Se detuvieron lo justo. Era necesario que los caballos pudieran descansar y alimentarse de cuando en cuando, y también tenía que hacerlo el propio cochero, quien a medida que avanzaban los días tenía peor aspecto como consecuencia de las escasas horas de descanso. Además, las circunstancias les obligaban a parar en lugares poco recomendables para una joven de su porte. Pero no quedaba otra solución, así que Analisa decidió que era mejor resignarse ante el frío y los escasos y correosos alimentos de las posadas. Aun así, no podía evitar sentirse amenazada y en constante tensión. De hecho, sólo pudo relajarse una vez que, por fin, divisaron el gran caserón de tía Emersinda.
Pasaban pocos minutos de las nueve de la mañana cuando el carruaje se detuvo frente a la puerta principal de su extensa propiedad. El tiempo parecía haberse detenido en aquel lugar. Estaba tal y como Analisa lo recordaba, aunque las imágenes que acudían a su memoria eran vagas y difusas. Sólo era una niña cuando lo visitó por última vez. Sin embargo, no advirtió cambios apreciables, al menos en el exterior. El jardín continuaba igual de desangelado.
Patro, la doncella, estaba sobre aviso de su llegada. Tía Emersinda le había comunicado que posiblemente su sobrina llegaría un día de ésos, por lo que había hecho acopio de leche, pan y huevos. Les instó a entrar sigilosamente. La señora se encontraba descansando en esos momentos y no deseaba ser molestada hasta pasado el mediodía.
Analisa entró sin hacer ruido seguida del cochero. Aunque, debido a las dimensiones del lugar, era improbable que pudiese oírlos, no quería perturbar su descanso. La doncella condujo a Analisa hasta la sala de estar y pidió a Pedro que la siguiera para abonarle los reales restantes por su encargo. Se lo había ganado con creces. El hombre, visiblemente impaciente por marcharse cuanto antes, rehusó el desayuno que le ofreció la doncella. Se limitó a cobrar y, después de despedirse, desapareció rápidamente por donde había venido.
Patro era una mujer de mediana edad, ruda y parca en palabras. Tan sólo se limitó a servirle el desayuno y a preparar el agua para que pudiese darse un baño caliente después del largo y penoso viaje. Tras conducirla a una de las habitaciones, se dispuso a cerrar la puerta para continuar con sus tareas cotidianas.
—¡Espere un momento! —espetó Analisa, viendo que se iba sin ofrecer ninguna explicación—. ¿Cuándo podré ver a la señora?
—No lo sé. Supongo que se despertará por la tarde.
—¿Pero, qué le ocurre exactamente? ¿Qué mal le aqueja? —preguntó Analisa, desconcertada—. La nota que me envió no aclaraba nada.
—No sabría qué contestarle, señorita Analisa —su rostro denotaba que ella también lo ignoraba—. Tiene un mal muy grande que le impide caminar y, al parecer, dormir bien por las noches. Yo sólo me acerco aquí por las mañanas y apenas me cruzo con ella. Me hace saber lo que desea por escrito. Luego, en el pueblo, mi sobrino, el Candi, me hace entender lo que quiere que haga. No sé leer —confesó bajando la mirada.
No quise herir sus sentimientos. Era evidente que la mujer se avergonzaba de su analfabetismo.
—Bueno, ¿y qué se supone que debo hacer hasta ese momento?
—No lo sé, señorita. Esperaba que usted pudiese descifrar la nota que encontré esta mañana en el aparador del salón —contestó apresurándose a sacar un papel arrugado que había guardado en el bolsillo del delantal.
Analisa lo tomó intrigada. Era la misma caligrafía temblorosa.
Mi querida sobrina:
Si llegas mientras estoy reposando, aprovecha tú para hacer lo mismo. Estarás cansada después de un viaje tan tedioso. Me reuniré contigo a partir de las cuatro. Pídele a Patro cuanto necesites; ella te lo proporcionará. Espero que te sientas como en tu casa.
E.
Advirtió que Patro la miraba expectante, quizá aguardando alguna nueva orden que cumplir.
—Todo está bien, Patro. Puede retirarse y continuar con lo que hacía.
A la expectación de volver a encontrarse con su tía se sumó el desconcierto de darse cuenta de que Emersinda no parecía una mujer agonizante. Durante el viaje se había trazado una imagen de tía Emersinda muy diferente a la de la mujer que ahora tenía ante sí. Si bien era evidente que para desplazarse necesitaba el concurso de una aparatosa silla de ruedas, no lo era menos que, a pesar de los años transcurridos, físicamente la recordaba casi igual. ¿Qué edad tendría ahora? El tiempo no había contribuido a conferirle una imagen decrépita, ni mucho menos propia de encontrarse al borde de la muerte. Pero también era posible que sus distorsionados recuerdos de niñez la engañaran.
Tía Emersinda pareció adivinar sus pensamientos.
—Querida, pareces sorprendida. ¿No te alegras de verme?
—Claro que sí. Es sólo que...
