—Ven aquí, mi pequeña. No sé cómo he podido dudar de ti. Puede que todo se deba a una confusión y que la niña se haya extraviado. Tal vez aparezca muy pronto.
Analisa no se equivocaba. Marta apareció, pero nadie pudo preguntarle dónde había estado. Estaba muerta. Ante este giro de los acontecimientos, el director del internado adoptó nuevas medidas de seguridad: ninguna alumna podría entrar o salir del colegio sin el permiso expreso de alguno de los profesores, las niñas deberían desplazarse por el recinto en parejas y por las noches se cerrarían todas las puertas del internado, incluso las de acceso a los retretes. Las niñas tendrían que arreglárselas con los orinales hasta que se esclareciera la muerte de la pequeña Marta.
Como es lógico, el miedo y la psicosis se extendieron entre las niñas y los profesores e incluso algunos padres, a petición de las pequeñas, se llevaron a sus hijas consigo, no sin antes elevar una airada queja al director. Pero de poco sirvieron estos clamores, ya que las investigaciones se encontraban en punto muerto. A falta de pistas, poco se podía hacer. La niña había aparecido muerta sin una sola gota de sangre en su cuerpo, pero no había signos que evidenciaran lucha o forcejeo, sólo un par de extrañas marcas violáceas en su cuello. Además, el asesino le había cortado las uñas, el pelo a trasquilones y había maquillado su rostro con polvos de arroz y colorete rojo. ¿Quién podría haber cometido semejante barbaridad?
Aunque las nuevas normas de seguridad se hicieron extensivas a todas las niñas, Celia se encontraba en una situación especial. Si bien entre semana era una alumna más, los fines de semana se convertía en una empleada que debía faenar en las instalaciones del colegio. Y, aunque su madre intentaba acompañarla en todo instante, no siempre era posible. Por supuesto, la niña estaba igual de asustada que las demás y sufría cada vez que tenía que descender al sótano para buscar los trapos y las esponjas.
El domingo por la tarde se vio obligada a hacerlo. Su madre estaba limpiando los excusados. Celia decidió esperarla, pero, como no regresaba, no tuvo más remedio que internarse en la oscuridad que bañaba la escalera de caracol, pues se le hacía muy tarde. La escalera era estrecha y de madera muy oscura, lo que contribuía a que aún hubiera menos luz.
Al pasar por el almacén, la niña escuchó un sonido que le resultó familiar. Celia se detuvo un instante y entonces se dio cuenta de que alguien la llamaba.
—Celiaaa, Celiaaa —susurró una voz cantarina.
La niña se detuvo y se quedó muy quieta, como si de este modo pudiera impedir ser vista. Se sentía confundida. Aquella voz le resultaba conocida, pero su corazón latía con fuerza, como una advertencia silenciosa de que algo no iba bien.
—¿Quién anda ahí?
—Soy yo. Tu amiga Mariana.
Al escuchar la voz de su única amiga, se tranquilizó.
—¿Qué haces ahí? Puede ser peligroso.
—Ven conmigo —susurró.
—La niña obedeció, como atraída por un imán.
—¿No tienes miedo? Mi madre dice que Marta Recarte ha aparecido muerta. ¿Quién es tu pareja de pasillo?
—A ti no te gustaba Marta, ¿verdad?
—No —confesó ruborizada.
Su madre le había advertido de que no se debía hablar mal de los muertos, pero lo cierto es que cuando Celia se enteró de la noticia fue incapaz de sentir consternación. No se la podía culpar por ello, aquella niña siempre se había mostrado odiosa con ella. Pero la muerte de Marta no había contribuido a disminuir su calvario, sino más bien a acrecentarlo. Su testigo lo había tomado Adelina Morante, la mejor amiga de Marta y la peor alumna de la clase, a juzgar por sus calificaciones.
—A mí tampoco. Era taaaan aburrida. ¿Cumpliste tu palabra?
—¿Cuál?
—La de no decir a nadie que me habías visto aquí, ni siquiera a tu madre.
—Sí. Nadie lo sabe.
—Así me gusta. Y, en recompensa, puede que esta semana te lleves una gran sorpresa.
—¿Qué sorpresa?
—No puedo decirlo, igual que tú no puedes decir que me has visto. ¿Lo entiendes? Es muy importante. Sólo conseguirías que me castigaran.
—No diré nada. Lo prometo.
Dario escribía una nota con rapidez. Su letra era inarmónica, picuda, invertida y bastante menuda. Casi había terminado cuando escuchó un ruido de llaves y la puerta abrirse y cerrarse.
Alejo había regresado.
«Mejor —pensó—. Así se lo digo a la cara.»
El escritor pareció sorprenderse al ver al gótico sentado a la mesa con todas sus pertenencias en el suelo a su alrededor.
—¿Qué pasa?
—Me voy.
—¿Adónde?
—A casa de Silvia. Ya no tiene sentido que siga aquí, ¿no crees? —la mirada de Darío era desafiante. Nunca le había tragado, y menos aún desde que le había destrozado el corazón a su hermana.
—Alejo no contestó. Estaba claro que era una pregunta retórica.
—¿Y tus padres? ¿Lo saben?
