—Era. Murió. Bueno, en realidad se suicidó.
—Alejo enarcó las cejas sorprendido.
—¿Y sueña con él muy a menudo?
—A veces, aunque creí que ya lo habría superado.
—Pues se ve que no. Es más, cuando le pregunté quién era, negó conocer a algún Raúl. ¿Hace mucho que murió su amigo?
—Hace bastantes años.
—Entonces debería ir a un psicólogo.
—Ya se lo dijimos, pero siempre se ha negado.
El siguiente fin de semana Alejo y Darío acudieron juntos a un par de locales góticos. Primero estuvieron en La sepultura y después volvieron a visitar The Gargoyle, el local favorito del joven gótico. Allí permanecieron el resto de la noche. El escritor se sorprendió varias veces mirando en dirección a la puerta. ¿Esperaba ver aparecer por ella a la atractiva desconocida que había conocido en aquel lugar? Posiblemente así era, aunque Alejo no estaba por la labor de reconocerlo. Sin embargo, no se presentó y el escritor empezó a aburrirse como una ostra.
Darío había desaparecido hacía un rato. Anunció que iba a pedir una copa, pero tardaba más de la cuenta en regresar, por lo que Alejo empezó a considerar la posibilidad de que hubiera decidido darle esquinazo para buscar compañías más afines.
Alejo se dirigió al baño para refrescarse un poco la cara, pues el calor dentro del local resultaba sofocante. Al bajar las escaleras que conducían al aseo le pareció escuchar la voz de Darío, pero no estaba seguro, ya que el volumen de la música ahogaba cualquier conversación.
De repente vio cómo Darío era empujado contra una de las paredes del pasillo de acceso a los baños. No pudo ver la cara del agresor porque lo tapaba un muro decorado con terciopelo rojo, pero observó que tenía brazos de estibador.
—¡A mí no me engañas, niñato de mierda! Sé que sabes más de lo que cuentas —le decía el extraño a Darío.
—¡Ya me interrogó la policía! Y usted no tiene ningún derecho a tratarme de este modo.
—Mentiste a la policía. Le dijiste que no estabas aquí la noche en que apuñalaron a Alejandra, pero tú y yo sabemos que es mentira.
—Lo tenía bien sujeto por el cuello. Alejo se lo pensó dos veces, pero al fin decidió intervenir.
—¡Eh, oiga! ¿Qué hace? ¡Suéltelo! —vociferó sacando su tono de voz más brusco.
—¡Usted no se meta donde nadie le llama! —replicó el hombre dirigiéndole una mirada fugaz.
—Sí que me meto. Es mi amigo. ¿Se puede saber quién es usted y por qué lo trata así?
Por un momento, soltó a Darío. Éste, sin embargo, permaneció acorralado contra la pared sin atreverse a dar un paso. Alejo comprobó que el extraño no era un adolescente, sino un hombre hecho y derecho «disfrazado» de negro, igual que él.
—Si es su amigo, entonces quizá pueda responderme algunas cuestiones —dijo focalizando todo su interés en Alejo—. ¿Conocía usted a Alejandra Kramer?
—No. ¿Quién es?
—La joven que apuñalaron aquí mismo hace unas semanas.
Entonces Alejo se dio cuenta de que, a pesar de que los propietarios del local habían intentado borrar las manchas, la moqueta estaba teñida de una capa oscura e irregular que bien podría ser sangre seca.
—No sé nada sobre ese asunto.
—Pero su amiguito sí.
—Aún no ha dicho quién es usted.
—Me ha contratado el señor Kramer, el padre de Alejandra. Estoy investigando su muerte.
—¿Y qué le hace pensar que Darío tiene algo que ver con ella?
El gótico no daba crédito a la reacción de Alejo. ¿Estaba soñando o el escritor le defendía? De pronto, el novio de su hermana había cobrado varios puntos en su escala de valores.
—Tiene antecedentes policiales por profanación de tumbas y se da la circunstancia de que estaba presente la noche en que la mataron.
—Escúcheme, eso no significa nada. Así que, si no es policía, le sugiero que lo deje en paz de una vez. No tiene ningún derecho a acosarlo, y mucho menos a retenerlo.
Alejo se puso entre ambos, haciendo ver al investigador que no estaba dispuesto a permitirle seguir su interrogatorio.
—Muy bien. ¡Perfecto! Usted sabrá lo que hace, pero pienso seguir con mi investigación y si él está implicado reuniré las pruebas necesarias para encarcelarlo. A usted también por encubrirlo.
—Usted lo ha dicho: si está implicado. Pero da la casualidad de que no lo está, así que investigue por otro lado.
Aquel hombre no parecía muy convencido, pero no tuvo más remedio que marcharse. A fin de cuentas, sólo era un detective privado con complejo de matón siciliano contratado por un padre desesperado.
Una joven ataviada con el hábito típico de la Orden de las Clarisas recorrió el pueblo amparada por la oscuridad. Buscaba un lugar en el que ocultarse, y no sólo de las miradas indiscretas, sino también de sus instintos. Pero era una quimera. En el fondo sabía que jamás podría escapar de sí misma.
