—Hágalos pasar a la biblioteca.
—Lo siento, señor, pero insisten en hablar con usted y con la señora —repuso la doncella.
—Bien. En ese caso, dígales que entren.
El investigador Torres era un hombre bastante corpulento, ya entrado en años. Su ayudante, en cambio, era un muchacho que no sobrepasaría la veintena y que no aparentaba tener demasiadas luces, pero a Torres le servía para descargar en él las tareas más pesadas y desagradables.
—Buenas tardes, señora —habló el inspector.
La dama hizo un gesto con su cabeza.
—Buenas tardes, señor Merino.
—Buenas tardes, investigador Torres. Espero que no traiga malas noticias.
—Me temo que sí, señor Merino. A veces odio este trabajo —dijo preparándoles para lo peor— y esta tarde es una de ésas. Adelina Morante ha aparecido asesinada, como ya nos temíamos.
—¡Santo Dios! —exclamó la dama mirando hacia arriba, acaso en busca de una señal divina.
Merino, por su parte, sintió un dolor en el pecho, como una punzada, lo que le obligó a volver a sentarse. Aquella niña era tan pequeña y hermosa, ¿quién podría haber hecho algo así?
—¿Cómo ha sido? —preguntó haciendo acopio de valor.
—La han encontrado en una acequia cercana al internado. Todo ha sido igual: tenía las uñas y el pelo cortados a trasquilones y la cara manchada de polvos de arroz y de carmín... —el inspector se interrumpió. Había un detalle que tenía que comunicarles y que resultaba especialmente escabroso —. Bueno, hay algo diferente esta vez: el criminal ha escrito con carmín algo en su brazo derecho.
—¿Algo? ¿De qué está hablando?
—No sé si es correcto referir este detalle delante de una dama.
—Por favor —rogó la mujer.
—De acuerdo. La frase que ha escrito es «Las niñas malas no van al cielo».
Durante unos instantes se creó un incómodo silencio durante el cual todos parecieron embebidos en sus propios pensamientos. Después de unos segundos, Torres preguntó algo en apariencia intrascendente, como quien se interesa por el tiempo que va a hacer.
—¿Le suena de algo esa frase, señor Merino?
—Pues, no. No recuerdo haberla oído con anterioridad.
—Es curioso, señor director —explicó el investigador mirándole fijamente—. Es muy curioso, porque una de sus ex alumnas sostiene que en cierta ocasión le oyó pronunciarla.
El rostro de Merino demudó.
¡Aquello era el colmo! ¿Es que acaso pretendían buscar un chivo expiatorio ante su ineptitud manifiesta?
Su reacción no se hizo esperar.
—Señor investigador, no sé lo que insinúa y, en realidad, tampoco quiero saberlo. Tan sólo deseo que indague y encuentre cuanto antes al malnacido que ha hecho esto. Y le recomiendo también que busque testigos sólidos y que no se deje llevar por habladurías o...
Agustín se vio interrumpido por su abuela, quien se había puesto en pie —no sin cierta dificultad— apoyándose en su bastón de marfil.
—O de lo contrario, haré uso de todas mis influencias para que le cesen en el cargo —su voz era tajante y su gesto lo suficientemente adusto para obligar al investigador Torres a bajar la mirada—. Y ahora márchese de una vez a investigar pistas fiables y no maledicencias y chismes.
Por extraño que parezca, la noticia de la muerte de Adelina Morante no contribuyó en absoluto a suavizar el trato de algunas de las alumnas del colegio hacia la pequeña Celia. Como si de una víctima de sacrificio se tratara, la comunidad decidió que alguien debía ser el responsable de todas las desgracias y Beatriz Ramírez del Campillo, amiga de Adelina y de Marta, empezó a ensañarse con Celia como lo habrían hecho ellas mismas de continuar vivas.
Celia era considerada uno de esos «peleles» de los que se sirven en los pueblos para calmar la ira de los «malos espíritus». Bajo la inocente fiesta del «pelele», que se viene realizando desde hace siglos y que finaliza con el desmembramiento a palos de esta figura, se esconde un miedo ancestral a las malas cosechas, a las enfermedades, a la hambruna y a toda suerte de males que pueden aquejar a una comunidad.
Y para las niñas del internado María Auxiliadora del Buen Suceso, el hecho de que se hubieran variado las reglas para que la hija de una fregona pudiera estudiar con ellas constituía una violación flagrante de las leyes no escritas del Universo, lo que podría acarrear toda suerte de desgracias en la comunidad.
Lo cierto es que las investigaciones no progresaban gran cosa. No podía ser de otro modo. Existían demasiadas cortapisas para que el investigador y su ayudante pudieran averiguar algo. Si el propio director utilizaba la influencia de su abuela para parar el avance de las pesquisas, ¿qué podría esperarse de los familiares de las muchachas asesinadas? A nadie le agradaba que se husmeara en su vida, sobre todo si se disponía del ringorrango suficiente para evitarlo.
