo, aterrorizado de llamar la atención de los Parásitos, temeroso de que su mirada atrajese a uno de ellos y decidiese entonces encaramarse en su hombro.

—¿Ya os vais? ¿Tan pronto? —dijo una voz.

Miguel y los Encantos estaban colgados de una barandilla, a tres pisos de altura.

—Tengo que irme —respondió Mona—. Tengo trabajo que hacer.

—Pues deberías quedarte por aquí, chiquita. Esta noche va a pasar algo grande: vamos a presentar en sociedad el Myishi Z12. Vamos a barrer con todo.

—Ah, ¿sí? Pues a lo mejor deberíais dejarlo para otro día. He oído que últimamente la niebla tóxica está muy mal.

Miguel se echó a reír.

—Pero ¿qué dices, chica? A los Encantos les trae sin cuidado la niebla. Esta noche tenemos un asunto muy importante entre manos.

Cosmo miró arriba por el rabillo del ojo. Media docena de Parásitos estaban pegados a la pared que había encima de la cabeza de los Encantos, mirando casi con devoción y con aquellos ojos redondos a sus futuras víctimas.

Mona siguió andando.

—Pues, por lo que parece, esta noche nosotros también vamos a estar muy ocupados.

5
Encantos y Bulldogs

DOCE
horas después, Cosmo volvía a estar de nuevo en Booshka. Esta vez, en la parte de atrás de la Furgomóvil, con los demás Sobrenaturalistas. Mona aparcó a la sombra de un toldo de chapa metálica que había enfrente del cuartel general de los Encantos: una comisaría de policía abandonada en el interior de la Barricada. Fuera, todo estaba cerrado, porque era de noche y las calles estaban desiertas, salvo por unos cuantos grupos de jóvenes y de vagabundos.

A Stefan no le gustaba la situación.

—Los Parásitos podrían equivocarse. Podríamos estar perdiendo el tiempo toda la noche.

—Había demasiados, Stefan —respondió Mona—. Si solo hubiese habido uno podría tratarse de un error, pero las criaturas estaban esperando una auténtica catástrofe. Miguel dijo que los Encantos iban a sacar el Myishi Z12 esta noche. Es seguro que van a ganar y las demás bandas se van a poner como locas.

Stefan se encogió de hombros.

—Las bandas siempre se ponen como locas.

A Mona le brillaron los ojos.

—Esos chicos fueron mi familia durante mucho tiempo, Stefan. Tienes que cuidar de tu familia, tú deberías entenderlo.

—De acuerdo —dijo Stefan de mala gana—. Los vigilaremos un par de horas, pero luego volveremos al ordenador.

—Gracias, Stefan. Lorito se apartó de la ventanilla.

—Muy bien, allá vamos.

Los Encantos estaban saliendo del aparcamiento subterráneo de la comisaría de policía en una serie de Krom trucados liderados por Miguel, que conducía un Myishi Z12 muy bien camuflado.

—Ahí está —señaló Mona—. El precio de mi libertad.

Cosmo restregó el cristal sucio de la ventana para mirar por un agujerito.

—Pues no parece gran cosa.

Mona arrancó el motor de la Furgomóvil, que era increíblemente silenciosa a pesar de su tamaño.

—Eso es lo más ingenioso. Si los Encantos llegasen con el Myishi Z12, nadie apostaría contra ellos, mientras que de este modo se aseguran de obtener más dinero. —Se incorporó a la carretera, a una distancia considerable de la caravana de los Encantos—. Nunca llegaste a contarme la historia de cómo te hiciste con ese coche, Stefan.

Stefan sonrió.

—Lo saqué de la división experimental de Myishi. Estaban probando un par y uno de ellos no enfiló bien la curva. Se empotró directamente contra un depósito de combustible. Seguí a un enjambre de Parásitos a las instalaciones y empecé a disparar. Los abogados se me acercaron demasiado y entonces cogí el otro coche. Ese trasto es alucinante, está a años luz de los de competición. Hasta tiene alerones por si quieres optimizarlo. Me dolió mucho tener que desprenderme de él.

Mona le dio un golpe en el pecho, un gesto de cariño viniendo de ella.

