Aquella noche descubrió que la
bestia
era capaz de hacer cualquier cosa, lo que fuera, con tal de saciar su apetito. La mentira y el engaño también eran parte de su naturaleza.
Todo estaba tan oscuro que, cuando sor Angustias abrió la portezuela del torno, ni siquiera aproximando una vela pudo ver con claridad a la persona que aguardaba al otro lado. Aun así, creyó intuir la figura de una monja.
Sin embargo, le extrañaron dos cosas: el fuerte olor a podrido y lo tarde que era. Desde luego, aquéllas no eran horas de visitar a nadie, por lo que concluyó que debía de tratarse de algo muy importante.
—¿Hermana? ¿Qué le trae por esta casa en plena noche?
—Es preciso que vea a la madre abadesa. Se trata de un asunto muy urgente.
—¿Qué ocurre y quién es usted?
—Soy la hermana Teodora y traigo un mensaje urgente de parte de don Pascual, el párroco del pueblo. ¿Me puede abrir la puerta? O, mejor aún, salga un momento y le haré entrega de la nota. No quisiera importunar a su superiora si se halla acostada.
—Supongo que estará durmiendo en su celda. ¿Por qué no la pone simplemente en el torno?
—Don Pascual ya me advirtió de su posible negativa. Es natural a estas horas, pero es necesario que se la entregue en mano.
Sor Angustias permaneció en silencio. Nada de aquello le parecía normal.
—Hermana, por favor, apelo a su caridad cristiana. Se trata de una situación muy delicada y comprometida para ustedes —dijo la voz—. Hace mucho frío y estoy cansada. ¿Tanto le cuesta abrir la puerta unos instantes? Le aseguro que no le llevará más de dos minutos.
—No es eso, hermana. La clausura, ya sabe... La madre abadesa me convocaría a capítulo de culpas si se enterara de que he salido de este recinto, aunque sólo sea a la misma puerta.
—Hermana, por favor, ¿cree usted que no se enfadaría igualmente si la despertara a estas horas?
Claro que se enfadaría. Y la hermana Angustias lo sabía perfectamente.
—No sé. Me pone usted en un compromiso.
—Por caridad, abra la puerta un segundo —suplicó la sombra oscura.
Sor Angustias era una buena mujer y se apiadó de su alma.
—Está bien. Pero sólo un momento.
La monja cumplió lo pactado y abrió la puerta, pero permaneció inmóvil en el umbral. Algo —no sabía exactamente qué— la hizo dudar.
La misteriosa mujer se tapaba el rostro con el hábito. Sólo sus ojos permanecían al descubierto.
—¡Salga! No tiene nada que temer.
Sor Angustias sintió un escalofrío, pero obedeció. La mirada de aquella desconocida era demasiado penetrante como para aceptar una negativa. Impulsada por una fuerza desconocida, cedió.
—¿A qué orden dice que pertenece?
Cuando quiso darse cuenta, Analisa ya estaba junto a ella y tenía sus manos pútridas sobre su cuello.
—No lo he dicho, hermana —contestó la
bestia
con voz gutural.
La monja ni siquiera la reconoció. Aquel ser ya no se parecía en nada a la inocente Analisa. Todo cuanto se había esforzado por reprimir afloró. Y lo hizo con la mayor brutalidad.
Analisa dejó caer el cuerpo de sor Angustias sobre el suelo empedrado de la entrada del convento de Santa Clara de Jesús. Una sensación de vitalidad, la misma que había experimentado al acabar con la vida de la niña, se apoderó de ella. Acto seguido, notó cómo su cuerpo se revitalizaba: sus uñas, su pelo, su rostro y todo cuanto se había podrido en su organismo volvía lentamente a renovarse.
No era prudente permanecer en aquel lugar, así que optó por regresar al viejo molino. El camino de vuelta no tuvo nada que ver con el que había realizado a la ida. Había recuperado sus habilidades vampíricas: la capacidad de correr y de saltar a gran velocidad, de ver en la oscuridad y su sentido de la orientación. ¡De nuevo era ágil y rápida como un lince!
Sin embargo, una vez de vuelta en el molino, se dio cuenta de que junto a sus capacidades especiales también habían regresado la culpa, el miedo y los remordimientos. Y las visiones...
Sor Angustias era una persona buena y temerosa del Señor, si bien nunca quiso abrazar el Hábito Santo. Era la hija mayor de una familia pudiente empeñada en desposarla con un terrateniente que poseía menos escrúpulos que un clan de bandoleros de la serranía. Para colmo de males, su pretendiente era menos considerado que un tratante de ganado con sus reses y tan simple como el mecanismo de un botijo. A todo ello había que sumarle su avanzada edad, su desagradable físico y sus deficientes hábitos de aseo.
Ése fue el motivo principal que llevó a sor Angustias a desposarse con el Señor. Al menos, Éste no la requeriría carnalmente. Le costó mucho adaptarse a la vida en clausura. A decir verdad, aún no lo había conseguido del todo, pero había otras muchas cosas que compensaban su decisión. Aun sin vocación, la vida contemplativa había terminado por cautivarla.
