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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (36 page)

BOOK: Gothika
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—De acuerdo, pero no te vayas hasta que me haya dormido.

—Te lo prometo. Si me necesitas a lo largo de la noche sólo tienes que llamarme. Vendré en seguida.

Darío cumplió su palabra y permaneció con ella hasta que la joven se quedó dormida por completo. Cuando creyó que ya estaba en brazos de Morfeo, se acercó a ella para examinar su cuello en busca de alguna marca que delatara la presencia de un vampiro. Todo cuanto su hermana le había referido era propio del ataque de un ser no-muerto sediento de sangre.

Sin embargo, no le contó nada acerca de sus sospechas. No quería alarmarla más de lo que ya parecía, pero estaba convencido de que sus terrores nocturnos sólo podían deberse a la obra de un vampiro. ¿Cómo podía haber estado tan ciego? Se había pasado media vida leyendo sobre los seres que pueblan la noche y cuando su hermana había sido atacada por uno ni siquiera era capaz de darse cuenta.

Sin embargo, tras examinar con detenimiento el cuello de Silvia, se sintió confundido; no había marca alguna en su piel, ni siquiera un cardenal antiguo o un simple arañazo. No había nada que delatara la presencia de un chupador de sangre, lo cual dejó al joven sumido en la incertidumbre. ¿Sería todo una fabulación de su mente? ¿Sufría alucinaciones y por eso se había inventado algo así? En aquellos instantes era imposible dilucidarlo.

Atacada por un vampiro o no, montaría guardia en el salón. Ya estaba decidido. Se sentaría en la butaca frente a la puerta y velaría a su hermana toda la noche. Nadie podría atravesarla sin su conocimiento. Al día siguiente, con la claridad del día, la llevaría al médico y que éste decidiera qué era lo que en realidad le ocurría.

Ya con la certeza de que su hermana dormía, Darío se preparó una jarra de café a la que añadió un generoso chorro de leche condensada. Después, comprobó puertas y ventanas y rebuscó en los cajones hasta encontrar un crucifijo. Sabía que había uno, regalo de una tía-abuela por parte materna con poco ojo para los regalos. Silvia no era creyente, así que estaba escondido en un sitio poco accesible. Tras colocarlo cerca, se sentó en la butaca dispuesto a encarar una noche muy larga.

—«¿Qué estoy haciendo? —se preguntó—. Parezco un caza vampiros moderno o más bien un lunático. Me pregunto qué haría el verdadero Van Helsing en mi situación.»

Restaban muchas horas para el amanecer y el joven estaba cansado. Bebió una taza de café tras otra y, cuando había ojeado todas las revistas de moda que reposaban sobre la mesa del salón, hastiado, agarró la Biblia, otro regalo de la misma tía-abuela, y comenzó a leer algunos de sus pasajes al azar.

Se entretuvo en el Apocalipsis y se sorprendió al llegar al capítulo 17. En el versículo 6 podía leerse lo siguiente: «Y vi a la mujer emborracharse de la sangre de los santos y de los mártires de Jesús, y al verla me quedé estupefacto.» ¿Se refería aquel pasaje a una mujer-vampiro? La Biblia, a fin de cuentas, era un libro que recogía todos los sucesos que habían acontecido sobre nuestro planeta y que narraba la vida de toda suerte de personajes que habían poblado la Tierra, desde los más corrientes a los más extraordinarios. Asimismo, era una obra en la que se describían infinidad de fenómenos extraños. Aunque él no era practicante, sentía respeto por aquel libro; siempre le había impresionado cómo se daba respuesta a un sinfín de problemas mundanos de la manera más variopinta.

De pronto, algo reclamó su atención en la puerta. Estaba sentado justo enfrente, lo que le permitía advertir cualquier movimiento del exterior gracias a la luz del descansillo que se filtraba a través de la rendija que existía entre la puerta de la calle y el suelo; una rendija, quizá —le parecía ahora— demasiado grande, de modo que cuando alguien encendía la luz ésta se colaba por ella. Pensando en esto, el joven reparó en que el edificio de Silvia poseía un dispositivo de iluminación encargado de detectar la presencia de los vecinos. Si alguien caminaba por el descansillo la luz se activaba de manera automática, lo que les ahorraba tener que pulsar el botón cada vez que salían de sus casas. Lo más probable era que algún vecino hubiera regresado o salido de su hogar. Sin embargo, no se había escuchado ningún sonido de llaves ni ruido de clase alguna.

Silvia vivía en un edificio bastante moderno y su apartamento era lo que se denomina una «casa de diseño». La decoración no podía ser más vanguardista. A ella le encantaban las nuevas tendencias y creaciones artísticas cuyo sentido sólo ella, y posiblemente el artista que les había dado vida, eran capaces de entender.

«Falsa alarma», pensó el joven mientras se servía otra taza de café.

Entonces la volvió a ver. Darío juraría que algo o alguien había pasado por delante de la puerta de la casa de su hermana. Acababa de ver una sombra deslizarse bajo el umbral de la puerta y aquello no había sido una alucinación.