—Muy bien, Stefan. Gracias. ¿Cuántas veces quieres que te dé las gracias?

—Con otro par de miles de veces bastará.

Los Encantos desfilaron por la avenida, haciendo sonar unas bocinas personalizadas para despertar a toda la calle. Una multitud de gente no tardó en arremolinarse en los balcones, haciendo ondear pañuelos. Miguel saludó como si fuera un rey, sacando la mano por la ventanilla.

Mona permaneció rezagada con la Furgomóvil hasta que hubieron dejado atrás la plaza Roja. La caravana de coches se dirigió hacia el este.

—Muy bien, al este. Eso es territorio Bulldog. Van a competir en la vieja fábrica Krom.

Lorito introdujo aquella información en el ordenador de a bordo y al cabo de unos segundos el servidor del almacén les envió unos planos de la fábrica.

—Es perfecta. Si utilizan las cadenas de montaje, tienen dos carriles de cinco kilómetros sobre asfalto sólido.

—¿Acceso? —inquirió Stefan.

—Seis puertas en el nivel de la planta baja, que supongo que no vamos a utilizar.

—Correcto.

—En ese caso recomiendo las rampas de las placas solares del tejado. Estoy seguro de que los lugareños hace mucho tiempo que robaron las placas solares, así que deberíamos poder subir al nivel superior.

Cosmo lanzó un gemido. Más azoteas... Sin embargo, no dijo nada.

Stefan pareció leerle el pensamiento.

—No te preocupes, Cosmo —dijo—. Anoche lo hiciste muy bien. Tendiste aquel puente como si fueras un bombero. También supiste defenderte con la vara electrizante, aunque la verdad es que le diste más veces a las paredes que a los Parásitos.

—¿Un cumplido de Stefan Bashkir? —exclamó Mona, haciéndose la sorprendida—. Deberías grabar eso y ponértelo todas las noches porque lo más seguro es que no vuelvas a oír otro.

Cosmo se echó a reír, pero las palabras de Stefan significaban mucho para él. Por primera vez, se sentía casi parte del grupo.

Mona hizo avanzar la Furgomóvil por varios callejones estrechos, plegando los espejos laterales contra las puertas. La fábrica Krom apareció imponente ante ellos, y la luz anaranjada de unas fogatas parpadeaba entre los paneles vacíos del tejado.

—Ese debe de ser el sitio —anunció Mona, y apagó el motor. Trepó a la parte de atrás—. Debe de haber al menos cincuenta Bulldogs dentro, todos armados hasta los dientes con antiguallas de pólvora y algún que otro empaquetador o un Shocker. Estoy segura de que va a haber algún accidente; o eso, o una pelea entre bandas. Stefan asintió con la cabeza.

—Muy bien. No nos meteremos hasta que pase lo que sea que tenga que pasar. Luego nos encargaremos de nuestros amiguitos invisibles.

A Mona no le gustó el plan.

—¿Y no deberíamos intentar sabotearlo todo? Para impedir el desastre...

—No. No podemos predecir el futuro. A lo mejor cuando intentemos sabotearlo provocamos nosotros el desastre.

Tenía sentido, aunque a Mona no le hiciese un pelo de gracia. Stefan apoyó la mano en su hombro.

—¿Estás bien, Mona? ¿Podrás hacer el trabajo?

Mona insertó una batería en su vara electrizante.

—No te preocupes por mí, Stefan. Sé perfectamente a qué hemos venido.

—Bien. Subiremos por la escalera de incendios, atravesaremos el tejado y entraremos por la planta superior. Permaneced atentos, a las bandas podría haberles crecido el cerebro y podrían tener apostados centinelas en el tejado.

Lorito se pegó un botiquín de primeros auxilios al pecho con velcro.

—Sí, claro, y los cerdos vuelan.

El callejón era tan estrecho que tuvieron que bajarse de la Furgomóvil por la parte trasera y luego encaramarse al techo para alcanzar la escalera de incendios de la Krom. Los rugidos de los motores y los vítores solo se oían ligeramente amortiguados por las paredes de la fábrica. El último peldaño de la escalera de incendios estaba un metro por encima del alcance de Stefan y, en lugar de desplegar una escalera, asió a Lorito de la cintura.

