Darky: hola
Nébula: hola, kien eres?
Darky: m llaman darky
Nébula: pro ese no s tu nombre, vrdad?
Darky: no. n realidad m llamo violeta, tu?
Nébula: ana. k edad tns, darky?
Darky: 19. tu?
Nébula: si t lo dijera, no m creerias
Darky: prueba a ver
Nébula: + d 200 añs
Darky: claro...
Darky: y seguro k tb eres 1 hija d la estirpe d la noxe
Darky: cmo afirman casi todos Is k ntran a ste canal...
Nébula: si, n efecto
Darky: jajaja
Darky: yo no lo soy
Darky: pro a veces m gustaría serlo
Darky: n cualkier caso, la gente m mira cmo si lo fuera
Nébula: y eso xk?
Darky: x mi aspecto, no ntienden nada
Nébula: t rexazan?
Darky: si. n la facultad ndie s m acerca
Darky: pro m da =. solo stoy esperando
Nébula: y k esperas?
Darky: la muerte
Darky: se k moriré prnto
Darky: lo se dsd pekeña
Nébula: d dnd eres?
Darky: d 1 pueblo d valencia
Nébula: y xk crees algo así?
Darky: no lo creo, lo se
Nébula: piensas k la muerte s hermosa?
Darky: s lo + sublime k puede pasarte n la vida
Nébula: hay cosas + sublimes...
Nébula: créeme
Darky: k cosas?
Nébula: la no-muerte
Darky: k sabs sobre ella?
Nébula: k s posible
Nébula: pro antes hay k MORIR PRA RENACER
Darky: he hablado en muxas personas k presumen d ser vampiros
Darky: pro aun no he dado en nadie k d verdad lo sea
Nébula: hsta ahora...
Así se inició la primera conversación entre Nébula y Darky. Esta última solía entrar al chat «Góticos de la noche». Allí buscaba el contacto con personas afines a su manera de ver la vida. Para ella ésta era, básicamente, un trámite que cumplir para alcanzar la ansiada muerte. Desde niña había sido su gran obsesión. Su madre no entendía por qué había heredado aquel carácter macabro. Ni su marido —quien había fallecido en accidente automovilístico cuando Violeta tenía sólo seis años— ni ella le habían inculcado semejantes ideas destructivas.
Por su décimo cumpleaños pidió un ejemplar de
Drácula,
de Bram Stoker, y un cuaderno especial de dibujo. Ambos objetos la acompañaban dondequiera que fuera. Aun sin comprender del todo su significado, había subrayado con rotulador rojo las frases que más le habían impactado y, cuando se le preguntaba algo que la incomodaba, respondía haciendo suyo algún pasaje de la inmortal novela.
Dibujar era otra de sus grandes pasiones y, según comentaban sus primeros maestros, tenía cierto talento para ello, aunque las temáticas escogidas no eran precisamente las más apropiadas para una niña de tan corta edad. Era difícil acceder a su adorado cuaderno, así que Filo, la madre de Violeta, se las tuvo que ingeniar para hojearlo aprovechando un descuido de la niña. Lo que vio la dejó perpleja y horrorizada. ¿Quién podía haberle metido esos pensamientos en la cabeza? ¿Por qué no podía dibujar lo mismo que otros niños de su edad? ¿De dónde habían surgido calaveras, cementerios, zombis y ataúdes?
Pronto se granjeó una extraña reputación entre sus compañeros de colegio. Los que no le tenían abiertamente miedo se metían con ella debido a sus aficiones. La insultaban, escupían y hasta pegaban cuando los profesores no estaban delante. Violeta, que era una niña silenciosa y retraída, se limitaba a responderles que tarde o temprano todos acabarían muertos.
Su madre decidió tomar cartas en el asunto llevando a su hija a un psiquiatra infantil de Valencia. En Rótova, su pueblo natal, no existía ninguno especializado en niños, aunque, de haberlo habido, con total probabilidad tampoco habría conducido a su hija a él por temor a convertirse en el blanco de las habladurías del pueblo.
Tras examinar a la niña, el doctor Pérez-Valentí concluyó que padecía un trauma no superado originado por la prematura y trágica muerte de su padre. Según su dictamen, el accidente que había segado la vida de su progenitor contribuyó a generar en la pequeña una sensación crónica de inseguridad. Para ella la vida se había convertido sólo en una situación precaria que podía finalizar en cualquier momento, lo que —según su ojo experto— le impedía echar raíces o relacionarse con normalidad. Pero tal vez fue peor el remedio que la enfermedad. Pérez-Valentí era un ferviente defensor de los psicofármacos, así que se limitó a recetarle antidepresivos infantiles y a recomendarle a su madre que trajese a Violeta a consulta cada quince días.
