Cosmo se detuvo delante del primer ascensor.
—No, no, cariño —dijo el hombre de la cubeta—. Tú vas al Observatorio. —Pronunció el nombre en tono reverencial, como si fuese un sitio muy importante. Cosmo lo siguió al último elevador de la hilera, un bloque dorado sin botón de llamada, solo un interfono de vídeo.
El encargado de la cubeta se puso delante de la cámara y se alisó el pelo con la mano, a la que acababa de dar un lengüetazo.
—Traigo al chico, el que destrozó el tanque.
No hubo respuesta, pero la puerta se abrió deslizándose sin hacer ruido.
—Hala, adentro, cariño —dijo el hombre, dándole un empujón.
—Ya te echo de menos —repuso Cosmo mientras se cerraba la puerta.
Por qué no. Había muy pocas posibilidades de que volviera a ver a aquel hombre. De un modo u otro.
El ascensor subió tan rápido que pareció quedarse completamente inmóvil. Cosmo no se dio cuenta de que se había movido hasta que una de las paredes se corrió y dejó al descubierto una ventana de cristal. El ascensor estaba en la parte exterior del edificio y salió disparado hacia arriba como una bala de cañón. Fuera, la ciudad pasaba como un fogonazo, con rayas de luces borrosas por la velocidad. La caja dorada no tardó en rebasar la altura de los demás edificios y avanzó inexorable hacia arriba, hacia el cielo. Cosmo tuvo la sensación de que si por cualquier motivo el ascensor se detenía en ese momento, él seguiría hacia arriba, perdiéndose en el universo.
No había tiempo para plantearse la posibilidad de escapar, ni tampoco lugar al que escapar. Era lo mismo que intentar escapar de un paracaídas, pero antes incluso de que se le hubiese ocurrido esa comparación, el ascensor empezó a aminorar el ascenso y se detuvo en algún lugar cerca del límite de la atmósfera. Era como si, al levantar la mano, Cosmo fuese a rozar con los dedos el Satélite Myishi.
La puerta se abrió y una mano de gran tamaño lo asió por el cuello. Lo sacó a rastras del ascensor a la habitación más opulenta que había visto en toda su vida. Las paredes estaban llenas de cabezas ilegales de animales disecados: elefantes, osos, un gorila y cientos de pájaros. Había incluso un delfín extinguido, sacudiendo las aletas animatrónicamente en una cuba de conservante azul. Unos sofás bajos amueblaban la parte baja de las paredes, envueltos en unos fulares cubresofás de aspecto muy lujoso. Llamaban la atención las distintas obras de arte de apariencia muy costosa, incluyendo el holograma de un mimo en un cubo suspendido en el aire.
—Bienvenido a la Myishi Corporation —dijo una voz femenina.
Cosmo miró al otro lado de la enorme habitación, a un salón un poco más hundido en el suelo. Una mujer esbelta estaba recostada sobre un sofá forrado de piel, pasando el dedo por el borde de una copa alargada de cristal. Había al menos media docena de guardaespaldas en un radio de dos metros de ella, y Cosmo percibía los ojos de aquellos hombres al otro lado de las lentes negras de sus gafas de sol. Gafas de sol de noche. Todo aquello era raro y cada vez más raro.
Uno de los guardaespaldas ajustó un pequeño disco en la montura de sus gafas.
—Está limpio —anunció en un tono de voz capaz de limar hasta la madera—. No lleva armas encima.
No eran gafas de sol normales y corrientes, por lo visto.
La mujer se levantó. Era alta y delgada, aunque no había indicios de operaciones de cirugía. Aquella mujer parecía muy capaz de cargarse a un par de hombres de seguridad con solo chascar los dedos. Tenía los rasgos duros y bronceados. El bronceado debía de ser artificial, porque nadie con dos dedos de frente se ponía ya bajo la exposición directa al sol. Llevaba el pelo corto, rubio y encanecido en las sienes. Iba vestida con un traje de lino holgado, casi como un pijama, y llevaba unas sandalias de cuero con un anillo de oro en el segundo dedo del pie.
—Así que tú eres el que destrozó uno de los tanques de asalto —dijo. Tenía la voz melodiosa, casi hechizante—. ¿Sabes cuánto cuesta uno de esos tanques?
Cosmo negó con la cabeza.
—Una auténtica fortuna. No importa, los tenemos asegurados. El caso es que el cañón del tanque está preparado para que no pasen esta clase de cosas: solo se abre durante una centésima de segundo antes de que se dispare el proyectil, y tú conseguiste meter una bala de celofán ahí dentro en ese tiempo. Muy impresionante, si es lo que pretendías. Hemos analizado tu ADN, señorito Cosmo Hill, no-patrocinado. Se supone que estás muerto.
Cosmo decidió que aquel era un buen momento para cambiar de tema.
—¿Es usted la señorita Myishi?
La mujer se echó a reír, con un suave repiqueteo que hizo que a Cosmo le dieran ganas de reír con ella.
