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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (3 page)

BOOK: Gran Sol
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—Todavía es muy pequeño; ya tendrá tiempo.

—¿Pequeño? A su edad salía yo con mi padre, por obligación, a ganarme la comida.

El del mostrador discutía con Macario Martín.

—Son ocho, Macario, no cuatro.

—Pero si te pagué antes.

—Que son ocho.

—Pero… te juro por mi madre que no vuelvo a…

—Lo que tú quieras, pero son ocho.

Cuando Joaquín Sas se reía mostraba los dientes mellados, feroces, sarrados del vino, del tabaco y de la falta de limpieza.

—El viejo debe estar ahora como para que le hurguen el ombligo. Me alegro de su mala digestión. Me alegro de que no tenga con quién tomarla. Me alegro de que almacene bilis.

—El señor Simón —dijo Juan Quiroga— tiene razón. Ya podíamos estar en la mar hace un par de horas. Encima se nos viene la tormenta. Seguramente no saldremos hasta la madrugada.

—Que te crees tú. El viejo sale a la mar aunque hunda los barcos. Si en la mar está de malas, en puerto está de peores. ¿No lo has visto otras veces?

Simón Orozco decía a los patrones:

—Salimos en cuanto el eje esté listo. Avisad a todos que no se espera, porque a éstos hay que avisarles con tiempo. Ahora con el beber están aquí bien, luego se les ocurren las cosas.

—No —dijo Begoña María—, no quiero que bebas más.

El chiquillo cogió una rabieta y empezó a patalear. Begoña María le dio unos azotes y lo dejó en el suelo. Añadió:

—Y esto que queda me lo bebo yo y no pidas más porque no hay.

Petra Ortiz hizo ademán de tender su vaso de orange al pequeño.

—Toma, raquerín.

—No le des, Petra.

—Sólo un poquito, mujer, para que deje de llorar.

El chiquillo aplicó los labios al borde del vaso y bebió.

—Ven aquí, cochinazo, ven, que te quite esas velas —dijo Begoña María.

El chiquillo se debatía entre los brazos de su madre. Le dio una patada a la mesa.

Petra intervino:

—Pero qué malo eres, pero qué diablo estás hecho.

El vaso se vertió. Begoña María dio unos cachetes al niño.

—Anda a la calle, a jugar, no quiero verte por aquí, salvaje, más que salvaje.

Begoña María se atusó el pelo.

—No se puede con él.

El pelo de Begoña María era rubio, de un rubio claro y apagado. La piel le hacía arrugas en las comisuras de los párpados. De la boca amarga le ascendían, recortándose las mejillas, dos profundos surcos. Tenía ojeras con una granazón y un color de tetillas circuyéndole los ojos profundos.

—No se puede con él —repitió—. Como salga como los otros, acaba conmigo.

Petra Ortiz filosofó:

—Más disgustos dan los padres que los hijos.

Comenzaban a llegar tripulantes del bonitero. Se les hacía sitio en la barra.

Macario Martín buscaba bolsas propicias.

—Buena pesca, ¿eh? Buenos billetes, muchachos.

Los pescadores del bonitero eran generosos y desconfiados; invitaban por voluntad, pero no querían caer en las trampas de palabra de los invitados.

Macario Martín echaba mano de todas sus viejas tretas. Desafió al pulso a un mocetón; perdió. Dijo:

—Al derrotado hay que invitarle para que se le pase el dolor del brazo y el mal trago de la derrota.

Venancio Artola admiraba, boquiabierto, a su compañero.

—Qué tío estás hecho, Macario; lo que tú no sepas…

Macario Martín guiñaba el ojo y se le escapaba una lágrima.

—Cincuenta y dos años, nada más que eso.

Pasó por el bar el aviso de que los barcos iban a salir. El contramaestre Afá se acercó a los gallegos.

—Si tenéis que ir por las cestas, id. Salimos en seguida. No se espera a nadie.

Bajo las mesas había cestas de mimbre con los complementos alimenticios de cada uno. Joaquín Sas preguntó:

—Pero ¿no decían que había todavía para dos horas?

—Había, Sas. Ya está arreglado.

—Entonces, ¿no queda tiempo para ir hasta el bar del Asturiano a echar una copa?

—Os habéis pasado toda la tarde aquí. Tómatela donde estás.

El contramaestre Afá se acercó a Macario Martín.

—No bebas más,
Matao
. Dentro de un rato salimos. Si tienes que ir por algo…

—Tómate una copa, José.

—Ya he bebido bastante… ¿Y vosotros qué? Venancio Artola contestó por él y su compañero Juan Ugalde:

—Nosotros tenemos las cestas a bordo. No hay de quién despedirse, no hay por qué esperar.

—Si estuviera aquí tu nesca, otra cosa sería, ¿eh?

Venancio Artola se limitó a contestar:

—Puede.

—En Pasajes perdiste una vez el barco. ¿Qué le estabas haciendo?

—Charlar.

—Sí, charlar. ¿A qué llamas tú charlar?

