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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (19 page)

BOOK: Gothika
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25

Rojo.

Estaba todo rojo y chorreaba sangre, sangre fresca y deliciosa. Así era cómo a Violeta le gustaba ahora la carne.

Puso el filete de ternera sobre la sartén y, apenas pasados unos segundos, le dio la vuelta. Apagó el fuego y con ayuda de unas pinzas colocó su comida sobre el plato. Después, se sentó a la mesa de la cocina y se dispuso a deleitarse con aquel manjar que había comprado esa misma mañana en el supermercado.

—Lo quiero bien tierno —le había dicho al carnicero.

—¿Le pongo algo más?

—Póngame también unas gallinejas y unos entresijos.

Por supuesto, obvió comentarle que pensaba comérselos prácticamente crudos. ¿Para qué, si no iba a entenderlo?

Violeta disfrutaba con esas pequeñas salidas matutinas, consentidas por la no-muerta. En contra de lo que en un principio había pensado, el hecho de vestir con ropas «normales» le producía un secreto placer. Nadie se paraba a mirarla por la calle ni le ponía malas caras. Si su madre hubiera podido verla, seguro que estaría orgullosa de ella. Era una chica vestida aparentemente normal y, sin embargo, nadie podría imaginar que convivía con una no-muerta. Aquello le resultaba tan irónico que casi le hacía reír.

Antes de ir al supermercado se había acercado al tanatorio de la M-30. Allí, puntual a su cita, había recogido su revista favorita,
Adiós,
una publicación editada por la Empresa Mixta de Servicios Funerarios de Madrid, cuya temática era la propia muerte. Y siempre que lo hacía se sentía fascinada por el ambiente que se respiraba en aquel lugar: caras tristes, gente con ojos llorosos y dolor, mucho dolor. Le gustaba imaginar las historias que aquellas personas cargaban a sus espaldas y qué acontecimientos se habían desencadenado para que ahora se encontraran reunidas en torno a una capilla ardiente.

El tanatorio era un lugar que siempre estaba atestado de gente. La muerte no concedía tregua ni siquiera los fines de semana. No entendía de horarios, de fechas, de edades o de posición socioeconómica. La Dama Negra se presentaba simplemente cuando le venía en gana.

«La muy cabrona hace lo que le sale de los cojones en todo momento —pensaba Violeta mientras recorría los pabellones situados en torno a las capillas ardientes, simulando que buscaba a los familiares de un finado—. Si supieran que la muerte no siempre es el final, se lo tomarían de otro modo.»

Desde su traslado a Madrid había adquirido la costumbre de acercarse al tanatorio. En Rótova no podía acudir a la funeraria porque todo el mundo la conocía y al poco de emprender esta práctica comenzaron las murmuraciones. Cuando se desataron los cuchicheos entre la gente del pueblo, sustituyó su extraña inclinación por la del coleccionismo de esquelas, que atesoraba en un nutrido álbum. Su madre se quedó horrorizada cuando un día lo abrió pensando que guardaba en él recortes de prensa de sus grupos de música favoritos. Violeta trató de justificarse explicándole que en realidad lo hacía para estimular su creatividad. Aquellos recortes le servían de inspiración para sus dibujos. Leyendo las esquelas podía imaginar cuál había sido la causa de la muerte del difunto para después realizar un bosquejo artístico que representara la escena. Desde luego, su progenitora no comprendió sus motivaciones y, lejos de aprobar su conducta, la castigó sin salir dos fines de semana.

No sabía de dónde le venía esta afición, pero sospechaba que tenía que ver con la muerte de su padre. Era tan pequeña cuando ocurrió la desgracia que su madre determinó que no fuera al entierro. Tal vez en ese momento se creó su fijación.

Dibujar era una de las pocas cosas que Violeta hacía por puro placer, pero desde que había llegado a casa de Ana no había vuelto a tocar un lápiz. Allí no tenía cuadernos ni carboncillos, ni nada que le animara a recuperar su vieja afición, para la que, temáticas macabras aparte, tenía bastante talento. Pensó que era una pena, así que al abandonar el tanatorio se dirigió a una papelería técnica donde adquirió algunos útiles de dibujo. Ana era una mujer generosa que no escatimaba un euro a la hora de complacer sus caprichos y Violeta estaba segura de que no le importaría que gastara un poco de su dinero en satisfacer su pequeña necesidad de hacer algo que realmente le gustaba.

Pasaba buena parte del tiempo sin hacer nada y eso la agobiaba, porque se aburría. Entonces le daba por probar combinaciones numéricas para lograr abrir la habitación de la vampira. Era consciente de que esa manera de proceder se había convertido casi en una obsesión. Temía que en una de ésas la descubriera con las manos en la masa. Y, francamente, desconocía cómo podría reaccionar la no-muerta. Quién sabe si optaría por matarla sin más, sin llegar a proporcionarle la ansiada conversión.