Era evidente que no debía permanecer por más tiempo en el pueblo, pero tampoco se atrevía a regresar a casa de Emersinda. Tenía varias razones y todas eran poderosas. Muy pronto descubrirían el cadáver de la niña. Cuando esto ocurriera, tarde o temprano saldría a colación la visita de la extraña «monja» que se había presentado en casa de la pequeña momentos antes de que fuera asesinada. Siguiendo este razonamiento, lo más probable era que las autoridades preguntaran en los conventos de la zona. Y, cuando le tocara el turno al de Santa Clara de Jesús, las monjas mencionarían sin duda que habían dado hospedaje a una extraña mujer llamada Analisa, cuya única obsesión era hablar con una tal Patrocinio.
Desde luego, Analisa no era un nombre común. Y como ya se habían producido una serie de extraños sucesos en torno a ella y su tía, el hecho de que ambas estuvieran oficialmente muertas no sería un impedimento para que las gentes del pueblo se reunieran en torno a la casa de Emersinda en busca del monstruo capaz de haber dado muerte a la niña.
No en vano aquéllos eran tiempos en los que el populacho aún estaba convencido de que las brujas campaban a sus anchas por caminos y encrucijadas, y que los demonios anidaban en las almas de los desdichados que tenían la desgracia de caer bajo sus garras. Asimismo, muchos creían a pies juntillas en las visitas nocturnas de íncubos y súcubos, unos misteriosos seres capaces de chupar la sangre a los infelices durmientes y de copular con ellos en contra de su voluntad.
Los vampiros constituían, en realidad, parte del folklore brujeril que tan magistralmente representó Francisco de Goya en muchos de sus óleos y frescos. El vulgo pensaba que los brujos que en vida habían comerciado con el Diablo, una vez muertos, pasaban a formar parte de su legión infernal y que el Maligno los transformaba en criaturas que succionaban la sangre de los vivos durante las horas nocturnas.
Presumiblemente, las personas con una cierta cultura ya no creían ni en brujos ni en no-muertos. Muchos de ellos habían comprendido que estos personajes eran utilizados por el propio cristianismo para ganar adeptos. Para la Iglesia de aquel tiempo, todo el que no permaneciera dentro del redil pasaba a formar parte de un grupo, cada vez más nutrido, del que convenía desconfiar. Sólo los fieles temerosos de Dios podrían hallar refugio en el seno de la Iglesia. De eso se trataba. Sin embargo, aunque se daba por hecho que estas creencias ya sólo estaban arraigadas entre la gente inculta, lo cierto es que esto era mucho suponer.
La propia Analisa había pertenecido al grupo de los racionalistas, y había sido así hasta que se topó de bruces con la cruda realidad que ahora vivía, una realidad cuya naturaleza en absoluto comprendía. La joven se sentía como un monstruo, como una alimaña sanguinaria incapaz de controlar sus actos.
Por otra parte, a la conmoción inicial de «despertarse» en el panteón junto a Emersinda se había sumado una terrible sospecha que crecía por momentos. ¿Y si aquel ser diabólico vivía? ¿Y si no se había extinguido porque ya estaba muerto desde hacía años? ¿Y si había estado conviviendo desde el principio, y sin saberlo, con una no-muerta? ¿Y si todo obedecía a un calculado plan para convertirla en un ser atroz y despiadado? Y, de ser así, ¿por qué la había escogido? ¿Qué ganaba con ello y cuáles eran sus verdaderas intenciones?
No. No podía regresar a ese lugar. Pero tampoco podía detenerse por más tiempo a pensar. Tenía que huir de allí de inmediato.
Atravesó el pueblo y se dirigió hacia las afueras como una exhalación.
Aquélla fue una noche de revelaciones para Analisa.
Una de las primeras cualidades que descubrió acerca de su nuevo estado fue que había cobrado una asombrosa agilidad. Tras probar la sangre de la niña comprobó que era capaz de correr y saltar de manera sorprendente. La debilidad que había experimentado durante los días posteriores a su muerte había quedado atrás dejando paso a unas nuevas habilidades aún desconocidas para ella. Sin embargo, lo que no intuyó mientras atravesaba a gran velocidad campos y caminos fue que necesitaría seguir ingiriendo sangre con cierta regularidad para poder mantenerse en unas condiciones físicas aceptables.
Otra de las cosas que averiguó fue que había desarrollado la capacidad de ver a la perfección en la más absoluta oscuridad. Esto, junto con su nuevo sentido de la orientación, le permitió buscar refugio en un antiguo molino medio derruido. Orientarse nunca había sido su fuerte. No obstante, ahora era capaz de encontrar «sitios seguros» para ocultarse ante cualquier amenaza aunque no conociera la zona en la que se hallaba.
Tan pronto alcanzó el viejo molino, se acurrucó en el suelo y lloró amargamente. Permaneció en postura fetal buena parte de la noche. «¡No lo volveré a hacer! ¡Yo no soy así!», musitaba aterrada.
