—¿Quieres un trago? —dijo Arenas.
—Luego.
—Mañana hay que comer bonito, hay que tirar unas líneas a los peces.
—¿Con esta mar? Como no cambie el tiempo. Como no venga un recalmón.
—Vendrá, no es mes de malos tiempos largos.
Juan Arenas se apartó de Gato Rojo, canturreando. Echó una ojeada a los manómetros. Juan Arenas malcantaba a los cuarenta y tres años, quemada la voz por el vino, el tabaco y los hornos de los bous antiguos. Aún le quedaba un hilo y una manía por el flamenco y los tangos. Al canturrear imitaba los dejos andaluces de los espectáculos folklóricos: «Sensillo, quisiera ser marinero, caunque difisí é sensillo, en un barquito velero, pintaíto de amarillo, que é de mi compare Piñero». Le podía el fandango y lo comenzó de nuevo. Lo interrumpió para maldecir. No subía el aceite por el tubo del manómetro. Llamó a Gato Rojo.
—Tú, que no sube el aceite.
Los dos engrasadores estuvieron un rato probando en la manecilla. Gato Rojo solucionó el caso: —Llama a Ventura.
—Se va a cabrear si está durmiendo.
—No duerme, está leyendo novelas —bajó la voz—. Esta noche, en el barco, el único que duerme de verdad, sin importarle los balances, es el señor Simón y, claro, ese lastre de Ugalde. Los demás están como las merluzas, con un ojo en la superficie y el otro en el fondo.
—¿Qué dices?
—Que llames a Ventura.
Domingo Ventura dormía en un camarote pegado al rancho de los engrasadores. Solfa tener la puerta abierta y pasaba los viajes echado, leyendo novelas o durmiendo. Juan Arenas subió por la escalerilla. Llegó hasta la puerta del camarote.
—Ventura.
Domingo Ventura contestó perezosamente:
—¿Qué pasa?
—El aceite, que no sube.
—¿Has mirado el codo de entrada?
—¿Y la manecilla, que se suele agarrotar?
—Sí.
—¿Y has golpeado la pared del depósito por si los posos…?
—Sí.
—Bueno, pues ya voy.
Bajó Arenas a las máquinas. Al rato, apoyado en la barandilla de la pasadera, galbanosamente, Domingo Ventura ordenaba lo que debían hacer. El aceite ascendió por el tubo.
—¿Ya está? —preguntó Ventura.
—Sí.
Todavía se quedó unos minutos en la pasadera, sin decidirse a volver al catre. Luego se quejó:
—Eso de ahí abajo está muy sucio, a ver cuándo lo limpiáis. A ver cuándo echas un par de horas limpiando eso, Juan.
—Cuando comience la pesca.
—Bueno.
Arrastrando los pies, se volvió Ventura a la litera. Se quitó los zapatos y se tumbó en la colchoneta. Cogió una vieja revista gráfica, la sostuvo entre las manos, la dejó abierta sobre su vientre y cerró los ojos. Gato Rojo doblaba alambres para hacer la huevera. Juan Arenas canturreaba mientras frotaba con un cotón los indicadores del motor.
El patrón de costa se obcecaba en sus opiniones. Discutían con él los tres ocupantes del rancho de popa. El patrón de costa manoteaba nervioso. Afá estaba sentado con las piernas colgando fuera de la litera. Macario Martín se limitaba a dar patadas en el techo y hacer signos negativos, distraídamente, con el dedo índice de la mano derecha. El engrasador Manuel Espina, que había hecho algunos años de la carrera sacerdotal, aplicaba silogismos.
—Usted dice que el patrón de costa es el que manda el barco. Bien. Pero el patrón de costa hace lo que le dice el primer patrón de pesca de la pareja. ¿No es eso? Pues entonces el patrón de costa no manda el barco.
—No, señor, el que manda el barco soy yo, porque si yo quiero ahora mismo no vamos a Gran Sol, sino a España, aunque luego tenga que responder en la Comandancia de lo que he hecho.
—Pero usted no se vuelve a España sino que va donde el pesca dice. Lo mismo al Petí Sol que al Jones o al Melville, luego usted no manda el barco.
Paulino Castro discutía siempre sobre su autoridad en el barco. Los marineros no se conformaban con la afirmación de que él era el que lo mandaba.
Los marineros se ajustaban al trabajo. En el trabajo mandaba el patrón de pesca, pues aunque el que condujese el barco fuera el costa, el que mandaba de verdad era el pesca.
El contramaestre Afá ponía ejemplos que aumentaban la confusión, haciendo la discusión un grito conjunto, una suma de monólogos violentos, una disparidad total de opiniones, con la que todos se entretenían.
—Si, por ejemplo, patrón…
Pero Paulino Castro no escuchaba, explicaba a Manuel Espina que a su vez explicaba a Macario Martín, que pretendía atender a su amigo Afá, mientras con los dedos hacía signos negativos a Paulino Castro.