Así pues, el investigador Torres, consciente de que luchaba contra un muro de silencio, comenzó a hacer averiguaciones en torno al personal del centro, buena parte del cual residía en el propio internado. Si de una cosa estaba convencido era de que el criminal tenía que ser alguien muy próximo a las pequeñas. El hecho de que el asesino se entretuviera en cortar el pelo y las uñas y en maquillar a sus víctimas sugería premeditación y facilidad de actuación. ¿Se habrían llevado a cabo los crímenes en alguna estancia del internado de las muchas que permanecían inactivas? No había que olvidar que aquello era igual que un enorme laberinto.
Había otro detalle que tenía fascinado a Torres y que no sabía bien cómo interpretar y era el hecho de que ninguna de las niñas hubiera opuesto resistencia ante su agresor. ¿Significaba esto que las ataba? No. Eso no era posible, pues no existían marcas de cuerdas o de ligaduras de clase alguna. ¿Conocía el criminal a las niñas y por eso confiaron en él hasta el extremo de no sospechar que iban a ser asesinadas? De ser así, las pistas apuntaban de nuevo a una cierta proximidad. ¿Y quién podía tener la suficiente confianza con las alumnas para que éstas le obedecieran de manera tan sumisa?
Aquella situación la había cogido totalmente desprevenida. Al principio pensó que se trataba de una falsa alarma, pero con el tiempo se hizo evidente que en el vientre de la no-muerta crecía una nueva vida.
Este embarazo no podía llegar en peor momento. Justo cuando Ana descubrió que se encontraba en estado, su naturaleza se vio alterada de manera demoledora y sus capacidades vampíricas se atrofiaron de la noche a la mañana. ¿Podía existir una tragedia mayor para un no-muerto? Experimentar de nuevo la «normalidad» era una experiencia peligrosa y extraña. Podría suponer que Ana llegara a cometer errores de principiante, lo que quizá contribuyera a su destrucción. Esta nueva situación la volvía vulnerable y, en cierta manera, dependiente. Aunque la fastidiara reconocerlo, necesitaba la presencia de Violeta, al menos, de momento.
La no-muerta ignoraba a qué podía deberse este cambio en su estructura, pero ya no era capaz de anticipar los movimientos de sus presas, de leer sus pensamientos ni de moverse con la agilidad, la rapidez y el sigilo que solían caracterizar a los de su estirpe. Con los años se había acostumbrado a utilizar estas capacidades como quien se ayuda de una calculadora para realizar multiplicaciones, y era francamente cómodo poder viajar a otra ciudad en la misma noche sólo para darse la satisfacción de cazar una presa de su interés. Había aprendido que por lo general era preferible alimentarse lejos de su refugio. Asimismo, había descubierto que no siempre era preciso eliminar por completo a sus víctimas. En ocasiones era más fácil atontarlas mediante hipnosis, extraerles sangre y después dejarlas tiradas, inconscientes, en cualquier cuneta. Al despertar, eran incapaces de recordar lo ocurrido. Tan sólo sentían una debilidad similar a la que se experimenta tras donar sangre y una gran desorientación que les impedía explicar lo que les había sucedido.
Claro, que esto no siempre era posible. Al principio de descubrirlo intentó proceder así. La no-muerta procuraba no eliminar a nadie de manera innecesaria. Pero los «años de sangre» —como denominaba Ana a su existencia sobre la Tierra— transforman a los vampiros en verdaderos sociópatas. Los convierten en seres desprovistos de toda moral a los que no les supone ningún problema asesinar a quien se cruza en su camino. Es decir, que si para alimentarse les resulta más sencillo matar a su víctima en lugar de atontarla, lo harán sin dudar un segundo y sin experimentar sentimiento de culpabilidad alguno. De la joven Analisa, cuya vida se había visto truncada de manera inesperada hacía ya muchos años, apenas quedaba nada.
Regresando al asunto del bebé, Ana se temía lo peor: sospechaba que estaba desarrollando una naturaleza aún más vigorosa que la de Mariana y que tal vez había conseguido activar un mecanismo de defensa tan potente que era capaz de anular el suyo.
«¿Un bebé más fuerte e inteligente que Mariana? Eso es imposible. Tiene que serlo», se repetía para tranquilizarse. Pero sus dudas y temores no se verían disipados hasta que el bebé naciera, y para ello ya no quedaba demasiado tiempo. Los meses habían pasado como un suspiro. Al contrario de lo que había sucedido durante el embarazo de Mariana, este bebé no le había provocado dolores intensos de cabeza ni otras molestias que no fueran las propias de cualquier embarazo humano, aunque Ana tampoco había intentado acabar con él, así que no sabía cómo habría reaccionado de haberlo hecho. «¿Para qué? —se dijo—. Seguro que me neutraliza si lo intento.»