—No, pero a estas alturas me da igual que se enteren. Mi hermana me necesita. Es lo único que ahora me importa.
—¿Qué le ocurre?
—Si de verdad te preocupara su salud, la habrías llamado.
Alejo agachó la mirada. Sabía que Darío tenía razón. Desde que ella lo había dejado plantado en medio de la calle, y de eso hacía ya bastante tiempo, no había vuelto a llamarla ni siquiera para reclamar algunas de sus pertenencias, que todavía estaban en su casa. Para el joven escritor había sido la excusa perfecta para acabar con su relación. Sabía que se había comportado como un cobarde, pero la sombra de Ana era demasiado alargada para permitirle actuar de otro modo. Cuando lo pensaba fríamente, se sentía como un gusano. ¿A quién quería echar la culpa? ¿A Ana? Sólo él era responsable de aquella situación. Pensaba que si ya no la quería tendría que habérselo dicho. Debió afrontar esa tesitura con valentía, sin dobleces.
En ese momento, frente al hermano de Silvia, tampoco supo reaccionar de manera consecuente.
—Bueno, no voy a discutir contigo sobre eso, pero para tu información fue ella la que me dejó.
—Y a ti te hizo un favor, ¿verdad?
Alejo permaneció en silencio. Se limitó a soltar las llaves y a depositar el correo sobre la mesa.
—En vista de su actitud cobarde, Darío continuó.
—¿Me tomas por gilipollas? Yo también me muevo por el ambiente. Fui yo quien te introdujo allí, ¿recuerdas? Y he oído los rumores sobre ti y esa tía.
—Ya no estoy con tu hermana. Ahora soy libre para hacer lo que me dé la gana. Además, ¿no habías dicho que te ibas?
—Tienes razón. Ya me voy —dijo levantándose de la silla al tiempo que arrugaba con su mano la nota. Tenía la impresión de que, después de todo, darle alguna explicación era andarse con demasiadas consideraciones. Y Alejo no las merecía. Tras ello se dirigió hacia la puerta de la calle, pero antes de abrirla se volvió y le espetó con ironía:
—¿Y dónde está ahora? Andas detrás de esa mujer como un perrito faldero y ella escapa de ti como lo haría de la peste.
La reacción de Alejo no se hizo esperar. Sin embargo, no saltó por la provocación que suponían las palabras de Darío, sino por la posibilidad de descubrir algo, por mínimo que fuera, que le condujera al paradero de Ana. Hacía meses que la buscaba sin éxito. La mujer de la que se había enamorado parecía haberse volatilizado sin dejar rastro.
—¿Qué sabes de ella? ¿Dónde vive?
Darío no sabía nada sobre ella. Pero, al ver la cara de desesperación del escritor, que no ocultaba su incertidumbre ante el hermano de su ex novia, sintió la tentación de herirle, de hacerle daño deliberadamente, sólo por obtener la satisfacción de verle sufrir, un deleite que Silvia no había podido experimentar. Sería su venganza silenciosa.
—Te ha dejado, ¿verdad? Como hace con todos. No eres el primero al que se ha follado en su cama ni tampoco serás el último. No lo hacía mal del todo —añadió ante la desesperada mirada de Alejo—, aunque, para mi gusto era demasiado guarrilla.
Alejo sintió la rabia crecer en su interior.
«¡Por eso no quería que me acercara a ella la primera noche que coincidimos en The Gargoyle! —pensó Alejo— ¡Ya se conocían y tenía celos de mí!»
Sintió deseos de partirle la cara, pero ante el asombro de Darío y el suyo propio, reaccionó con increíble sumisión. Por encima de todas las cosas necesitaba averiguar dónde vivía esa mujer y, si tomaba represalias contra el gótico, éste se negaría a facilitarle información alguna.
—Ana será todo lo que tú quieras, pero, por favor, necesito saber dónde vive.
El gótico lo ignoraba. No sabía nada sobre su vida. Sólo lo que sobre ella se especulaba. En el ambiente tenía fama de rara. En realidad, nadie la conocía. Jamás aparecía acompañada y con el único que intercambiaba un par de frases era con el camarero de turno. Aquella mujer era un enigma.
A Darío la situación le producía una sensación indescriptible de poder y de placer. La cara del escritor delataba que habría sido capaz de dejarse cortar un dedo por conocer el paradero de la mujer que lo tenía subyugado. «¡Ni de coña! —concluyó para sus adentros —. Bastante ha sufrido Silvia por tu culpa.»
El gótico lo miró con fijeza y, con toda la frialdad que fue capaz de transmitir, masculló con deleite:
—¡Que te jodan! Si ella no ha querido llevarte a su casa, por algo será. Pero, descuida, cuando la vea le daré recuerdos de tu parte —añadió antes de dar un portazo.
—¡Joder!, ¿te has mirado al espejo? —inquirió Darío al ver a Silvia—. Mañana mismo vamos al médico. No puedes seguir en este estado.
—Estoy bien —repuso la joven —. Es por culpa del estrés.
—Eso ya no cuela. Llevas varios meses así, desde que lo dejaste con ese soplagaitas de Alejo.