Otras veces, harta ya de estar encerrada en su casa, aprovechaba las misteriosas salidas nocturnas de Ana para hacer lo propio. Aunque fuera vestida como una persona «corriente», no había olvidado sus raíces oscuras y, de vez en cuando, sentía la necesidad de buscar gente como ella en locales de ambiente gótico.

«Gente como yo. ¿Existe gente como yo? No lo creo. No creo que existan muchas personas que hayan probado la sangre de un no-muerto», reflexionaba mientras masticaba el último pedazo de carne.

La vampira, por descontado, no estaba al corriente de estas escapadas. A Ana no le importaba que Violeta saliera por la mañana, pero por algún motivo que nunca explicó no le hacía gracia que lo hiciera por la noche, y menos aún que frecuentara locales góticos.

Aun así estaba dispuesta a correr riesgos. Aquella noche volvería a salir. Sabía bien que esas fugas constituían una situación de potencial peligro, pero tenía estudiados concienzudamente los horarios de Ana y pensaba que podría salir victoriosa de la prueba. Aunque le aterraba la posibilidad de ser sorprendida
in fraganti,
el hecho de contravenir las normas establecidas siempre la había excitado. Sabía que había varios locales góticos en la capital y estaba dispuesta a conocerlos todos.

The Gargoyle parecía un buen sitio para divertirse. La única pega que podía poner era verse obligada a salir sola, aunque en realidad estaba bastante acostumbrada a ello. La soledad parecía una constante en su vida, igual que en la de la no-muerta con la que convivía. A veces se preguntaba cómo sería ver pasar toda una eternidad sola. Aunque Ana no hablara de ello, sabía que en ese sentido era bastante «humana» y tenía altibajos como todo hijo de vecino. Unas veces parecía sobrellevar la soledad con gran estoicismo, pero otras había creído intuir un cierto hastío en su mirada.

Allí todo el mundo parecía sentirse acompañado. Todos menos ella, lo cual resultaba paradójico. Se suponía que aquél era el ambiente en el que la joven gótica podría desenvolverse con mayor comodidad. Sin embargo, allí estaba ella, apoyada en la barra de The Gargoyle más sola que la una.

Nunca había sido una persona que entablara una conversación sin ser invitada a ello. Su timidez y su apocamiento la impedían manifestarse tal y como era en realidad. Por eso mismo le sorprendió que aquel joven se acercara a ella con tanta espontaneidad.

—¿Nos conocemos? —dijo el chico sentándose a su lado en la barra.

—Me extraña, pero si tú lo dices...

—No lo afirmo, lo pregunto. En realidad, no creo que nos hayamos visto antes —manifestó dejando su copa sobre la barra—. De otro modo me acordaría de alguien tan interesante como tú.

Interesante era lo mejor que alguien podría decirle. De hecho, era lo mejor que nadie le había dicho en mucho tiempo.

—¿Interesante? ¿De verdad lo piensas?

—Sí. Tu mirada es especial. La expresión de tus ojos me encanta.

Violeta se ruborizó al instante, lo que no la impidió fijarse un poco mejor en su interlocutor. Él sí que era interesante, al menos a los ojos de Violeta.

—Gracias —musitó nerviosa, tanto que sin querer derramó su copa.

Rápidamente se apresuró a coger unas servilletas. Él se adelantó. Extrajo un pañuelo negro de su negra levita y limpió el estropicio.

—No te preocupes por la copa; de todas formas ya estaba medio aguada —comentó el joven restándole importancia al asunto—. ¿Cómo es que no te había visto nunca antes por aquí?

—No soy de Madrid. Sólo estoy de paso.

—Lástima. Entonces supongo que ya no volveremos a vernos.

—No lo sé. Nunca se sabe.

—A mí me gustaría.

Violeta echó un vistazo a su reloj, pero lo hizo más por escapar del control de su mirada que por estar interesada en la hora. Sin embargo, se dio cuenta de que era tardísimo. Ana debía de estar a punto de regresar a casa.

—Lo siento, tengo que irme.

El joven no hizo nada por ocultar su decepción. Dedujo que aquella chica no estaba en absoluto interesada en él.

—Dime al menos tu nombre.

—Darky.

—Encantado, Darky. Yo soy Darío. Espero que volvamos a vernos algún día.

—Yo también lo espero.

La joven tomó sus cosas y se dispuso a marcharse. Darío se acercó para darle dos besos, pero ella, por timidez, rehusó el contacto. Darío tuvo que conformarse con estrecharle la mano. Entonces se dio cuenta de que del bolsillo de su abrigo sobresalía un objeto extraño, un objeto alargado y fino.

—¿Qué llevas ahí?

—El móvil —mintió ella.

Darío aceptó su explicación, aunque resultaba evidente que aquello no era un teléfono móvil.

26

—No puedo más! ¡No lo resisto! —gritó Analisa hincando las rodillas sobre el polvo del viejo molino—. ¡¡Necesito sangre!!