—¿La señorita Myishi? No. No ha habido ningún Myishi al timón de Myishi Corporation en casi cien años. Solo conservamos el nombre por motivos de publicidad y reconocimiento público. La
zaibatsu
Myishi no estaba preparada para la vida moderna: demasiados principios morales orientales. Yo soy...
En ese preciso momento, la puerta del ascensor se abrió y Stefan salió del aparato. Tenía el ceño fruncido, como era tan habitual en él, hasta que vio a la mujer rubia.
—¿Ellen...? ¿Profesora Faustino? —dijo en tono vacilante—. ¿Qué hace usted aquí? ¿La han hecho prisionera también?
Stefan se zafó de un par de hombres de seguridad que lo asían por los codos y cruzó la habitación. Con un solo chasquido de sus dedos, Faustino hizo retroceder al ascensor a los guardaespaldas, un ademán que no pasó desapercibido a Stefan. Se paró en seco.
—¿Trabaja aquí, profesora Faustino?
—Ahora soy la directora Faustino, Stefan.
La perplejidad más absoluta se apoderó del rostro de Stefan. ¿Era aquella mujer una vieja amiga o una nueva enemiga?
—¿Directora? Nunca creí que acabaría trabajando para las empresas, sobre todo para Myishi.
—Luchar desde dentro, Stefan. Atacar desde la retaguardia.
—Bueno, dentro está... eso desde luego.
Faustino levantó los brazos y apoyó las manos en los hombros del chico.
—Bueno, bueno, bueno... el pequeño Stefan Bashkir. Has crecido.
Cosmo no salía de su asombro. ¿El pequeño Stefan Bashkir? ¿Quién era aquella mujer?
Stefan parecía abochornado por la atención. ¿Se estaba sonrojando?
—Han pasado más de dos años desde que te saqué de aquel asilo para viudas y huérfanos. La última vez que te vi, aún seguías con la policía de la ciudad. Ahora te has pasado al otro bando. —Faustino cogió un pequeño mando a distancia extraplano de la mesilla del café—. No creas todo lo que dicen de Myishi, Stefan. Hacemos más obras buenas que malas. —Rozó un botón con un elegante dedo y la totalidad del techo de la suite se deslizó despacio hacia atrás y dejó al descubierto las estrellas del cielo y, por supuesto, el Satélite—. El Satélite que salvó...
—Que salvó el mundo —completó la frase Stefan—. Todos lo hemos visto en televisión. Lo vemos cada veinte segundos, de hecho.
Faustino sonrió.
—No, así no lo habéis visto. Acércate, Stefan, y tú también, señorito Hill. Sentaos, la vista es espléndida.
Cosmo atravesó la lujosa moqueta, abriéndose paso entre varios guardaespaldas de aspecto hostil. Seguramente aquellos hombres no habían hecho picadillo a nadie todavía aquel día y estaban buscando una excusa. Se sentó entre Stefan y Ellen Faustino en un sofá bajo. El perfume de la mujer se acercó flotando hasta él como si fuese un aroma que hubiese olido una vez en sueños, pero no se acordaba.
—¿Estás cómodo? —le preguntó ella.
Cosmo asintió con aire vacilante. Nunca antes le habían hecho esa pregunta; los supervisores del Clarissa Frayne no solían andar por ahí preocupándose de si un huérfano estaba incómodo, precisamente. De hecho, casi todas las veces eran ellos los responsables de la incomodidad.
Faustino apretó un segundo botón del mando a distancia y el sofá se inclinó hacia atrás, al tiempo que se desplegaban unos altavoces por detrás de los reposacabezas. En ese momento, estaban mirando directamente a través del techo transparente al Satélite que había más allá. El techo se flexionó ligeramente y de pronto todo multiplicó su tamaño un millar de veces. Era como si el Satélite estuviese a punto de chocar contra el edificio.
Cosmo se levantó de un salto.
—Relájate, chico —dijo Ellen, al tiempo que apoyaba los finos dedos en sus muñecas—. El Observatorio suele tener ese efecto en los primerizos.
La ampliación al detalle era espectacular: Cosmo era capaz de ver hasta las placas solares individuales de las alas del satélite. Veía salir despedidos los chorros de gas de los estabilizadores y a los
dish-jockeys
flotar por la superficie cóncava de la antena principal. Era inmenso, inconcebible.
Stefan no estaba tan impresionado.
—¿Qué hacemos aquí, profesora Faustino? ¿De qué va todo esto?
—Ten paciencia, Stefan. Ese ha sido siempre tu gran defecto. A veces una historia es demasiado buena para que te la cuenten toda de una sola vez.
Faustino pulsó una combinación de botones y varias pantallas aparecieron en la lente gigante. Las pantallas mostraban imágenes de viejos noticiarios de principios del milenio, escenas de Europa y Oriente Próximo asolados por la guerra, hambre en África y terremotos en Sudamérica. Los altavoces empezaron a emitir de pronto con calidad de sonido envolvente.
Faustino proporcionó los comentarios.
—No hace mucho, el mundo se destruía en mil pedazos. Sencillamente, no había suficiente espacio en el planeta para todos. El Satélite Myishi ha conseguido solucionar ese problema.