—¿...Suponías que ibas a encontrar algo diferente?
—La nota parecía muy apremiante y yo te veo prácticamente igual que hace años.
—No dejes que mi físico te confunda —contestó esbozando una leve sonrisa—. Lo cierto es que me estoy muriendo. Los médicos no han dejado una puerta abierta a la esperanza. Me consumo día a día.
Parecía difícil de creer. Era evidente que se había arreglado para la ocasión. Se había maquillado y perfumado en exceso. Aun así, apostaba que, si se desprendía de la peluca que cubría su cabeza, su cabellera no mostraría demasiadas canas.
Analisa no pudo decir nada. Cuando se disponía a hacerlo, tía Emersinda sufrió un fuerte ataque de tos y una convulsión que la obligó a echarse para adelante. Su sobrina temió que fuese a caerse de la silla de ruedas. Con un gesto, pues no podía articular palabra, señaló la mesilla de noche. Analisa se dirigió rápidamente hasta ella y cogió una botellita recubierta de plata labrada. ¿Se referiría a eso? Se lo acercó. Emersinda lo tomó como si le fuera la vida en ello. Lo destapó e ingirió ávidamente un sorbo. Permaneció unos segundos en silencio intentando recuperar el resuello, que a la joven se le hicieron interminables. No le extrañó que le costara respirar en un ambiente tan cargado. Las ventanas estaban cerradas y las cortinas, echadas. La atmósfera en la habitación era sencillamente impura.
—No sé qué sería de mí sin el láudano.
Después de este episodio, a Analisa ya no le quedaron dudas de que su tía se encontraba aquejada de un grave mal.
—¡Zorra asquerosa! ¡Ojalá te pudras en el infierno! —gritó Analisa despertando súbitamente.
¿Es que no podía dejarla en paz ni en sueños? Siempre lo mismo. Durante años su recuerdo la había perseguido como una ingente sombra sin forma. Cada vez que encontraba un momento de tranquilidad, se presentaba haciendo de su vida una pesadilla.
Analisa tenía hambre. Se incorporó y miró el reloj. Era un poco pronto para salir, no tanto por la luz como por la hora. Con el paso de los años había descubierto que la luz no era un grave problema. La curiosidad le había permitido desterrar un buen número de mitos en torno a los seres como ella. Con todo, las cuatro de la tarde no parecía una hora apropiada para lanzarse a la calle en busca de víctimas.
Era cierto que las criaturas como Analisa «funcionan» mejor de noche, pero la luz, en contra de la creencia popular, no contribuye a acabar con ellos. Sin embargo, sólo quienes se han aventurado a arriesgarse más de lo recomendable son partícipes de este gran secreto de vida. Analisa lo había descubierto hacía años cuando, después de la transformación, se vio abocada a tocar un crucifijo por error. Al ver que no le ocurría nada, atesoró el valor suficiente para acariciarlo; así fue como descubrió que resultaba inocuo. Dicha revelación fue la piedra de toque para iniciar otras temibles experiencias, como la «prueba de la luz». Pero ¿por qué ocurría esto? ¿Se había producido una mutación en la especie o aquellos mitos eran sólo producto de un temor ancestral que les impedía ahondar en sus propias raíces? Analisa no conocía las respuestas.
Alejo se sentía descorazonado. La entrevista con el editor había sido un completo desastre. Al parecer, sólo estaba interesado en libros por encargo.
—Escribes bien, pero de momento sólo necesitamos el libro de cocina para solteros.
—Yo no sé gran cosa sobre cocina —repuso Alejo, alucinado por aquella insólita propuesta. ¿Qué coño tenía que ver aquello con el esquema de novela que le había enviado hacía una semana?—. No veo claro que pueda escribir un libro de esas características.
—Eso mismo dijiste cuando te encargamos
El jardinero en casa
y mira qué bien quedó. Hasta mi mujer se lo ha leído —explicó resuelto Juan Montalvo, director editorial de Editamos.
—¿Y qué hay de mi novela?
Montalvo se tomó un segundo antes de responder. No quería ofenderle, pero Editamos no publicaría nunca una novela de esas características. No sabía cómo explicarle que a su historia le faltaba interés. Aquello era, sin duda, lo peor que se le podría decir a un autor.
—Deberías trabajar un poco más la idea: darle un par de vueltas; cambiarla, si es preciso. No digo que esté mal, pero le falta emoción, fuerza. El tema no engancha lo suficiente. Si no somos capaces de atrapar al lector en la primera página, Editamos no puede arriesgarse a publicarla —dijo al fin—. Pero eso no significa que no puedas hacernos otras propuestas. Y, por supuesto, contamos contigo para el libro de cocina.
«Hay que joderse», pensó Alejo. Y se lo decía precisamente a él, que apenas sabía freír un huevo. La cocina le importaba un rábano, igual que la jardinería. Había publicado
El jardinero en casa
bajo pseudónimo. No quería que la gente le asociara a ese tipo de libros. Estaban bien para especialistas, pero no era su caso. Pensaba que, cuando finalmente consiguiese publicar algo decente, no lo tomarían en serio. De hecho, si Montalvo había consentido en publicar su libro con un pseudónimo probablemente era porque la firma de Alejo Espinal no valía un pimiento.
