No comprendía cómo podía haberse producido el embarazo. Tenía entendido que los vampiros eran incapaces de procrear, aunque durante el tiempo que había convivido con la no-muerta se había dado cuenta de que existían infinidad de mitos asociados a ellos que no tenían fundamento alguno y que habían sido alimentados por las supersticiones de la gente, por el cine y la literatura de terror. Por ello intentó enterarse de cómo se desarrollaba el proceso preguntándole a la propia interesada, pero ésta sólo respondía con evasivas. Resultaba evidente que desconfiaba de ella y que quizá por eso se negaba a facilitarle información sobre el asunto.
Violeta deseaba que aquel bebé jamás llegara a ver la luz. La estorbaba, pero, por supuesto, no se atrevía a decir nada. Aunque debido a algunos detalles sospechaba que Ana se había vuelto más frágil con el embarazo, seguía temiendo reacciones agresivas y despóticas, y la joven sufría porque la no-muerta se negaba a proporcionarle el
maná
eterno.
Uno de los detalles que le impulsó a creer que Ana estaba más débil que de costumbre era que de vez en cuando padecía náuseas y vómitos de sangre. No podía ser de otro modo, ya que su dieta consistía sólo en eso. La no-muerta intentaba restarle importancia a este hecho, pero cuando sucedía se veía obligada a consumir algo de la sangre congelada que atesoraba en el sótano y eso sólo podía significar una cosa: que se había vuelto vulnerable. Tenía vómitos oscuros y desagradables, de un olor similar al de la sangre evacuada por las mujeres humanas durante el período, aunque mucho más intenso, y Violeta se veía obligada a limpiarlo todo, lo que le resultaba repulsivo.
«Y todo por culpa de ese engendro —pensaba Violeta—. A saber quién será el padre del monstruo.»
—¿Adónde vas tan temprano? —preguntó doña Angélica—. Aún es pronto para ir a trabajar.
No le faltaba razón. Apenas eran las seis de la mañana. A aquella mujer no se le escapaba nada que tuviera que ver con su nieto. Desde la prematura muerte de su hijo y de su nuera, su única preocupación en la vida se había reducido a satisfacer los deseos de Agustín y en los últimos días lo veía agitado, preocupado.
—Quiero registrar yo mismo el internado. No me fío del investigador Torres ni del resultado de sus averiguaciones. Si esto sigue así me veré obligado a cerrar el centro —contestó Merino mientras hacía un gesto a la doncella para que no le sirviera más café—. Y no estoy dispuesto a permitir que eso ocurra.
—¿Y qué esperas encontrar?
—No lo sé, abuela. Una pista, supongo. La cuestión es que no soporto estar de brazos cruzados mientras las niñas continúan desapareciendo. Está claro que Torres es un inepto: intentar inculparme de los crímenes demuestra su incompetencia.
—Es cierto que no tiene muchas luces, pero no creo que debas inmiscuirte en su labor. A fin de cuentas, él está acostumbrado a tratar con la peor ralea y tú...
Agustín la interrumpió.
—Abuela, no podré dormir tranquilo hasta que el asesino sea apresado. Le ruego que no ponga más piedras en mi camino. Bastantes preocupaciones tengo ya.
—Está bien, Agustín. No diré nada más sobre este asunto, pero, por Dios santo, mantenme informada. Estoy preocupada por ti.
—¿Preocupada? No tiene por qué estarlo. Sólo quiero cerciorarme de que Torres está haciendo lo que debe. ¡Ese hombre es un desastre!
—Ya lo sé, pero anoche tuve una de esas visiones infernales —le confesó con voz titubeante. No sabía si debía contárselo—. Por eso estoy despierta. No he podido volver a conciliar el sueño.
Su cara denotaba tensión. Su nieto se dio cuenta de que la comisura de sus labios temblaba. Le ocurría lo mismo cada vez que sufría esas terribles pesadillas o «visiones», como ella solía denominarlas.
Agustín tenía un bollito de pan recién hecho entre las manos. Con la ayuda de un cuchillo lo abrió por la mitad y lo untó de mantequilla.
—Abuela, ¿otra vez con esas historias? —inquirió enarcando las cejas—. Ya sabe que el médico le ha recomendado que no se altere.
—¿Y qué se supone que debo hacer si las visiones me asaltan sin yo desearlo? Nunca las he buscado y, por desgracia, me persiguen desde niña.
—No lo sé —contestó encogiéndose de hombros—. Acaso no darle tanta importancia. Los sueños no significan nada.
Se hizo el silencio. Al cabo de unos segundos Agustín se atrevió a preguntar:
—¿Y qué ha soñado esta vez? —a pesar de su tono desenfadado, en su voz había un matiz de inquietud. Merino sabía perfectamente que los sueños de su abuela no siempre eran simples sueños. A veces se habían cumplido con una exactitud aterradora. Así había sido desde que tenía memoria y eso fue lo que sucedió cuando fallecieron sus padres en accidente de carruaje. Su abuela soñó con ello.