—Charlar.

Macario Martín explicó a su amigo Afá:

—No le digas nada de la chica, que se enfada. Se ha tomado muy por lo fuerte eso de casarse.

Se rió Afá.

—Ya ves, no todos son como tú, tío asqueroso.

Entraron los engrasadores del
Aril
con el motorista Domingo Ventura. En la barra les dejaron sitio, manchaban. Estaban en camiseta, mostrando sus recias musculaturas de antiguos fogoneros. Calzaban zapatos trastabillados, picañados, rotos, negros de grasa, quemados por el gasoil. Gato Rojo se pasaba un cotón por los brazos.

—Que nos pongan algo de beber.

Dejó el cotón sobre el mostrador.

—Dame un cigarro, Juan.

Juan Arenas sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo posterior del pantalón. Bebieron. La mujer de Manuel Espina estaba con ellos.

—¿Ya habéis terminado?

—Ya —dijo Manuel Espina—. ¿Me has traído la cesta?

—Ahí está, donde está sentado tu padre.

—Bien. ¿El chico?

—Por ahí, jugando.

—¿Has puesto bicarbonato en la cesta?

—Y manzanilla.

—Bien.

Macario Martín gritó:

—Gato Rojo, ¿nos vamos?

—Aún queda tiempo.

A la hora de la partida siempre quedaba tiempo para los engrasadores.

Sabían que sin ellos no podían partir los barcos. Eran los que regulaban la marcha, pegados al motor, aguantando el aliento de la máquina, sus temblores de fuerza sometida.

El grupo de marineros gallegos se había levantado. Juan Arenas les advirtió:

—Aún hay tiempo.

Los patrones caminaban lentamente por el muelle, hacia los barcos. Estaba el cielo cubierto de nubes. Soplaba un aire cálido y fuerte.

—En cuanto estén los engrasadores, largamos cabos —dijo Simón Orozco.

Palomeaba la mar en la bahía. Corría el alboroto de las gaviotas, desplomándose desde mucha altura, aleteando en punto fijo de la mar, remontándose después gravemente.

En el muelle, junto a los barcos, se formaban grupos de pescadores con sus mujeres y chiquillos. Los empleados de la lonja, los curiosos del puerto, se acercaron para ver partir los barcos. Por el extremo del muelle caminaban los tres engrasadores del
Aril
.

—No me jorobéis, la primera guardia la hace el que quiera, pero en este viaje —dijo Carmelo Álvarez— me toca a mí de ocho a doce. La vez pasada…

Le cortó Juan Arenas:

—Echas la vida haciendo cálculos. La vez pasada me tocó a mí de doce a cuatro, sin que tuviera por qué tocarme. Déjame al menos que descanse algún viaje.

—No, la mía es de ocho a doce.

—Pues echamos a suertes.

—No, me toca a mí.

El contramaestre Afá saltó a la cubierta del
Aril
. Su mujer le gritó:

—A ver si esta vez vuelves rico, José, que me tienes que llevar al teatro.

Cuando José Afá gritaba se le hinchaban las venas del cuello y se le congestionaba el rostro.

—Ya irás por tu cuenta, pejina, sin necesidad de que te lleve.

Petra Ortiz le hizo una higa.

—Con lo que tú me has dejado.

—Con eso y con lo que guardas, bruja.

Begoña María había besado a su marido.

—Que tengáis suerte.

—¡Ojalá!

Begoña María tenía a su hijo pequeño en brazos.

—Anda, dile adiós a papá.

Domingo Ventura besó a su hijo pequeño, luego posó la mano derecha en la cabeza del mayor y le revolvió el pelo, le dio un golpecillo en la cara al mediano.

—No deis disgustos a vuestra madre, no os aprovechéis de que estoy fuera, porque a la vuelta os caliento. Y que no me vayáis al dique a bañaros, ¿eh?

Los chiquillos movieron las cabezas afirmativamente.

Macario Martín saltó con dificultad a la cubierta del barco. Se oyeron bromas.

—Tú ya no necesitas marearte, Macario… Ésa no la matas…

Macario Martín, haciendo aspavientos con las manos, se metió por el portillo de la cocina. Los tripulantes del
Uro
pasaron a su barco. Por estribor, desde el puente, hablaba Simón Orozco con los patrones del
Uro
.

—Ya repunta a creciente la marea. ¿Estáis todos?

—Estamos todos.

—Pues listo.

Paulino Castro preguntó desde el bacalao del puente por babor:

—¿Falta alguien?

Juan Quiroga contestó:

—Sas, que fue al Asturiano.

El patrón de costa lo vio correr por el muelle.

—Ya está aquí.

Había soltado las amarras del
Uro
, que lentamente se despegaba de su pareja. Simón Orozco lió un cigarrillo. Dijo a Paulino Castro:

—Que tengamos suerte.

Paulino Castro repitió:

—Que tengamos suerte.

La mano de Paulino Castro asió la manija del telégrafo. Voceó desde la ventanilla:

—Fuera amarras.