Stefan se cruzó de brazos e hizo lo propio con sus botas, todo con gran estruendo, lenguaje corporal internacional para decir: «¿Y qué más?».
—Sé cuál es la opinión que te merece Myishi, Stefan —dijo Faustino—, pero dame una oportunidad y creo que descubrirás que ambos luchamos contra el mismo enemigo.
—Eso lo dudo —replicó Stefan entre dientes.
—El problema era que los países no estaban dirigidos como una empresa; las decisiones se tomaban basándose en la religión o la historia, fundamentos muy poco sólidos para basar cualquier decisión, como todo el mundo sabe. Los estados se descomponían por culpa de los fanatismos y los enfrentamientos de siglos de antigüedad. La Myishi Corporation ha abordado todos esos problemas, y creo que estamos ganando.
—¿Cómo puede decir eso? —la interrumpió Stefan—. Distintas partes de la ciudad están sumidas en el caos. La gente se muere de hambre.
—No estoy diciendo que las cosas sean perfectas, Stefan. Ha habido contratiempos, pero este es un sistema nuevo. Las ciudades satélite podrían solucionar el problema de la superpoblación del mundo. El almacenamiento en el espacio sideral es el futuro, Stefan, y esa es la verdad. Cada familia tiene una media de diez aparatos dirigidos por ordenador. ¿Te das cuenta de cuánto espacio de memoria ocupa eso? En una ciudad de este tamaño, eso supone diez manzanas solo para electrodomésticos. Luego están la administración, el ocio, los viajes, las comunicaciones... Guardamos todo eso en un satélite en órbita geoestacionaria por encima de la ciudad que se actualiza constantemente, que se repara a sí mismo constantemente.
Cosmo fue el primero en vislumbrar adonde conducía todo aquello.
—Que se reparaba solo hasta hace poco —dijo—, porque últimamente el Satélite ha estado fallando muchísimo.
Faustino apagó las imágenes de los noticiarios.
—Eso es verdad. Está funcionando cada vez peor. Como veis, tenemos equipos de
dish-jockeys
reparando las veinticuatro horas del día. Hemos conseguido tapar algunas cosas para que no salieran a la luz pública, pero está corriendo la voz. Es un duro golpe para las acciones de Myishi.
—A los enfermos y los sin techo les traen sin cuidado la cotización de las acciones —contestó Stefan.
Por un segundo, un fogonazo de irritación afloró a los labios de Ellen Faustino, pero luego desapareció.
—Nos estamos ocupando de eso, Stefan. Hemos puesto en marcha proyectos a largo plazo: asilos, planes de empleo, clínicas de rehabilitación... Estoy haciendo todo lo posible por recaudar los fondos de Myishi International en Berlín. De hecho, la oficina central había concedido una subvención de cuarenta mil millones de dinares para fines sociales para la ciudad hasta que surgió este último problema.
—¿Qué problema? —preguntó Stefan, tratando de aparentar un leve interés superficial.
—Bueno, creo que los dos sabemos cuál es ese problema. —Ellen Faustino se levantó del sofá y se alisó las arrugas de su traje de lino.
Stefan estaba de pie junto al sofá, mirando a la mujer directamente a los ojos.
—He dicho que qué problema es ese, profesora Faustino.
Faustino le sostuvo la mirada, en absoluto intimidada.
—A mí no me hables así, Stefan. Tu madre no lo aprobaría. Respuestas, por eso es por lo que te he traído aquí. Por eso es por lo que tú y tu pequeño ayudante no estáis ahora mismo en la sala de interrogatorios.
Ellen Faustino proyectó unas imágenes más en las pantallas del techo.
—Mira arriba, Stefan. Están tocando tu canción favorita.
Stefan volvió a tomar asiento en el sofá. Arriba se estaba desarrollando digitalmente una escena muy familiar: mostraba a los Sobrenaturalistas disparando a los Parásitos en la azotea del edificio Stromberg, en espléndidos colores de tecnología
true-tone.
Stefan le guiñó un ojo a Cosmo.
—Eso no prueba nada. Esa gente lleva placas protectoras de cráneo, así que no se ve quiénes son. Y aunque se les viese la cara, no hacen daño a nadie.
Faustino miró a su alrededor con aire teatral.
—No estamos ante un tribunal, Stefan. Yo aquí no veo a ningún abogado. Si quisiera presentar cargos contra ti, lo habría hecho hace dos años.
El asombro de Stefan se abrió paso a través de su máscara de indiferencia.
—¿Que habría hecho qué?
—Así es, jovencito. Llevo ya mucho tiempo sin quitarte el ojo electrónico de encima, por así decirlo: una frecuencia especial en el sistema de alcance del Satélite dedicada a tus actividades nocturnas. Bueno, para ser más precisos, centrada en tus correrías nocturnas por los tejados de la ciudad, y créeme, tengo muchísimas imágenes de tu cara sonriente sin esa placa protectora. Por no hablar de la señorita Mona Vasquez y de un tal Lucien Bonn, alias Lorito. Tengo pruebas suficientes de las fechorías de tu grupito para enterraros casi en el centro mismo de la Tierra.