¿Significaba eso que había alguien al otro lado? ¿Alguien que espiaba sus movimientos? ¿Alguien que aguardaba con paciencia a que él se durmiera y apagara la luz del salón?

«No seas paranoico», se dijo cada vez más inquieto.

Darío creía en la existencia de vampiros y en que éstos vivían ocultos entre nosotros, como sugería el juego de rol Vampiro: La mascarada, pero, por algún extraño motivo, le costaba asociarlos a un lugar como la casa de su hermana. ¿Por qué un vampiro podría sentirse atraído por alguien como ella? Era su hermana y la quería, pero tenía que reconocer que era una pija y no se imaginaba a un ser de la oscuridad acudiendo a su domicilio con intenciones aviesas. ¿Qué podría buscar allí? «¡Su sangre! No te dejes engañar: todas las sangres son buenas», pensó.

Al cabo de unos segundos, cuando volvió a ver la sombra pasearse por detrás de la puerta ya no le cupo duda alguna de que había alguien —vivo o no-muerto— al otro lado.

Decidió acercarse hasta la puerta para otear el descansillo y saber así a qué se enfrentaba. Sin embargo, justo cuando aproximaba su ojo a la mirilla la luz, que disponía de un temporizador, se apagó, lo que le impidió saber qué había afuera.

Entonces tomó la determinación de abrir la puerta, aunque sin quitar la cadena de seguridad. El joven estaba asustado. Sin embargo, sabía que si no lo hacía no podría estar tranquilo pensando que había alguien acechando sus movimientos.

Darío abrió la puerta con precaución. Sus ojos se encontraron con la oscuridad más absoluta. Ni un ruido, ni una sombra, allí no había nada. Pero justo cuando iba a cerrar la puerta unos ojos rojos endiablados se encararon a los suyos. Estaban muy cerca, tan sólo a un palmo. No se veía figura humana alguna, sólo esos inmensos ojos llameantes que emergían de la oscuridad.

Intentó cerrar la puerta, pero a partir de ese momento ya no fue capaz de obedecer otra voluntad que no fuera la que acababa de subyugarle. El joven empujó la puerta, pero sólo lo hizo para poder retirar la cadena que impedía el libre acceso al piso. Después, la abrió de par en par y esa cosa entró con facilidad.

Silvia Salvatierra se despertó sobresaltada. Le parecía haber escuchado el ruido de la puerta de la calle cerrarse y temía que Darío se hubiera marchado dejándola sola.

—¿Darío? ¿Eres tú? ¿Estás ahí?

—Pero su hermano no contestaba. «Quizá se ha quedado dormido —aventuró—. Pero, entonces, ¿por qué ha sonado la puerta como si alguien hubiera salido o entrado de la casa?»

Aquel pensamiento le heló la sangre. No quería hacerlo porque estaba aterrada, pero, en vista de que Darío no respondía, decidió abrir un poco la puerta de su habitación para asomarse y ver lo que ocurría en el salón.

Se aproximó con cuidado y empujó el picaporte muy despacio, sin hacer ruido. Entonces la vio. Era ella, la mujer vestida de época. Iba toda enlutada. Parecía un holograma y no un ser de carne y hueso. Tenía el rostro arrugado y cubierto de gusanos; las cuencas de los ojos, vacías; la mandíbula, corroída; las manos, esqueléticas. Aquella mujer estaba al lado de su hermano y éste le tocaba los pechos y el sexo de manera obscena, con lascivia. No parecía darse cuenta de lo que tenía frente a sus ojos. De otro modo, ¿cómo podían éstos reflejar deseo por aquella cosa?

De pronto, la mujer espectral reparó en su existencia y se volvió hacia ella.

—¿Qué miras, querida? ¿Te gustaría unirte a nosotros?

Su hermano no reaccionaba. Estaba embobado.

Silvia dio un respingo y cerró la puerta de golpe. Estaba claro que Darío no iba a ayudarla, por lo que corrió hacia la mesilla de noche y cogió su teléfono móvil (era un aparato de última generación, que había comprado porque le hacía juego con los zapatos) con el fin de llamar a alguien. Pero ¿a quién podría llamar a esas horas para contarle la ordalía que estaba sufriendo?

A la policía, no. Nadie iba a creerla; a Alejo, menos. ¡A sus padres! ¡Llamaría a sus padres! No quería alarmarlos, pero se le acababan las opciones.

Silvia Salvatierra se escondió dentro del armario y trató de hacer una llamada, quizá la última que haría en su vida, pero comprobó con horror que dentro del armario su maravilloso móvil no disponía de cobertura.

«Sólo emergencias», rezaba la pantalla del aparato. ¿Es que acaso aquello no lo era?

No hubo tiempo para más. De pronto, Darío irrumpió en su escondite, abrió la puerta que la cobijaba de esa cosa aterradora y durante unos segundos Silvia albergó la esperanza de estar a salvo. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que su hermano tenía los ojos en blanco, igual que un zombi, y que obedecía las órdenes de la mujer de negro como lo haría un autómata.