Tal vez Montalvo estaba en lo cierto. Ya había intentado probar suerte en otras editoriales y siempre obtuvo la callada por respuesta. Era consciente de que no resultaba sencillo publicar en España. Si no conocías a alguien dentro de la editorial, lo normal era que tu proyecto acabase en la papelera. Ni siquiera se molestaban en leerlo; no había tiempo para ello.
Al menos Montalvo le escuchó cuando le envió su primera novela, aún inédita. Cuando tres años atrás le citó en su despacho no cabía en sí de júbilo. Se convenció de que estaba interesado en editar su novela sobre piratas. Sin embargo, la decepción se hizo patente cuando Montalvo le indicó que necesitaban a alguien como él para sacar adelante algunos proyectos de otra índole.
Bricolaje para todos
había sido su primer libro con Editamos. A éste le seguirían
Crea tu propio botiquín
y, finalmente,
El jardinero en casa.
Tres largos años de trabajo intenso y no había escrito una sola línea que hubiese nacido de su corazón.
Libro tras libro, siempre albergó la secreta esperanza de «colar» alguno de sus propios proyectos, pero esta nueva propuesta confirmaba sus más oscuros temores.
Mientras se dirigía a la boca del metro se preguntó si alguna vez se convertiría en un escritor de verdad. Para él, un escritor no era alguien que simplemente escribía por encargo. Era alguien que lograba consagrar su vida a la literatura. Pero, a qué negarlo, el dinero que entraba a través de Editamos no era suficiente para cubrir sus necesidades mínimas. Anhelaba la llegada del día en que podría dejar su trabajo como teleoperador en una importante e impersonal firma de venta por catálogo para poder dedicarse por entero a los libros... a sus propios libros.
Entre tanto, debería conformarse con firmar sus trabajos bajo pseudónimo y plantearse la posibilidad de escribir algo lo suficientemente impactante como para que Montalvo se arriesgara a editarlo. Tenía que ser una idea diferente por completo a todas cuantas se habían asomado a su cabeza en los tres últimos años... o quizá en sus treinta y cuatro años de vida.
Al acercarse el tren sintió la tentación de dejarse caer bajo sus ruedas, pero una fuerza desconocida le mantuvo aferrado al suelo mientras la larga serpiente de vagones desfilaba frente a él. «Por muchas cosas que te pasen, siempre hay gente que está peor que tú», se dijo para consolarse. Se vio reflejado en los cristales de las ventanillas y sólo pudo apreciar el rostro de un joven asustado ante su futuro. Aunque aquella tarde se había adecentado —siempre lo hacía cuando iba a reunirse con su editor—, su pelo negro ensortijado le confería el aspecto de un niño travieso que se había escabullido antes de ser peinado.
El vagón estaba lleno. Notó los empujones de la gente por hacerse con un sitio donde agarrarse, pero no le importó. Iba tan absorto en sus pensamientos que tenía la impresión de viajar completamente solo.
Al apearse del vagón en dirección a la salida aprovechó para arrojar a la papelera la carpeta de plástico que había sido su fiel compañera en los tres últimos años. En ella atesoraba sus ideas literarias. Debía llenar su cabeza con otras nuevas que le facilitasen la posibilidad de seguir soñando. Ya era hora de que el pirata Ojo Negro, la princesa Aquitania y el mercader de Oriente diesen un golpe de timón a sus erráticas vidas.
Justo cuando introducía la llave en la cerradura se dio cuenta de que no había nada potable en la nevera. Era viernes y aquella semana había tenido turno de mañana, pero siempre se las había ingeniado para posponer el momento de ir a la compra. No había leche, ni café, ni huevos... Ni siquiera un triste paquete de merluza congelada. Lo que sí quedaba era media botella de whisky.
Se sentó junto a ella en el sofá, puso el televisor y comenzó a beber al tiempo que se atontaba con el programa del corazón de turno. No había nada más en la tele, sólo aquellos espacios televisivos que parecían haber tomado el relevo a la mismísima Inquisición. Hoy linchaban a una actriz que, según juraba y perjuraba el invitado presente en el plato, ejercía la prostitución callejera. Como «prueba» esgrimía haberla visto en la calle de la Montera a las doce de la noche. «¿Y qué otra cosa podía estar haciendo a esas horas en un lugar como aquél?», se preguntaba el presentador.
Esta última parte ya no pudo escucharla. Se había quedado dormido en el sofá, abrazado a la botella vacía. Tal vez soñaba con la princesa Aquitania o el mercader de Oriente.
Lo despertó el teléfono. Podía sentir el vibrador del móvil en el bolsillo trasero del pantalón. Era Silvia, su novia. Se había olvidado por completo de ella. ¿Qué hora sería? Miró el reloj. Eran más de las once.