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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (22 page)

BOOK: Gothika
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—No importa —repuso la niña con emoción—. ¿Me lo presta de todos modos?

—Claro, lo he sacado de la biblioteca para ti.

Violeta pasó varias noches leyéndolo, y, aunque no entendía la mayoría de las palabras, las anotó todas y las buscó una a una en el diccionario. Según sus profesores, Violeta disponía de una inteligencia privilegiada, aunque desaprovechada quizá a causa de sus problemas de aislamiento. «¿Pero cómo no va a aislarse si sus compañeros la ridiculizan cada vez que tienen ocasión?», pensaba su profesor.

Don Rogelio sentía mucha lástima por ella. Creía firmemente que poseía un don para el dibujo y procuraba no poner cortapisas a su creatividad. Y, si la niña le había pedido un libro para adultos como fuente de inspiración, no sería él quien le negara esa ilusión.

Violeta sonrió al recordar a don Rogelio.

—¡Va por usted!

Después, apuró de un trago la leche que quedaba en el vaso y se dirigió a su habitación. Entró de manera mecánica, sin encender la luz y se sentó en la cama para quitarse los zapatos. En ese momento sintió cómo la fuerza de una garra le tapaba la boca.

La joven quiso gritar, pero no pudo.

—Calma, pequeña —susurró Ana a su oído.

Entonces la soltó.

Violeta estaba muerta de miedo.

Al verla con su vestimenta gótica, Ana supo que la joven le había mentido.

—De modo que has sido una chica mala —susurró en un tono suave, pero no exento de ironía.

La joven pensó que no tenía ningún sentido mentir.

—Sí.

—Me decepcionas, querida, me decepcionas mucho.

—Lo siento. No volverá a ocurrir —dijo Violeta intentando aplacar la ira que comenzaba a dibujarse en los ojos de la no-muerta.

—¿Y crees que ahora podré volver a confiar en ti?

—No lo sé. No tengo ni idea de lo que puede pasar por tu cabeza.

—Querida, me has mentido y eso para mí es una grave ofensa que no puedo obviar de la noche a la mañana.

—Merezco un castigo —dijo Violeta bajo los efectos de su influencia.

—Sí, querida. Lo mereces, pero lo mejor que puedo hacer es no proporcionarte ninguno —contestó en tono enigmático.

—No te entiendo.

—Ya lo entenderás, querida. Habrá un momento en el que desearás que te hubiera castigado —fue toda su respuesta.

En efecto, la no-muerta no hizo nada.

Y nada suponía privarle de su ración de sangre inmortal. No podía existir peor castigo que aquél.

Violeta pasó una semana infernal, víctima de los síntomas típicos de un síndrome de abstinencia. Ella no lo sabía, pero era afortunada al no estar verdaderamente muerta, ya que al menos no llegó a presenciar el desagradable espectáculo de la putrefacción en sus propias carnes, una situación que en más de una ocasión le había tocado experimentar a la no-muerta.

—¡Perdóname, por favor! No volverá a ocurrir, no volveré a mentirte —suplicaba entre sollozos.

Ana ni siquiera se molestaba en contestar. Ése era su castigo y no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer. Así aprendería quién gobernaba su voluntad.

Violeta se debatía entre temblores, sudores fríos y dolores musculares. Era incapaz de pensar en nada que no fuera su sangre inmortal. Ana no estaba dispuesta a que aquella joven marcara el ritmo de su vida. Necesitaba una persona que la sirviera y su devoción debía ser absoluta, incondicional y sin fisuras.

Cuando creyó que ya había recibido suficiente castigo, le proporcionó unas gotas de su sangre eterna. Violeta lo agradeció, no sin experimentar una gran humillación. De nuevo volvía a ser una persona «normal», capaz de pensar por sí misma sin estar sometida a la esclavitud de su fluido vital.

—Espero que hayas comprendido la lección y que sepas de una vez quién manda —comentó la vampira.

—Sí, Ana. No volverá a suceder —respondió Violeta igual que un robot.

—Buena chica.

Y Violeta regresó a la monotonía de no hacer nada. Sólo el dibujo le servía de válvula de escape. Pasaba buena parte del día dibujando y soñando despierta. Recordaba a aquel chico que se le había acercado en The Gargoyle. Había sido una pena tener que abandonar el local de aquel modo precipitado. Ya nunca sabría si los piropos con los que le había regalado los oídos eran o no sentidos.

Lo más probable era que nunca volviera a verle.

30

Habían transcurrido muchos años, quizá demasiados, pero las costumbres de Analisa no se habían modificado: continuaba durmiendo de día y alimentándose de noche. Su fortuna le permitía vivir en sociedad de manera holgada y discreta y, desde luego, ya no era tan inocente ni tan escrupulosa como lo había sido al inicio de su conversión. Pero, en el fondo, se sentía inquieta porque temía que en su interior se estaba obrando un proceso irreversible. Era consciente de que con cada nueva víctima perdía una pequeña parcela de su naturaleza humana y muchas veces se preguntaba hasta dónde sería capaz de conducirla la
bestia.