La flecha del telégrafo se movió: Máquina lista, atrás, poca. El
Aril
se apartó con suavidad del muelle. Se oyó el ruido de la hélice girando.

La flecha del telégrafo osciló, luego quedó fija: Avante, poca. Paulino Castro voceó por el tubo acústico:

—Noventa.

Fue devuelta la orden desde las máquinas:

—Noventa.

Las gentes del muelle se despedían de los pescadores situados en el espardel o en las amuras de babor.

La cara de Macario Martín asomó por un ojo de buey del guardacalor.

—Segunda —voceó—, guarda algo para mi vuelta.

Segunda Esteban estaba junto a Begoña María. Petra Ortiz comenzaba a caminar hacia su casa. Los chiquillos corrieron al espigón del muelle para ver pasar el barco.

La flecha del telégrafo varió: Avante, media. Su timbre hizo correr un escalofrío desde el puente a las máquinas.

La proa del
Aril
señalaba la alta mar. Los grupos del muelle se desintegraban. Sobre las aguas de la bahía picaban las primeras gotas de la tormenta. El cielo, al oeste, estaba totalmente oscuro. Al este se filtraba una lívida claridad. Simón Orozco se sentó en un banquillo, junto a la sonda eléctrica.

Dijo:

—En seguida con Cabo Chico. Ha habido suerte, pasamos la barra antes de que llegue el fuerte de la tormenta.

Paulino Castro miró la línea de boyas. Cogió la manija del telégrafo, bajó el indicador: Avante, toda. Retembló el
Aril
y la proa se hundió un poco.

Atrás quedaba el espigón con un grupo de chiquillos manoteando. Simón Orozco expelió el humo sobre el suelo.

En los cristales de las ventanas del puente tabaleaba la lluvia, produciendo un suave, un agradable, un acogedor rumor primero.

II

«E
MPEZAMOS la presente sin novedad. A 7 h. amarramos cabos en el puerto pesquero del Musel para hacer treinta y cinco toneladas de nieve, que empezamos a las 9 h. terminando a las 11.30 h. que largamos cabos. A las 12 h. con Cabo Torres que hacemos rumbo a las playas del Gran Sol con viento fresquito del N y marejada, cerrado en lluvias, con chubascos que cada vez son más fuertes. La terminamos sin más novedad.» Paulino Castro dejó la pluma estilográfica sobre el abierto cuaderno de bitácora. Dio una chupada al cigarrillo, cogió la pluma y anotó en la casilla del viaje: «De Gijón a la mar». Después puso la fecha.

Arfaba mucho el barco. El marinero del timón estaba atento a la aguja. En el puente las luces de la caja de bitácora y de la radio esparcían una tenue claridad, aumentada por los reflejos, rojo y verde, de las luces de situación en la cortina de agua, que entraban por las ventanas de los costados. La luz de rumbo en el palo de proa casi no se veía.

La silueta del marinero se recortaba negra y apretada junto a la rueda del timón. Paulino Castro apagó la luz de mesa del cuarto de derrota, que compartía, como camarote, con Simón Orozco. Salió al puente.

El timonel lo sintió tras de él; no volvió la cabeza.

—¡Qué noche, patrón!

Paulino Castro miró el rumbo en la rosa.

—Un poco a estribor, Celso.

Giró la rueda del timón.

—Ya.

El humo del cigarrillo del patrón de costa se pegaba a los cristales de proa del puente.

—Patrón, coja el timón, que voy a hacer un pito.

—¿Quién va detrás de ti?

—Venancio.

—Hazle subir y charláis un rato. Baja por la trampilla.

—Da igual por fuera.

Celso Quiroga abrió la pesada puerta del puente. Entró un golpe de viento y de agua desmenuzada.

—Cuidado, Celso.

El cigarrillo sin elaborar del marinero quedó junto a un trozo de tiza en el hueco de la radio. Celso se descolgó por el costado de sotavento y, sin poner pie en la cubierta, se coló por el portillo de la cocina.

Sobre el fogón había una gran cafetera desportillada con malta caliente. El marinero se sirvió un cacillo. Bebió. Se agarró a la pequeña mesa para no perder el equilibrio en un balance. Luego abrió la puerta del rancho de los marineros. Su hablar fue casi un murmullo:

—Venancio… Venancio…, ¿duermes?

La voz fuerte de Venancio Artola emitió la obligada queja:

—¿Aquí…? —preguntó por la guardia—. ¿Es la hora?

—No, falta aún; es para que subas un rato… Dice el patrón…

—No es mi hora, no subo.

Rogó y prometió Celso:

—Hombre, es que uno solo, con esta noche, se queda medio dormido, capuza la cabeza y nos volvemos para el sur. Sube y luego me quedo un rato.

La palabra de Joaquín Sas tenía la acritud del despertar.

—¿Por qué no os vais a charlar a cubierta? Entre las pulgas, los balances y vosotros no hay quien pegue el ojo. Me c… ¿Por qué no termináis de una vez?

Se revolvió en su litera.

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