Doña Angélica meditó unos segundos antes de responder. No quería asustarlo, pero debía prevenirle.
—Pues te veía en el interior de un laberinto —explicó presa de la congoja—. Lo recorrías una y otra vez sin hallar la salida. Y una gran araña seguía tus pasos. Al principio parecía que estaba muerta porque no se movía, pero luego quería devorarte. Entonces me desperté.
Si Agustín se sintió intranquilo por sus palabras, evitó reflejarlo en el rostro.
—Se preocupa tontamente por mí, abuela —comentó quitándole hierro al asunto—. Sólo pretendo registrar el internado e interrogar a todo el personal. No creo que eso vaya a exponerme a peligro alguno.
—Lo sé, hijo, lo sé. Pero no olvides que un criminal anda suelto y nadie tiene la menor idea de quién es, lo que no descarta que pueda tratarse de alguien de tu confianza, de quien menos te lo esperas.
La última reflexión de su abuela no le había dejado indiferente. En todo ese tiempo se había forjado la idea de que el asesino tenía que ser alguien desharrapado, ajeno por completo al colegio. Sin embargo, ese «alguien de tu confianza» le había hecho plantearse otras posibilidades. El criminal había buscado sus víctimas sólo en el internado. ¿Qué le impulsaba a actuar allí? ¿Por qué no se había fijado en otro tipo de presas que no fueran las niñas? Dándole vueltas a todo el asunto cayó en la cuenta de que en los últimos meses se habían producido algunas desapariciones misteriosas en la región. Sin embargo, como no habían encontrado más cadáveres que los de las pequeñas, nadie se había planteado la posibilidad de que todos esos casos estuvieran conectados entre sí.
Mientras pensaba en todo esto recorría una a una todas las dependencias del internado. Cuando hubo acabado, extrajo el reloj de bolsillo de su chaleco y miró la hora. Eran cerca de las ocho. Había tardado casi sesenta minutos. A esa hora las niñas ya estarían en el comedor, dispuestas para el desayuno. Después iniciarían la jornada escolar.
Merino se sentía desalentado. No había descubierto nada que le sirviera para centrar su investigación. Y tampoco podía confiar en ninguno de los trabajadores para que le ayudara en sus pesquisas. El hombre se dirigió a su despacho y se sentó a la mesa para escribir una nota destinada a su amigo Celso Castro. Él sí era de toda confianza. Castro siempre se había distinguido por su inteligencia lúcida y su sentido del humor punzante. Con un poco de suerte, podría estar allí en un par de días. A continuación, le entregó la nota lacrada al jardinero y le pidió que la llevara a la Estafeta lo antes posible.
Después, mandó llamar por orden alfabético a las alumnas del internado. A los profesores y al resto de los empleados los reservaría hasta la llegada de Castro, pues los consideraba más difíciles de manejar. Para él todos eran buenas personas —de otro modo no los tendría a su cargo—, pero Castro, que no los conocía, podría hacer las veces de abogado del diablo en caso de que fuera preciso. Él sabría ver ahí donde sus ojos no alcanzaban.
En ésas estaba cuando escuchó unos golpecitos suaves en la puerta de su despacho. Era Tristana, una de las alumnas pequeñas que estudiaba en el curso menos avanzado, y también una de las más apocadas. No sabía qué número hacía ya en la larga lista de entrevistas.
—¿Da su permiso? —preguntó con timidez.
Tristana era una niña morena de tez muy pálida y constitución esquelética. Muchas veces se negaba a comer porque decía que la comida era repugnante, por lo que solía recibir duras reprimendas de los vigilantes de comedor.
—Claro, Tristana, te estaba esperando.
Merino la hizo sentar. Quería que la niña se sintiera cómoda y no amedrentada, pero el director se dio cuenta en seguida de que movía las piernas con nerviosismo. Tal vez pensaba que había hecho algo malo.
—Tranquila, pequeña. No tienes de qué preocuparte. Sólo quiero hacerte un par de preguntas. ¿Estás cómoda?
—Sí, señor.
—Bien. Entonces dime: ¿has visto o notado algo raro en los últimos días?
—¿Raro? —Tristana hizo un gesto de asombro.
—Me refiero a que si has advertido algo anormal, algo que te haya llamado la atención de manera especial.
La niña se echó a temblar como una hoja. Por su reacción, Merino dedujo que Tristana ocultaba algo. Tal vez había infringido alguna norma y tenía miedo de ser reprendida, o quizá había visto algo que no quería confesar.
—No, señor —dijo al fin.
—¿Estás segura?
No, no lo estaba. La niña parecía cada vez más nerviosa, pero se negaba a reconocerlo. Ante esta situación, el director adoptó una estrategia consistente en tratarla con la máxima delicadeza.
—Si guardas silencio por temor a ser castigada, tienes mi palabra de que nadie lo hará.
Entonces empezó a derrumbarse.
—Es que... Es que...
—¿Qué ocurre, Tristana? ¿Qué es lo que has visto?
—Es que, si se lo digo, no me creerá.
—Sólo quiero saber lo que has visto. Nadie te hará mal alguno.