Analisa por fin sabía lo que era, en qué se había convertido y quién era la responsable de su insufrible tortura. La rabia y el odio se apoderaron de ella. Por unos instantes fue capaz de olvidar su sufrimiento, su miedo, sus remordimientos y también la carita de la niña muerta para centrarse en el blanco de su ira: su tía.
La sed de venganza se había instalado en su mente y lo había hecho de forma inquietante.
«¡Si está viva, acabaré con ella! Nadie se merece volver a pasar por esto», concluyó.
De pronto advirtió que el Sol pedía paso a la Luna y que la luz del día ganaba terreno a las tinieblas.
Tendría que esperar para llevar a cabo su plan. No estaba segura de que la luz pudiera dañarla, pero recordó las curiosas costumbres de su tía. Ésta jamás permitió que Analisa descorriera las cortinas de su alcoba y la joven nunca pudo verla a plena luz del día. Analisa no era estúpida y sabía que tenía que existir una razón para ello.
Por este motivo, se introdujo en un rancio cajón que halló en el molino, un receptáculo quizá destinado en el pasado al almacenamiento de harina. Se acomodó como pudo para esperar la caída de la noche. Creyó que las horas diurnas se le harían interminables, pero se equivocaba. Poco a poco fue alcanzando el auténtico mundo de las tinieblas, el gran universo de las sombras de la muerte... la Nada más absoluta.
Con la llamada de la oscuridad abrió los ojos. No hizo falta que nadie le comunicara que había llegado el momento de salir de aquel cajón. Su instinto se encargó de hacerlo. Automáticamente volvió a sentirse como una escoria. Aquellas horas no habían contribuido a hacerla olvidar a Teresita, la pequeña a la que había matado la noche anterior.
De haber vivido, pasado mañana habría cumplido siete años. Y quería una muñeca, porque Juanita, la única que tenía, se había roto. Estaba fabricada con paja de la que se empleaba para hacer escobas y, cuando la metía en la cama por las noches, al contacto con su delicada piel, le producía picores por el cuerpo. Le faltaba un ojo, pero no le importaba. ¡Quería a Juanita! Era su amiga y ahora estaba rota.
—Dios santo, ¿por qué sé todo esto? ¡No quiero saber estas cosas! ¡No quiero! —gritó Analisa angustiada por las nuevas sensaciones que estaba experimentando. Pero las sabía, y sabría otras muchas, cosas que no quería conocer, detalles sobre la vida de la niña, sobre sus inocentes pensamientos y esperanzas que le hacían sentirse aún más miserable.
Supo que Teresita había estado muy enferma, casi al borde de la muerte, pero ya se encontraba mejor. Se sentía feliz porque mamá y papá ya no tendrían que preocuparse más por ella. Podría volver a ayudar a su progenitor con los zapatos. Había aprendido a limpiarlos con betún y le gustaba hacerlo porque se sentía útil y porque en casa no había mucho dinero.
—¡Que pare esto ya! ¡Voy a volverme loca! ¡No quería hacerlo! No quería, pero necesitaba su sangre.
La única manera de acallar esas vivencias ajenas que habían irrumpido en su vida como si de un castigo divino se tratara fue concentrando todos sus pensamientos en Emersinda. ¡Ella era la culpable de todos sus males! ¡Ella y sólo ella la había convertido en un ser aborrecible y destructivo!
—¡Te odio, maldita bruja! —gritó hirviendo de rabia.
Analisa salió del viejo molino como alma que lleva el Diablo. Intuyó qué dirección debía tomar para llegar al cementerio. Tenía que saber la verdad, tenía que averiguar si Emersinda estaba realmente muerta.
Si no lo estaba, la destruiría.
Gracias a sus nuevos talentos buscó la dirección correcta para llegar hasta el cementerio. Sin embargo, a medio camino, comenzó a percibir un fuerte olor a quemado y vio humo, una columna de humo cada vez más espesa.
Se detuvo a observar el panorama y entonces contempló el fuego. Un pavoroso incendio se había desatado en el camposanto. Una inmensa lengua de fuego se extendía por lo que había sido el cementerio y sus alrededores.
Analisa se acercó cuanto pudo, pero al llegar a cierto punto se vio obligada a retroceder. El fuego no perdonaba, lo consumía todo, y el viento era su mejor aliado. Entre horrorizada y sorprendida vio cómo los pocos panteones que aún permanecían en pie terminaban por derrumbarse con estrépito ante sus ojos, encendidos por la rabia y el odio.
No quedó nada en pie.
Emersinda había pasado a la historia.
Para siempre.
Se había llevado toda su maldad al rincón más oscuro del Averno.
La joven habría deseado matarla con sus propias manos, pero eso ya no era posible.
Aquél fue un día aciago para la joven y para el pueblo: ella había perdido la oportunidad de vengarse; los habitantes del pueblo se habían quedado sin el lugar al que dirigirse para llorar a sus muertos.