«¡Otra vez no! ¡No quiero saber nada más sobre sor Angustias y su angustiosa vida! ¿Por qué tiene que ocurrir esto cada vez que lo hago? ¿Es éste el precio que tendré que pagar eternamente?», se preguntaba Analisa.
¿Era ése todo el contacto que tendría con los vivos? ¿Es que nunca podría volver a establecer una relación normal con ellos? Analisa ignoraba aún que pasarían muchos años, quizá demasiados, hasta que volviera a desarrollar un contacto «normal» con un humano.
—¡Me has mentido! —dijo Alejo mirando fijamente a Darío Salvatierra—. Y ésta no ha sido la primera vez.
Darío evitó hacer comentarios; sabía que el escritor estaba en lo cierto.
—Me dijiste que no estabas aquí cuando apuñalaron a esa chica y ahora me entero de que no sólo estabas, sino que, para colmo, la conocías.
Alejo estaba furioso. Se había metido a defender al joven sin tan siquiera saber si había actuado correctamente. Se había convertido en un supuesto encubridor de una historia que no le incumbía y no acertaba a comprender los motivos que le habían llevado a hacerlo.
¿Podía alguien garantizarle que Darío no estaba implicado en ese crimen?
La respuesta era no.
—También me dijiste que no conocías a ningún Raúl y resulta que era tu mejor amigo —prosiguió—. Francamente, no entiendo qué puede pasar por tu cabeza. Y lo que es peor aún: no sé por qué coño he salido en tu defensa.
—Porque en el fondo sabes que no he hecho nada.
—No, no lo sé. No tengo prueba alguna que me indique que eres inocente. Y créeme cuando te digo que me encantaría tenerla.
Darío bajó la cabeza igual que lo hacía cuando su padre le increpaba a causa de sus extrañas costumbres.
—¡Di algo, joder! ¡No te quedes callado! Con esa actitud lo único que consigues es que piense que estás pringado hasta la médula.
—Para mí es doloroso, ¿sabes? —fue su escueta respuesta.
El joven gótico contenía las lágrimas, estaba a punto de echarse a llorar. Pero, en lugar de hacerlo, optó por abandonar The Gargoyle a toda prisa.
Alejo lo dejó marchar. A fin de cuentas sólo era un muchacho asustado. ¿Pero a qué le tendría miedo?
El escritor estuvo a punto de seguirlo. Allí no pintaba nada. Pero, cuando se disponía a irse, advirtió la presencia de la misteriosa mujer con la que había charlado varias noches atrás. Estaba en el mismo sitio en el que la encontró aquella vez: sentada en un taburete, sola, oteando el local con interés.
Alejo sintió una señal de alarma. No le convenía. Le atraía demasiado, y eso era peligroso. Aun así, se acercó a ella.
—No sé si me recuerdas —dijo tomando asiento en un taburete cercano—, pero la otra noche dejamos una conversación a medias.
—¿Debería? —dijo ella clavando sus increíbles ojos en los de Alejo.
—No sé si deberías, pero yo no me he olvidado de ti.
En seguida se arrepintió de haber pronunciado esas palabras, podría tomarlo por un plasta.
—¿No está hoy tu amiguito?
¡Sí que se acordaba!
—Acaba de irse. Entonces, deduzco que sí me recuerdas —manifestó el escritor triunfante.
—No te hagas muchas ilusiones, jamás olvido un rostro.
—¿Y tú? ¿Es que siempre vienes sola?
—¿Qué es lo que buscas? ¿Sexo? —le espetó desafiante.
—Alejo no esperaba una respuesta tan cortante ni tan directa.
—Es eso lo que quieres, ¿verdad?
Le fastidiaba reconocerlo, pero era cierto. Aquella mujer le atraía muchísimo, tanto como para olvidarse de Silvia por unas horas. No era el momento de planteárselo, pero, de algún modo, sentía que su relación con ella se había vuelto monótona.
—En tu boca suena frívolo.
—¿Y qué pensaría tu novia si pudiera verte ahora?
—No tengo —mintió.
—Ah, ¿no?
—No —mintió de nuevo, aunque esta vez bajó la mirada al hacerlo.
—Creí que eras menos previsible —señaló la desconocida—, pero está claro que me equivocaba.
—No lo soy.
—No sé qué opinaría Silvia sobre eso.
Alejo se quedó de una pieza. ¿Cómo sabía que tenía novia y que ésta se llamaba Silvia? Nadie allí conocía su vida, excepto Darío, y éste había dejado muy claro que nunca se acercaría a esa mujer, aunque fuera la única fémina presente en el local.
—Tú sí que eres imprevisible —dijo sonriendo irónicamente—. ¿Quién te lo ha contado?
—Nadie.
—Mientes.
—No miento. Eres tú quien miente, ¿no crees?
—Vale, tienes razón. Soy un mentiroso. Pero no miento cuando digo que me gustas.
—Déjalo estar. Es mejor que te vayas.
—¿Escrúpulos?
Ella lanzó una carcajada. Sin embargo, la suya no parecía una risa distendida ni natural.