La niña inspiró profundamente y se armó de valor.
—Vi algo en los retretes —confesó abrumada—. La noche que desapareció Marta me levanté para orinar. Estaba todo muy oscuro, pero en un rincón me pareció ver unos ojos tan rojos como las llamas del infierno.
Tristana parecía verdaderamente aterrada.
Merino se sentía desconcertado. ¿De qué hablaba la niña? ¿De un animal? ¿En el internado? ¡Imposible! Si la pequeña no mentía —y no parecía que lo estuviera haciendo—, tenía que tratarse de otra cosa.
—¿Unos ojos? ¿Cómo eran?
—No lo sé. Me asusté tanto que salí corriendo, así que no pude verlos bien.
—¿Estás segura?
—Sí.
—¿Y dices que eso fue la misma noche de la desaparición de Marta Recarte?
—Sí, señor.
—¿Y le contaste esto al investigador Torres?
—Sí que lo hice —comentó bajando la mirada, avergonzada—, pero él no me creyó. Dijo que el asunto era muy serio para andarse con bobadas y también dijo que si volvía a mencionar algo sobre esto haría que me castigaran un mes de rodillas con los brazos en cruz y mirando a la pared.
—Entiendo. Puedes retirarte, Tristana. Has sido una niña muy valiente. Le diré a la cocinera que esta noche te sirva dos raciones de postre en lugar de una.
La niña se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta. Una vez pasado el mal trago, su semblante se había relajado.
Antes de abrir la puerta se giró y le preguntó a Merino:
—¿Usted me cree?
—Claro, pequeña, claro que te creo.
Se lo dijo para no hacerla sentir mal, ¿pero cómo iba a darle crédito a una historia tan fantasiosa como aquélla? Sin embargo, Merino no pensaba que se tratara de una invención. Eso tampoco tenía sentido. Quizá lo había soñado y al despertar había confundido sus sueños con la realidad.
La mano le temblaba cuando presionó el timbre, y eso que antes de salir de casa se había tomado un ansiolítico para combatir la fuerte ansiedad que padecía desde la muerte de su hermana. Después de tantas semanas de apatía no entendía bien qué le había impulsado a presentarse ante la puerta de la casa de la señora Silva. Ni siquiera sabía si ella estaba allí y —en el caso de que estuviera— si querría recibirle, pero de todos modos se había propuesto intentarlo.
El joven había pasado tres semanas sumergido en la más absoluta apatía, hundido en la más negra de las tormentas, sumido en los presagios más terroríficos, que le invitaban una y otra vez a dar el paso necesario para hacer compañía a su hermana y a su amigo Raúl... para siempre.
Para lo único que Darío había abandonado la casa de sus padres —a la que se había trasladado después de los últimos acontecimientos — había sido para acudir al entierro y al posterior funeral por el alma de su hermana y para visitar al médico, pues se sentía incapaz de descansar más de dos horas seguidas.
La noticia había caído como un mazazo en el seno de la familia y sus padres no estaban mejor que él. Su madre también precisaba atención médica. Al igual que Darío, pasaba largas horas en silencio, un silencio roto sólo por el llanto, y su padre, el que más fuerte se mostraba, intentaba sacar fuerzas de flaqueza para impedir que la familia se desmoronara por completo.
Aún no acababa de dar crédito a la noticia, pero era un hecho: Silvia había muerto. Y lo peor de todo era que no recordaba lo que había ocurrido la noche que murió. Lo único que sabía es que había abierto la puerta de la vivienda a alguien. «¿Por qué lo hice? ¿Quién llamó al timbre? ¿Era alguien conocido? ¿Qué ocurrió esa noche?», se preguntaba de manera obsesiva sin hallar respuesta alguna.
El certificado de defunción no podía ser más explícito: Silvia había fallecido a consecuencia de un paro cardíaco. Pero a Darío no le convencía este dictamen. Era evidente que en los últimos meses se sentía aterrada por algo. Ella creía que alguien o algo la perseguía. Algo —era más bien «algo» — capaz de asustarla hasta extremos insospechados. Si su muerte había sido tan «normal» como sostenía aquel papel, ¿por qué, entonces, era incapaz de recordar nada? ¿Qué o quién había conseguido sesgar sus recuerdos de esa manera? Según el médico, el estrés postraumático bien podría ser el causante de su incapacidad para recordar lo ocurrido. Según le explicó, ante un suceso traumático se puede desencadenar este trastorno, que causa, entre otros síntomas, palpitaciones, sudores y dificultad para respirar cada vez que se rememora el hecho que ha causado el
shock.
Hay quien revive una y otra vez lo ocurrido, pero tampoco es infrecuente que —como en el caso de Darío— los recuerdos se encuentren adormecidos bajo llave. No obstante, él sabía que las cosas no siempre son lo que parecen y quizá la verdadera explicación era que alguien o algo había conseguido arrebatarle sus recuerdos. Como un felino sigiloso, había logrado colarse en su mente para transformarla a su antojo y en esa mutación se había llevado lo más preciado que tenía: su memoria.