Entre los dos la sacaron del armario. Silvia seguía aferrada a su teléfono móvil intentando establecer comunicación con el exterior, pero estaba demasiado nerviosa para atinar con los botones. Y cuando quiso darse cuenta tenía al ser espantoso encima y nada, absolutamente nada, iba a detenerlo.

La joven supo que todo había terminado. En aquellos momentos, sus últimos instantes de vida, Silvia miró a su hermano, que permanecía a un lado, de pie, en espera de nuevas órdenes que cumplir. Habría jurado que en sus labios se esbozaba una leve sonrisa.

Silvia sintió que la vista se le nublaba y muy pronto la luz se oscureció. Todo había acabado. Su última sensación fue su teléfono móvil deslizándose de su mano inerte.

49

—¡Esto es intolerable! No les confiamos a nuestras pupilas para esto. Y sepa usted, señor mío, que haremos todo cuanto esté en nuestra mano para que cierren este recinto laico —fueron las últimas palabras del tutor de Martina de Casariego y de la Flor.

Después, tomó sus guantes, su bastón y su sombrero y salió con la cabeza muy alta y gesto airado del despacho del director del internado María Auxiliadora del Buen Suceso. Y junto a él lo hizo la pequeña Martina, bastante aliviada por no tener que pasar un solo día más entre las paredes de aquel lóbrego lugar, que las alumnas habían bautizado como «el colegio tenebroso».

Desde la desaparición de Adelina Morante nadie se sentía seguro allí. Había sido un duro golpe para todos, ya que las esperanzas de que la muerte de Marta Recarte se debiera a un hecho desgraciado pero casual se habían desvanecido igual que el humo. Aunque la pequeña Adelina aún no había aparecido, todos —entre ellos Agustín Merino, el director del centro de enseñanza — estaban convencidos de que muy pronto lo haría, aunque sospechaban que, al igual que sucedió con Marta Recarte, estaría muerta.

Agustín Merino salió de su despacho cabizbajo, pero con la cólera dibujada en sus ojos. Le había costado Dios y ayuda convencer a las altas instancias para que le facilitaran la licencia que le permitía tener abierto el colegio, que, pese a su nombre, no era un centro regido por religiosas. Aquella excepción sólo había sido posible gracias a su anciana abuela, cuyo excelso capital y su buen nombre habían servido para abrirle las puertas necesarias para llevar a cabo tal empresa. Y ahora todo podía venirse abajo debido a aquellos horrendos crímenes que tenían aterradas a las alumnas, a los padres y a los profesores. La desconfianza se había instalado en todas y cada una de las almas que habitaban el enorme internado.

Merino llegó a la casa de su abuela un poco más tarde de lo habitual. Se había entretenido escuchando las quejas del tutor, a quien, sin embargo, tenía que admitir que le asistía más razón que a un santo. ¿Qué padres iban a permitir que sus hijas siguieran estudiando en un lugar en el que merodeaba un asesino? Ya tenía cuatro peticiones, cinco si contaba la del tutor de Martina, para sacar a sus hijas del internado. Pero no serían las únicas, sin duda llegarían más. Era sólo una cuestión de tiempo.

Cuando Merino se sentó a la mesa no pudo ocultar su turbación. Su abuela era una maestra en interpretar las expresiones de su rostro.

—¿Un mal día, hijo?

Lo trataba igual que a un vástago desde que los padres de Agustín fallecieron siendo él apenas un niño.

—Hoy se han llevado a otra niña. De seguir así, tendremos que cerrar el centro —contestó atusándose un mechón de pelo rebelde que venía molestándole toda la mañana.

Acababan de servirles la sopa, pero a él se le había quitado el apetito por completo.

—Come, hijo, que las penas con pan son menos penas.

Aquella mujer sabía de lo que hablaba. No en vano había perdido a su marido, a su hijo —el padre de Agustín— y a su nuera en el mismo año. Además del dolor por las pérdidas, se había visto obligada a hacerse cargo de todo. Hoy, muchos años después de la experiencia amarga, podía decir que había superado la prueba con creces.

—No tengo hambre, abuela. Ya sé que lo hace por mi bien, pero no hago más que darle vueltas a todo lo ocurrido y, por más que lo pienso, menos lógica le encuentro a este asunto.

—A veces las cosas no obedecen a la lógica de la razón, sino a la voluntad del Altísimo.

—Abuela, con todos mis respetos, me niego a creer que el Señor desee que esas pobres niñas sufran un destino tan terrible.

—Desde luego que no —dijo persignándose—, pero «el otro», «la serpiente que se arrastra», siempre está al acecho y busca las debilidades de la gente para entrar en sus vidas.

—Abuela, siempre está igual —le dijo en tono resignado—. Aquí no hay diablos ni brujas, sólo un asesino de carne y hueso despiadado y cruel.

A la hora de los postres se conoció la desagradable noticia. Dos hombres se presentaron en la casa de Merino. Agustín ya los conocía, eran los mismos que investigaban —sin mucho éxito, hasta el momento— la muerte de la niña Marta Recarte. Merino se temió lo peor.

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