Sin embargo, sus mayores quebraderos de cabeza no se produjeron, como era de suponer, a causa de su brutal naturaleza, sino como consecuencia del clima político que vivía el país. Se había enrarecido a pasos agigantados y ya no era el más adecuado para sus intereses ni para su singular forma de «vida».

Desde que en marzo de 1808 se produjera el motín de Aranjuez, la situación se había agravado de manera alarmante. No obstante, el momento más amargo se desencadenó el 2 de mayo en Madrid cuando, tras producirse una revuelta popular contra los franceses, los invasores decidieron dar un escarmiento al pueblo. Aquella misma tarde dieron comienzo los fusilamientos, que terminarían con la vida de 2.000 personas.

Debido a todos estos agitados acontecimientos, Analisa se había visto obligada a huir de Madrid para refugiarse en el Sur, no sin antes emprender su particular cruzada contra los invasores, que dejó un reguero de cadáveres de soldados franceses. Entonces descubrió que cuanto más se alimentaba más fuerza y astucia cobraba.

A pesar de que habían pasado muchos años desde que Analisa perdiera todo lazo sentimental con familiares, amigos y conocidos, aún conservaba una pequeña parcela de «humanidad» que la obligaba a situarse al lado de los que sufrían, al lado del pueblo llano, el peor parado en toda esta situación conflictiva. Por eso contribuía a expulsar a los gabachos —así se denominaba a los soldados invasores— de la única manera que podía hacerlo: alimentándose con su sangre.

Había tomado ciertas precauciones para no perder el control de su fortuna dejando escondida la mayor parte en un lugar al que sólo ella tendría acceso una vez finalizado el conflicto bélico, pero su vasta riqueza no paliaba la inmensa soledad que sentía. No le quedaba nada de su pasado y no conocía a nadie. Todos los rostros con los que se cruzaba le resultaban igual de desconocidos y, a causa de su condición de no-muerta, no le era posible establecer nuevas amistades sin que tarde o temprano su verdadera naturaleza saliera a relucir.

Su prematura muerte la había privado de experimentar muchas cosas que la vida ofrecía al común de los mortales: conocer a alguien de quien enamorarse, tener hijos y, en definitiva, llevar una vida normal. Ahora su única motivación era seguir alimentando a la
bestia.

Esta suerte de aislamiento le aterraba, porque sabía que cuantos menos vínculos normales mantuviera con seres humanos más crecería su parte brutal. Por eso, aunque ella lo ignoraba, conocer a Jeromín fue un preciado regalo que el destino quiso poner en sus manos.

Analisa malvivía en una casucha que amenazaba con venirse abajo en cualquier momento. Sí, malvivía, aunque era una persona acaudalada que podría haberse permitido boato. Pero la situación requería pasar desapercibida hasta que las aguas se calmaran. De otro modo, los invasores y el pueblo llano se habrían apoderado de su fortuna sin ningún tipo de escrúpulos. Y una vida, la suya, era demasiado larga, por no decir eterna, como para permitirse caer en bancarrota por la guerra. Ignoraba si habría otros como ella, otros no-muertos en su misma tesitura. En su situación, conservar su patrimonio era más una necesidad que un capricho o un acto egoísta.

Una mañana dormía plácidamente cuando unos gritos aterradores la sacaron de su sueño. Analisa habría jurado que provenían de un animal. Sin embargo, dentro de su caja y en completa oscuridad no podía aseverarlo. Sólo cuando escuchó las carcajadas y los insultos de un grupo de hombres comprendió que quien gritaba con desesperación era una persona. Aquellos desalmados se mofaban de un pobre diablo que en su huida había ido a refugiarse justamente en el callejón que daba a su ventana.

El tiempo había permitido a Analisa desarrollar un oído fino y preciso, gracias al cual distinguió las voces de tres hombres que sin piedad daban una paliza a un pobre desgraciado.

—¡Bestia deforme, bésame los pies! —decía uno de ellos mientras los demás le propinaban una lluvia de puntapiés.

—¡En una jaula tendrías que estar! —gritaba otro.

«No es asunto tuyo. Déjalo estar», pensaba Analisa.

Pero la saña y la maldad con la que aquellos hombres trataban al infeliz le impidieron volver a recuperar el sueño. Aunque vampira, aún le quedaba algo de conciencia.

«No puedes hacer nada por él. ¡Es de día! Si fuera de noche otro gallo cantaría», se decía hirviendo de rabia por dentro.

—¡Tu madre tendría que haberte matado al nacer!

El pobre muchacho ni siquiera era capaz de replicar.

«Si no hago algo, le matan.»

Entonces, decidió armarse de valor y salir de su escondite. El caso lo merecía y si la luz conseguía destruirla, al menos le quedaría la satisfacción de haber muerto por una causa noble.