Sin embargo, la niña no parecía experimentar mejoría alguna. Lejos de disminuir, sus extrañas aficiones fueron en aumento. Pronto se hizo coleccionista de esquelas. Guardaba sobre todo aquéllas que le parecían curiosas, ya fuese por la causa de la muerte del finado o por incluir en el texto algún mensaje familiar que le resultaba enigmático. El caso es que se hizo con una nutrida colección que, desde luego, no podía mostrar en público sin levantar miradas de horror y desaprobación.
En verano, esas mismas miradas se encargaban de recordarle que su pueblo se hallaba a pocos minutos de la playa; un lugar que Violeta se negaba a visitar sistemáticamente porque decía que odiaba el contacto del sol con su delicada piel. Siempre estaba blanca. Las pocas veces que lo hizo, obligada por su madre, no consintió en separarse un segundo de la sombrilla. Y cuando tuvo suficiente edad para decidir con qué ropa quería acudir, se presentó vestida de negro.
A medida que Violeta se hacía mayor comprendió que la soldad sería una constante durante el tiempo que durase su vida. No podía compartir sus pensamientos con nadie, y mucho menos con el doctor Pérez-Valentí, quien la sometía a tediosas sesiones en las que se empeñaba en hacerle revivir la dolorosa muerte de su padre. Éste juzgaba que haciéndola hablar sobre el accidente terminaría por entrar en razón. No obstante, las sesiones quincenales eran una auténtica tortura psicológica para Violeta, quien no entendía por qué no la permitían ser simplemente como era.
Después de varios años de tratamiento, Filo decidió dejar a su hija por imposible. El doctor no había logrado desterrar de la cabeza de Violeta sus funestas ideas y sus honorarios no eran precisamente asequibles para una mujer de posición económica modesta, como era su caso. Por otra parte, Filo no estaba muy conforme con el diagnóstico del médico. Había muchos niños que, desgraciadamente, habían perdido a sus padres y no por ello se comportaban como lo hacía su hija. Advirtió que no había nada que hacer cuando Violeta cumplió quince años y le pidió como regalo un edredón negro y un esqueleto hinchable para colocarlo sobre la cama. Entonces supo que no iba a cambiar y que, aunque sus costumbres le desagradaran, a fin de cuentas era su hija, así que buscó con dedicación los regalos que le había pedido —cosa que, por cierto, no resultó sencilla— y se los entregó sin hacer ningún gesto o comentario que indicase descontento por su parte.
En contra de lo esperado y teniendo en cuenta que sus compañeros no le facilitaban mucho las cosas, Violeta obtenía unas notas excelentes. Destacaba sobre todo en dibujo, filosofía y literatura. Y muy pronto tuvo claro que quería estudiar Bellas Artes, así que en cuanto pudo se matriculó en la Universidad Politécnica de Valencia, mientras los fines de semana trabajaba en un videoclub de Gandía para obtener dinero con el que hacerse con su música favorita, la de grupos como Bauhaus, Cradle of Filth o Dead can Dance. Todos ellos hablaban en sus letras de la muerte con una naturalidad pasmosa.
Al principio, el encargado del videoclub no estaba muy convencido con su incorporación. Decía que su aspecto siniestro terminaría por alejar a la clientela. Sin embargo, cuando comprobó que se sabía prácticamente todos los títulos de las películas de memoria, especialmente las de la sección de terror, tuvo que admitir que Violeta hacía su trabajo igual o mejor que cualquiera de los empleados que había tenido antes a su cargo.
Aquella noche Violeta ansiaba regresar pronto a casa. Desde que había descubierto el chat «Góticos de la noche» ya no se sentía tan sola. A través de sus contactos con otros muchachos similares supo de la existencia de algunos locales en Valencia en los que podía reunirse con ellos sin que nadie la mirase con miedo o desprecio. Era un verdadero alivio no sentirse tan extraña como el resto del mundo le había hecho creer que era.
Valoraba en especial sus recientes conversaciones con Nébula. Sólo la conocía desde hacía una semana, pero consideraba que podía confiar en ella. A través del chat le había prestado bastante interés. A pesar de que no la conocía personalmente, se había mostrado más amable que el resto de la gente con la que trataba desde hacía años.
Y esa noche Nébula le había prometido que le demostraría que era una auténtica hija de la Estirpe de la Noche. Desde luego, semejante afirmación requería una prueba excepcional. En el transcurso de la tarde, mientras colocaba los vídeos devueltos por los clientes en sus estantes correspondientes, había sopesado si realmente quería someterse a un experimento de aquella naturaleza. «¿No será Nébula una de esos chiflados que andan sueltos por el mundo?», se había preguntado más de una vez. A fin de cuentas, no la conocía de nada. ¿Y cuántas personas en su sano juicio afirmarían pertenecer a la estirpe de los no-muertos? Sin embargo, Nébula parecía razonar a la perfección y, sobre todo, ¡se encontraba a más de cuatrocientos kilómetros! ¿Qué mal podía hacerle si ni tan siquiera sabía con exactitud dónde vivía? Este argumento terminó por convencerla del todo.