—¿Estás listo?

Lorito asintió.

—Arriba, entonces.

Stefan elevó en sentido vertical al hombrecillo hasta que este alcanzó el último peldaño. Su peso arrastró la escalera de incendios hasta el nivel del suelo, y treparon uno a uno, mientras Stefan se quedaba el último para cubrir la retaguardia. Si alguien tenía alguna probabilidad de romper el peldaño, ese era el chico alto.

Sin embargo, la escalera de incendios soportó el peso, y al cabo de unos minutos los Sobrenaturalistas se encontraron boca abajo sobre el tejado de suave inclinación, asomándose por el hueco vacío que habían dejado unas placas solares. Por debajo de ellos se extendían los despojos de una megafábrica que en el pasado había llegado a dar empleo a más de veinte mil habitantes de Ciudad Satélite.

Las cadenas de montaje elevadas estaban reforzadas por largas extensiones de vigas soldadas. Los androides constructores habían sido despojados de cualquier componente útil y colgaban sin fuerzas de sus puestos como esqueletos robóticos. En lo alto, unos complicados puentes y unos sistemas de monorraíl magnético se entrelazaban en el aire, y los ganchos, las abrazaderas y los equipos de luz colgaban de ellos cómo piezas de joyería mecánica.

Los Bulldogs y los Encantos estaban frente a frente en la típica posición tribal. Al menos cien miembros de cada banda aparecían adoptando poses junto a sus vehículos, sacando pecho, con la barbilla levantada y pavoneándose. Los propios vehículos parecían la versión en automóvil de la cola de un pavo real: unos alerones enormes adornados con gráficos digitalizados, neumáticos de caucho de los antiguos y capós arrancados para dejar al descubierto unos motores palpitantes. Solo el Myishi Z12 carecía de cualquier adorno. Era una pantera en reposo.

La carrera ya había comenzado. Había dos coches subidos a la cadena de montaje, destrozando la pista de cinco kilómetros con la poscombustión de gasolina y nitroso. Las reglas eran muy simples: había una barrera electrificada en cada carril; en cuanto se levantaba la barrera, el conductor tenía que pisar a fondo el acelerador. Si lo hacía demasiado tarde, la carrera había terminado; si lo hacía demasiado pronto, la descarga eléctrica de la barrera hacía saltar por los aires el coche y al piloto, y los desalojaba de la pista. El primero que pasase el poste se llevaba los honores y el premio en efectivo del ganador.

Los Sobrenaturalistas no eran los únicos espectadores de las gradas superiores: varias docenas de Parásitos se encaramaban como arañas a la infraestructura, y bajaban en picado a chupar unas cuantas gotas de vida de cualquiera de los conductores heridos. Como de costumbre, los pilotos eran del todo ajenos a las atenciones del grupo.

Cosmo desenfundó su vara electrizante.

—Espera —ordenó Stefan—. Este no es el acontecimiento principal. No se reúnen tantos Parásitos por unas cuantas heridas de poca consideración. Tenemos que esperar hasta que pase algo más grave.

Stefan estaba tamborileando con los dedos sobre su propia vara electrizante. Era evidente que el mero hecho de permitirles a los Parásitos robar aunque fuese una sola gota de esencia vital le estaba matando. A veces los líderes tenían que tomar decisiones difíciles.

Lorito estudió el altímetro de su reloj.

—Estamos al menos a seis metros del suelo. Si de verdad pasa algo, no voy a poder ayudar a nadie, y la única razón por la que estoy aquí es para curar a los heridos. Ya sabes lo bien que se me da disparar a los Parásitos, así que si no voy a poder curar a nadie, entonces será mejor que vuelva a mi antiguo trabajo. Me pagaban mejor y no tenía que aguantar tus cambios de humor de adolescente.

La mirada de Stefan podría haber hecho agujeros en un bloque de titanio.

—Lorito, ahora no es el momento.

Lorito le devolvió la misma mirada.

—¿Que no es el momento? ¿Ahora solo salvamos vidas cuando tú lo digas? Bueno, si hubiese sabido eso me habría quedado en casa en nuestro palacio y me habría tomado unas cervezas.

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