El joven sintió tentaciones de anunciarle que su querido ex novio estaba liado con otra, pero se contuvo. ¿Para qué hacerle más daño? Ya tenía suficiente sin su ayuda y en aquel instante no procedía entonar el «ya te lo advertí».
—Es por culpa de las pesadillas —dijo mientras extraía un vaso del armario de la cocina. Darío se dio cuenta de que apenas podía sujetarlo. Las fuerzas no la asistían. Tuvo que sentarse de inmediato. De nuevo la poseía aquella debilidad extrema.
—Déjalo, anda. Yo prepararé la cena.
—No tengo hambre.
—Me da igual. No voy a discutir contigo. Vas a cenar y punto.
Pero las preocupaciones de Silvia iban por otros derroteros.
—¿Has visto a Alejo? ¿Qué tal le va?
—No —mintió—. Le he dejado una nota. No quiero seguir allí. He venido a cuidarte y no me importa lo que digan papá y mamá. Tú no estás bien. Necesitas ayuda. Si he aguantado tanto tiempo en su casa ha sido por ti.
—Darío —su voz temblaba y sus manos, otrora finas y delicadas, parecían haber envejecido cien años —, tengo miedo.
La salud de Silvia Salvatierra había atravesado diferentes etapas en los últimos tiempos. Todos sus males habían dado comienzo varios meses atrás, coincidiendo con el final de su relación sentimental con Alejo. A partir de entonces, su salud fue a peor. Adelgazó varios kilos, sufría mareos constantes y desvanecimientos, y horribles pesadillas con una mujer vestida de época.
Aunque no era una gran partidaria de los doctores, decidió acudir a su médico de cabecera. Éste le prescribió unos somníferos y le mandó hacerse unos análisis de sangre y orina, pero ella nunca llegó a hacérselos. Conducida por una extraña fuerza que la guiaba, mintió a todos, y afirmó que los análisis habían concluido que todo estaba en regla y que lo único que en realidad le pasaba era que estaba estresada.
Así pues, la joven se tomó unos días de vacaciones y se fue con unas amigas a la playa. Allí pareció restablecerse por completo. Engordó los kilos que había perdido, recuperó el apetito y el sueño perdidos y los mareos y las debilidades desaparecieron de su vida.
Al regresar de nuevo a Madrid, las cosas continuaron bien durante varios meses. No volvió a tener pesadillas, ni mareos, ni alucinaciones. Para entonces, Silvia creía que todo había sido sólo eso, un ofuscamiento de su mente que le hacía ver fantasmas donde no los había. La mujer del espejo había pasado al olvido, pero su miedo había sido muy real. De hecho, su sola evocación le producía auténtico pavor.
Sin embargo, desde la noche del sábado, todo había vuelto a repetirse: los mareos, las pesadillas, la espantosa mujer de sus sueños. ¡Había regresado! ¡Aquel ser había vuelto! Ya no sabía qué pensar y, por primera vez en mucho tiempo, Silvia se derrumbó. Aquel peso era demasiado grande para seguir ocultándolo por más tiempo. Ya no podía continuar aparentando una perfección y un equilibrio de los que carecía.
—¡Tengo miedo! —repitió ante la mirada atónita de su hermano.
Darío interrumpió su tarea. Depositó sobre la encimera el bol con los huevos que estaba batiendo para preparar la cena a su hermana y se acercó a ella. La abrazó y la tomó de las manos. Ella no solía mostrar sus debilidades. Si ahora lo había hecho era porque se encontraba mal y Darío lo sabía.
—¿Qué te pasa? Cuéntamelo.
Entonces, Silvia
la Perfecta
le refirió con pelos y señales todo cuanto le había ocurrido sin omitir detalles, sin obviar nada.
Darío la escuchaba con paciencia, sin demostrar la preocupación que en su fuero interno crecía, sonriéndole para quitar importancia a sus palabras, pero aportándole el consuelo que necesitaba para aliviar su espíritu atormentado.
—Me crees, ¿verdad?
—Claro que te creo. Y ya no volverás a sufrir más pesadillas. Ahora estoy contigo y sé lo que hay que hacer.
—¿No me estoy volviendo loca?
—No, Silvia. No lo estás.
—¿Y si regresa? Estoy aterrada.
—Yo la estaré esperando.
Tras contarle a su hermano todo lo que había estado ocultando durante meses, Silvia se sentía mucho más aliviada. Cenó, tranquila, la tortilla de jamón que Darío le había preparado, se comió unas tostadas untadas con quesitos e incluso se bebió el vaso de leche con un chorrito de coñac que le tendió su hermano cuando ya estaba metida en la cama.
—Eres tan bueno conmigo.
—Tú siempre has cuidado de mí. Ahora me toca a mí hacerlo.
—Por favor, no le digas una palabra de todo esto a mamá y papá. No quiero que se enteren de que tengo miedo de... —se interrumpió. No sabía cómo calificar la situación.
—Tranquila, tampoco me creerían. No tienes nada que temer —la apaciguó antes de besar su frente —. Yo estaré en el salón despierto, haciendo guardia. Nadie podrá acercársete sin pasar por delante de mí.