Nada más llegar se dirigió a su habitación. Su madre dormía en el cuarto contiguo. La casa no era muy grande, así que tendría que ser cuidadosa para no despertarla con el ruido del teclado. Tal como le había pedido que hiciera, encendió un par de velas negras, apagó la luz y esperó en el canal a que apareciera.
Nébula se presentó puntual a la cita. Tras explicarle que aquella noche irrumpiría en su mente para averiguar cuáles eran sus sueños, le requirió que hiciese exactamente lo que ella le ordenara sin omitir un solo paso. Debía acostarse y repetir una palabra clave, que previamente habrían convenido entre las dos, hasta quedarse dormida. La idea parecía divertida.
—Sólo una palabra me separa de ti —le había dicho.
—¿Y si por la mañana no logro acordarme de mi sueño? Casi nunca soy capaz de recordar lo que sueño la noche anterior.
—Lo sabrás, créeme. Lo recordarás perfectamente —sentenció Nébula.
Violeta se dispuso a hacer lo que Nébula le pedía. La palabra escogida, como no podía ser de otra manera habiendo sido elegida por la propia joven, era «muerte». Ya tumbada en la cama la repitió una y otra vez despacio, muy despacio, saboreando cada letra, hasta que finalmente perdió la conciencia y penetró en el mundo de Morfeo. Ya en estado onírico, no pudo apreciar que, a pesar de que la ventana de su habitación permanecía cerrada, una ráfaga de viento había apagado las velas...
Desde que Analisa llegó a casa de su tía era incapaz de dormir bien. Se despertaba varias veces durante la noche bañada en sudor y alterada. A veces, cuando esto ocurría, tenía la desagradable sensación de que había alguien más en su habitación. Aunque le producía cierto pudor reconocerlo, este sentimiento lograba aterrarla. La verdad es que, analizando las causas, la cama que ocupaba era bastante cómoda, así que su incapacidad para descansar no podía deberse a factores físicos.
Por otra parte, tampoco se veía obligada a realizar grandes esfuerzos, ya que, antes de irse, Patro solía dejar hechas las tareas más tediosas. Todo parecía obedecer a cuestiones emocionales. Aún pesaba sobre ella la losa que tía Emersinda había dejado caer con aquella insinuación acerca de su padre y la insólita relación que, al parecer, había existido entre éste y su hermana. A la incertidumbre de no saber con exactitud lo que había pasado, se sumaba la negativa de Emersinda a desvelar más detalles sobre lo ocurrido. Esto sólo contribuyó a desatar su imaginación, cosa nada recomendable, sobre todo cuando se dispone de buena parte del día para perderse en cavilaciones.
De alguna manera, Emersinda se sentía responsable de esta situación, así que un día decidió ponerle remedio ofreciendo a su sobrina un saquito que —según explicó— contenía algunas hierbas relajantes absolutamente inocuas. Pero, eso sí, para que surtiese efecto era imprescindible que lo llevara colgado al cuello.
—No creo que sea necesario. Tarde o temprano el cansancio podrá conmigo y acabaré durmiendo igual que antes.
—Querida, no me discutas. Soy mucho mayor que tú y sé lo que te conviene. Además, quiero que antes de acostarte tomes una infusión que me recomendó el médico cuando empezaron mis dolores.
Analisa aceptó a regañadientes estos consejos. Muy a su pesar, se colgó al cuello el antiestético saquito de olor penetrante y cada noche, antes de acostarse, bebía la dichosa infusión de gusto amargo. Como si de un ritual se tratara, se acercaba al dormitorio de Emersinda y ésta diluía en su taza unos polvillos de color marrón y de olor infecto que atesoraba en una cajita que siempre guardaba bajo llave.
—Es por tu bien. Dentro de poco te encontrarás mucho mejor —repetía cada noche.
Sin embargo, lejos de mejorar, Analisa se encontraba cada vez más agotada.
—Estas cosas requieren su tiempo —explicaba Emersinda cuando Analisa le sugería dejar a un lado las infusiones—. ¿No querrás enfermar tú también?
Se diría que Emersinda parecía obsesionada con ver restablecida la salud de su sobrina. No había una sola noche, por muy mal que se encontrara, en la que olvidase suministrarle los polvillos reparadores. Tal vez era consciente de que le quedaba muy poco tiempo y quería enmendar los errores cometidos en el pasado.
Por su parte, la joven había empezado a retomar el cariño que de pequeña había sentido por su tía. A Analisa le enternecía ver cómo aquella mujer, casi con un pie en la tumba, se desvivía por cuidar de ella igual que, de haber vivido, lo hubiese hecho su propia madre. Pero, a pesar de los cuidados que le prodigó Emersinda, sus terrores nocturnos no desaparecieron. Seguía advirtiendo aquella presencia en su habitación. A veces, cuando reunía suficiente valor para prender un candil y ver qué ocurría, descubría ^son alivio que sus temores eran infundados. No había nadie. Sin embargo, hubo una noche en la que llegó a sentir auténtico pavor.