—¿Sinceramente? No imagino a nadie con menos escrúpulos que yo.
—¿Entonces?
—No me apetece sexo esta noche —confesó—. Tengo hambre, pero de otras cosas. Márchate, ¿quieres?
«Que te den por culo», pensó Alejo antes de largarse airado de The Gargoyle.
Alejo no estaba de muy buen humor. Al rechazo sufrido momentos antes se sumaban los remordimientos. «¿Cómo he podido ser tan cabronazo? Me habría tirado a esa tía si ella hubiera querido», se decía mientras caminaba por la Gran Vía hacia Cibeles para coger el buho. Estaba tan ensimismado que no advirtió que alguien lo seguía. Alguien silencioso cuyos pasos no se hacían notar sobre la calzada empedrada y resbaladiza de la urbe. Sólo en cierto momento, cuando los coches se detuvieron ante un semáforo en rojo, pudo advertir un silencio anormal para una ciudad como Madrid. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Entonces, instintivamente, se giró, pero no vio a nadie a sus espaldas.
Al regresar a casa, el escritor encontró a Darío tumbado en el sofá con los ojos llorosos. Cuando se desmaquillaba parecía aún más joven de lo que era. Alejo presintió que aquélla sería una noche muy larga. Dio gracias por que fuera viernes y por no tener que trabajar al día siguiente. El Goebbels, su nuevo jefe, lo habría crucificado si se hubiera presentado con ojeras. «Al trabajo hay que venir inmaculado, como la Purísima Concepción», recalcaba una y otra vez con aire de superioridad.
Alejo advirtió que Darío parecía abatido.
Optó por sentarse a su lado en el sofá. Aquel chico tan sólo necesitaba un «empujoncito» para hablar.
—¿Qué te ocurre? ¿Quieres que hablemos?
—Es cierto que te he mentido —se sinceró el joven—, pero no porque tenga nada que ocultar.
Aquélla parecía la noche de las mentiras.
—¿De qué conocías a Alejandra Kramer?
—De poco.
El escritor enarcó las cejas con incredulidad.
—No me mires así, es cierto. Ella nunca se fijó en mí. ¡Qué más quisiera!
—Pero intuyo que tú en ella sí.
—Era fantástica, increíble, la chica más atractiva que jamás he visto. Y te puedo asegurar que no era el único que me fijaba en Alejandra. A ella la encantaba llamar la atención. Pudo haberla matado cualquiera.
—¿A qué te refieres exactamente?
—Le gustaba provocar a todos: a hombres y a mujeres. Ya me entiendes.
—No, no entiendo.
—Sabía que estaba buena y la divertía crear falsas expectativas. Cada noche estaba con alguien diferente.
—Ya. Entiendo. Era un poco ligerita de cascos.
—Una calientapollas integral, para ser más exactos. La verdad es que no tengo la menor idea de quién pudo hacerlo.
—¿Y es ése un motivo para cargarse a alguien?
—No debería serlo, pero quién sabe.
—¿Y por qué crees que ese detective está convencido de que fuiste tú?
—No lo sé. Supongo que porque tengo antecedentes por profanación, aunque ésta —aclaró convencido— también es una larga historia, y porque ese tío, al igual que los «maderos», está muy perdido y no sabe de qué hilo tirar.
—¿Y la policía no averiguó nada? Digo yo que un crimen así, en un local atestado de gente, no pudo pasar desapercibido.
—Eso creo yo, pero, como tú mismo has podido comprobar, el ambiente es cerrado —explicó el joven—. No nos gusta que se nos utilice y la prensa manipula cualquier tipo de incidente para desacreditarnos: que si somos satanistas, que si sacrificamos animales. Y bastante tenemos ya con los putos
skins.
—Comprendo. Os muelen a leches, ¿no?
—En cuanto tienen ocasión.
—Bueno, ¿y qué hay sobre Raúl?
El gótico mudó su semblante. Acaso eran demasiadas confesiones para una sola noche.
—Me parece que no estoy preparado para hablar de ello.
—¿Se suicidó? —preguntó Alejo sin rodeos.
Darío permaneció unos instantes en silencio. Después, contestó.
—Sí. Ésa es al menos la versión oficial.
—Pero tú tienes otra, ¿no es así?
—Creo que estaba aterrado. Si lo hizo fue por miedo.
—¿Miedo de qué?
—Miedo de quién, querrás decir. Mira —dijo el joven—, esta noche te he contado muchas cosas, demasiadas tal vez, y no quiero hablar sobre Raúl. Todavía no. Y me da igual si no lo comprendes.
—Lo comprendo, pero las pesadillas que tienes no son normales. Si no quieres hablar conmigo, me parece muy bien, pero al menos sincérate con alguien.
—Nadie me creería.
—Tal vez sí. De todas formas, aun en el caso de que no te creyera nadie, te vendría bien para liberar esos viejos recuerdos.
—Lo pensaré. Y ahora me voy a la cama. Estoy muerto.
—¡Espera! Una cosa más...
—Dime...
—¿Recuerdas aquella tía con la que hablé en The Gargoyle?