Había jurado que no volvería a hacerlo y, sin embargo se debatía entre la razón y sus instintos. Sabía que había tocado fondo y, aunque la decisión era dolorosa, no podía ocultar que las tinieblas estaban a punto de ganar su batalla contra la luz.

¿Qué otra cosa podía hacer si se carcomía por dentro?

En efecto: se pudría lentamente, en el sentido literal de la palabra.

Se miró las manos con espanto. Sus otrora finas y delicadas manos se habían transformado en arrugadas piezas de una maquinaria, su cuerpo, que ya no funcionaba con la precisión deseada. Si hubiera podido contemplarse en un espejo le habría horrorizado el espectáculo que se mostraba ante sus ojos con toda crudeza. Habría descubierto un rostro amoratado y cuajado de arrugas.

La joven observó que una de sus uñas se había desprendido. De sus dedos manaba un líquido amarillento y viscoso que olía mal. Era pus. La escena no podía ser más terrible. Para colmo de males, cada vez que se pasaba la mano por la cabeza se quedaba con un mechón de pelo entre los dedos. Había perdido casi todo su cabello.

Pero todo aquello eran menudencias comparado con el hambre que azotaba sus entrañas, con los temblores y con los hormigueos en su estómago, con las náuseas y, por supuesto, con el dolor agudo y punzante que venía a recordarle sin cesar que ahora era una no-muerta y que precisaba de la maldita sangre para subsistir.

Sin sangre no hallaría la paz.

Sin sangre no habría descanso.

Sin sangre y con sangre ya nada volvería a ser igual.

Decidiera lo que decidiese, su vida, si a eso se le podía denominar vida, estaba destrozada.

Llevaba varios días sumida en ese estado de desesperación, un estado, el de la abstinencia, que, si bien había escogido como única esperanza para cambiar el curso de los acontecimientos, ahora no podía por menos que lamentar. Sus fuerzas flaqueaban, pero no lo suficiente como para que su raciocinio se hubiera visto nublado. Era consciente de que se estaba convirtiendo en un detrito. A menos que hiciera algo por evitarlo, a menos que se cobrara una nueva víctima, no podría hallar la paz, porque lo más cruel de su situación era descubrir que no por abstenerse de beber sangre era capaz de alejar de sí las ansias de obtenerla.

Al principio estaba decidida a «morir» de inanición antes que volver a matar. Creyó entonces que, igual que los místicos eran capaces de vencer a los placeres de la carne, ella sabría cómo controlar la
bestia
que llevaba dentro. Pero se equivocaba: la
bestia
era cada día más fuerte y exigía su ración de alimento con mayor virulencia. No entendía de razonamientos ni de humanidad. Quería lo suyo y lo quería ya.

Su deterioro físico era sólo comparable a sus ganas de volver a catar el elixir de la inmortalidad. Pero lo que Analisa ignoraba era que practicando la abstinencia su parte física no fenecería, sólo se pudriría, y terminaría por transformarse en un ser desprovisto de autocontrol. Había llegado a la conclusión de que cuanto más hiciera por apartar de sí la sangre tanto peor sería la recaída. Era duro reconocerlo, pero ahora se sentía más cercana a Emersinda de lo que jamás habría imaginado, aunque nunca podría perdonarle que no la matara en lugar de convertirla en lo que hoy era.

Por desgracia para las monjitas de Santa Clara de Jesús, el viejo molino en el que se había refugiado la no-muerta era el lugar más próximo al convento, así que al caer la noche decidió abandonarlo para saciar a la
bestia
inmunda que llevaba dentro.

Analisa atravesó campos y caminos, pero esta vez no lo hizo con rapidez ni con agilidad, pues sus fuerzas se encontraban en franco declive. La joven se había convertido en una sombra, en un autómata movido únicamente por los invisibles hilos de la necesidad.

Igual que un perro de presa, Analisa rastreó el camino de la sangre, de la sangre fresca que bullía tras los muros del convento. Sin embargo, justo al llegar a la entrada del recinto, advirtió algo muy extraño: una fuerza misteriosa le indicó que no era prudente atravesar los muros de un lugar sagrado como aquél. Era preferible valerse de una artimaña destinada a que alguna monja saliera a su encuentro, cosa nada fácil si se tenía en cuenta que las almas que habitaban el edificio tenían prohibido el contacto con el exterior.

Si en aquel momento le hubieran preguntado, no habría podido explicar los motivos que la habían llevado a actuar con tanta reserva. A fin de cuentas, había pasado varios días entre las religiosas sin verse afectada por la sacralidad del recinto y, además, aún recordaba las palabras de Emersinda: «Por más que le llames, tu Dios no vendrá a protegerte.» De algún modo, aquella sentencia daba a entender que el poder del Creador poco o nada podría obrar frente a un ser no-muerto. Sin embargo, algo dentro de Analisa le había revelado que no debía entrar allí, sino que era preciso que consiguiera que alguna de las religiosas saliera al exterior.

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