Como es de suponer, la no-muerta no estaba por la labor de confesar sus debilidades a nadie, y mucho menos a Violeta. La joven le servía de comodín para algunas cosas, pero ya llevaba un tiempo planteándose acabar con ella y buscar un nuevo esclavo. El motivo era que la muchacha no respondía a sus demandas con la sumisión que Ana deseaba. En su opinión, era desobediente y reincidente, lo que la convertía en alguien peligroso, así que durante un tiempo intentó ocultarle su nueva condición y en ningún caso pensaba revelarle que había perdido sus capacidades especiales. No convenía que la joven supiera que ahora era casi tan vulnerable como cualquier humano.
No obstante, al cabo de unos meses, cuando el embarazo se hizo evidente, se dio cuenta de que la necesitaba más de lo que había imaginado. Cada día que pasaba se sentía más vulnerable y, con ello, la presencia de la gótica se volvía menos prescindible. Por todo esto la no-muerta había determinado que la tendría a su lado el tiempo justo, hasta que diera a luz. Después, la mataría y buscaría un nuevo esclavo. Quién sabe si Alejo, al que ya tenía subyugado y del que se había distanciado de manera voluntaria hacía meses, podría ser un buen candidato.
Pero lo peor de su embarazo no eran los vómitos, ni la pérdida de energía ni de sus capacidades vampíricas. Lo más angustioso de todo era que le había removido temores escondidos en los recovecos de su mente; terrores que tenían como protagonista a Emersinda y su oscuro mundo de sombras. La recordaba con frecuencia hasta el extremo de sentir auténtico pánico sólo al evocar su nombre. Sus sueños se veían asaltados por su siniestra presencia. En ellos siempre permanecía agazapada para apoderarse de su bebé y a pesar de que Ana sabía que Emersinda había desaparecido, no podía evitar sentir una angustia indescriptible al despertar. Entonces se acariciaba su cada vez más voluminoso vientre y respiraba aliviada al comprobar que todo se encontraba en perfecto orden.
En apariencia, el embarazo se desarrollaba con normalidad, pero no podía bajar la guardia. Aquel proceso la había sumido en la desesperación provocada por la incertidumbre de no saber cómo sería el bebé que llevaba en su interior.
¿Sería humano o nacería vampiro?
Aunque no hay dos embarazos iguales, Ana no tenía motivos para creer que el bebé iba a ser normal: el hecho de que sus capacidades vampíricas se hubieran visto interrumpidas hacía presagiar que el feto ostentaba una naturaleza fuerte, lo cual encajaba con la de los vampiros. Sin embargo, al no tener la certeza de que lo fuera, Ana se había planteado qué haría si su pequeño resultaba ser humano. ¿Debía acabar con él tan pronto hubiera visto la luz o abandonarlo a su suerte en cualquier parte lejos de ella? La posibilidad de quedárselo no entraba dentro de sus planes. La
bestia
era demasiado poderosa para permitírselo.
Esta nueva situación disgustaba a Violeta tanto o más que a la propia Ana. Descubrir el embarazo de la no-muerta no había sido un plato de gusto para la gótica, pues significaba que para Ana Violeta no constituía en absoluto el centro de su interés. Esto no era una novedad, pero sí un serio varapalo para la joven, ya que ésta siempre había albergado la esperanza de no ser sólo su esclava, sino de llegar a formar parte de la familia de los eternos, convertirse en alguien especial para la vampira, cuya única preocupación parecía ser ahora ese bebé que se estaba gestando en su vientre. Quizá a ello se debía el hecho de que Ana hubiera dejado de controlarla como hacía antes. Ya no la castigaba cada vez que incumplía alguna de sus directrices o lo hacía a través de la indiferencia.
Sin embargo, Violeta no era una estúpida y la venda que cubría sus ojos había caído desde el mismo instante en que supo que Ana estaba encinta. Por eso había comenzado a plantearse algunas cosas —antes impensables— acerca de su particular relación con la vampira.
¿Por qué la mantenía aún a su lado si ya no le importaba? El desdén y la indiferencia con la que aquella mujer trataba a la gótica demostraban que la no-muerta no sentía nada de carácter emotivo por ella. Entonces, si no era ésta su motivación, ¿por qué no la había eliminado ya?
«Seguro que sólo me quiere para que la ayude con el bebé —especulaba Violeta atenazada por un sentimiento de terror—. Ahora me necesita porque está débil, pero en cuanto dé a luz me matará y buscará otra víctima más propicia.»
Sus pensamientos no podían ser más acertados.
La falta de interés por fiscalizar a la joven que mostraba Ana había desencadenado en Violeta un sentimiento de odio hacia la no-muerta. Podía soportar ser maltratada, controlada y humillada, pero la indiferencia era algo que nadie le había enseñado a asumir, así que Violeta transformó toda su devoción en un odio feroz difícil de controlar, y no sólo hacia la no-muerta, también hacia el bebé que —creía ella— se interponía entre ambas.