Los vampiros, aunque muertos, poseían un desarrollado sentido de la supervivencia y, desde luego, la posibilidad del suicidio no se encontraba dentro de sus prioridades. De otro modo, Analisa se habría inmolado hacía ya muchos años. De hecho, en cierta ocasión lo había intentado, pero finalmente no tuvo el valor suficiente para llevar a cabo su plan autodestructivo. Sin embargo, la tesitura en la que se encontraba ahora era bien distinta: la vida de un inocente estaba en juego.

Sin pensarlo más, abrió la tapa de su caja, asió una horca y salió al exterior. Al verla aparecer, los agresores no la tomaron en serio. Si hubiera sido un hombre quien portara la herramienta, tal vez la situación habría sido distinta, pero por aquel entonces la opinión de una mujer valía poco menos que el papel mojado.

—¿Qué haces con eso, mujer? ¡Esto no va contigo! —masculló uno de los hombres, al tiempo que otro golpeaba al muchacho con un bastón.

El agredido permanecía en silencio. Acaso se hallaba inconsciente a causa de la brutal paliza. Estaba hecho un ovillo y se tapaba la cara con las manos. Sus ropas estaban sucias, andrajosas y manchadas de sangre. Por su volumen se adivinaba que era un muchacho alto y fornido, mucho más que todos aquellos indeseables, por lo que resultaba extraño que no hubiera hecho nada por defenderse.

Analisa estaba cegada por la luz del sol, pero, aparte de eso, no percibió ningún síntoma anormal que le indicara que la luz podía acabar con ella. En cualquier caso, tal y como estaban las cosas, no podía detenerse a pensar en lo maravilloso que resultaba volver a contemplar el astro rey en todo su esplendor.

—¡Dejadle en paz o le clavo esto al primero que se acerque! —gritó a modo de advertencia.

No podía distinguirlos bien, aunque era capaz de apreciar sus siluetas. Uno de los hombres intentó acercarse a ella para quitarle el arma, así que Analisa, sin vacilar un segundo, intentó clavársela, pero erró el intento. Pero aquel aviso sirvió para que los agresores se dieran cuenta de que no bromeaba. Como estaba despeinada y tenía la vista perdida, la tomaron por una demente.

Los agresores se miraron entre sí y decidieron que lo mejor era marcharse sin meterse en más complicaciones. Ya habían obtenido lo que querían: un poco de diversión maltratando a un joven indefenso.

—¡Maldita ramera! —gritó uno de ellos desde la lejanía.

Cuando el peligro hubo finalizado, Analisa soltó la horca, se aproximó al joven, que aún permanecía hecho un ovillo en el suelo, y se agachó a su lado para comprobar si respiraba.

—¿Puedes oírme? ¿Estás bien?

—Sí —musitó el muchacho entre sollozos—. ¿Se han ido ya los hombres malos?

—Sí. Ya se han ido, pero quizá decidan regresar. ¡Vamos —le instó al tiempo que le agarraba de un brazo—, ven conmigo!

El muchacho se incorporó lentamente.

Al ver su rostro, Analisa lo comprendió todo.

Aquel chico era retrasado.

Ya en el interior de la casa, Analisa limpió sus heridas, pero advirtió que el joven necesitaba un baño urgentemente.

—¿Tienes pan? —preguntó el muchacho.

—No tenía ningún alimento que ofrecerle, ya que Analisa no consumía comida humana desde hacía muchos años.

—No, lo siento. No tengo comida.

—Bueno, no importa —dijo emitiendo una risotada que a Analisa se le antojó absurda.

Aquel joven parecía estar siempre alegre y risueño, lo cual resultaba algo chocante en ese momento teniendo en cuenta que acababan de propinarle una monumental paliza.

—Mira, haremos una cosa —dijo la no-muerta—: te daré esta moneda y así podrás comprar lo que te apetezca, ¿de acuerdo?

Cuando el muchacho vio la moneda, empezó a dar brincos y palmadas y a emitir sonidos guturales con la boca.

—Y ahora regresa a casa —le apremió.

El joven obedeció con ojos tristes. Su semblante había demudado en tan sólo un instante. Cuando se puso en pie, la no-muerta advirtió una cojera galopante en su pierna derecha. Aunque era alto y robusto, su actitud no difería de la de un niño pequeño. La no-muerta permaneció en silencio mientras aquel desgraciado abandonaba la casa.

Desde su ventana, y ya con la vista prácticamente recobrada, contempló cómo se alejaba por las callejuelas que conducían al puerto. Analisa le había salvado la vida, pero quizá ella había salido mucho más beneficiada que él. Si no hubiera sido por ese incidente, seguiría condenada a la eterna oscuridad de la noche. Y, por muchos siglos que pasaran, la luz era demasiado hermosa como para olvidarla.

31

Estaba a punto de hacerlo, de ser infiel a Silvia.

Por lo visto, los remordimientos que le habían asaltado días atrás sólo habían contribuido a alimentar su deseo, que era cada vez mayor. Y ahora estaba a punto de acostarse con la bella desconocida que le tenía subyugado desde el mismo instante en que la vio.

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