—Si, por ejemplo, patrón, un suponer, usted dice que el patrón de pesca no manda nada, ¿con quién se las entiende usted, con el armador o con la Comandancia…?
—Yo mando en el barco, él manda en la faena, pero yo puedo llevar el barco donde me da la gana porque yo soy el responsable de lo que suceda a bordo.
—Mira, Macario, esto es como si tú, que estás de cocinero, bajas a las máquinas estando yo de guardia…
—Que no, que no… el que manda soy yo… Si, por ejemplo, usted… si el costa dice una cosa y el pesca otra…
Apareció Domingo Ventura en el hueco de la puerta.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¡Qué gritos! Intentaron explicarle el asunto.
Fue tomado por juez. Cuando se enteró, dijo:
—El patrón de costa tiene razón. Yo mando en las máquinas y él manda en el barco. Ahora bien, el patrón de pesca es el que manda en la faena de pesca, es decir, en la pesca exclusivamente.
Macario Martín terminó con las razones vagamente jurídicas del patrón de costa, con las afirmaciones del motorista.
—Entonces, ¿a qué vamos a Gran Sol, a dar un paseo con el barco o a sacar peces?
—Con vosotros no se puede hablar porque sois unos burros —dijo Paulino Castro.
Y los dos incomprendidos, los dos jefes, se aislaron de la conversación general, mientras ésta coleteaba todavía en bocas de Espina, de Macario y del contramaestre.
La huevera de Gato Rojo era un prodigio de artesanía. Juan Arenas la contemplaba entre sus manos.
—Así no se romperán y los podré contar todos los días. Llevaré bien la cuenta por si alguno me quita…
—Yo sólo te cogí una vez un huevo, y te lo dije, Carmelo.
—Ya… si yo no digo.
El pito del tubo acústico sonó largamente.
—Que suba el patrón, que lo llaman desde el otro barco.
Juan Arenas ascendió precipitadamente la escalerilla y corrió por la pasadera.
—Patrón, que le llaman desde el otro barco.
Paulino Castro abandonó el rancho de popa. El motorista comenzó a discutir con el contramaestre. Manuel Espina volvió a galopar por los amarillos de Arizona. Macario Martín pasó sus desnudos pies por el recorte de la dama del calendario y entornó los párpados suspirando suavemente.
Roló el viento al noreste. Había dejado de llover y se había hecho una clara en el cielo. Se veía un apretado cardumen de estrellas. Al suroeste las agrillas luces del
Uro
hacían la mar honda en el enfile. Llamó Paulino Castro por la radio.
—Aquí
Aril
,
Aril
,
Aril
,
Aril
… Llama
Aril
a
Uro
… ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
Cambio.
Como un zumbido se oyó la voz del patrón de costa del
Uro
en su respuesta.
—
Uro
,
Uro
,
Uro
,
Uro
…
Uro
a
Aril
,
Uro
a
Aril
… Las toberas, Paulino, media hora. Estamos al garete, acercaos. Cambio.
Paulino Castro barbarizó por el micrófono, luego dio una orden:
—Venancio, todo a babor.
Marcó en el telégrafo: Avante. Media. Sopló en el tubo acústico y ordenó:
—Ciento ochenta, Arenas.
Juan Arenas contestó:
—Ciento ochenta.
Se abrió la puerta del cuarto de derrota y apareció Simón Orozco, descalzo, la pretina del pantalón suelta.
—¿Por qué cambias el rumbo?
Paulino Castro contestó de mal humor. —Las toberas del motor del
Uro
.
Barbarizó Simón Orozco. Su gran humanidad cubría el hueco de la puerta.
—Vagos —terminó—, eso hay que mirar en puerto antes de desatracar.
Las luces del
Uro
se acercaban por el enfile de la proa del
Aril
. De nuevo zumbó la radio.
—
Uro
,
Uro
,
Uro
,
Uro
…
Uro
a
Aril
…
Simón Orozco se volvió a la litera. Se extendía la clara en el cielo. Se distanciaban las estrellas. Paulino Castro abrió el ventanillo de babor.
—Noreste bueno —dijo.
Venancio Artola se fue al dicho.
—El noreste del sábado no llega al lunes, patrón.
Repetía la voz zumbante de la radio.
—
Uro
,
Uro
,
Uro
…
Uro
a
Aril
.
El
Uro
delante de la proa del
Aril
se arronzaba un punto con la marejada.
N
ORESTE claro, noreste quirriquirri. Hervía la mar; rojeaba, empañado, el sol. Malos tiempos en Tearaght, Great Skelling, Bull, Fastnet, faros de Irlanda.
Galbarra en Machichaco. Malos semblantes en Igueldo. En Cabo Mayor la mar blanca, cortada de una franja negra hacia el norte. Por Finisterre sol con barbas, viento con aguas.
Paulino Castro se aburría en el puente y salió hacia popa por el espardel. El contramaestre, Macario Martín y Juan Arenas estaban a la cacea del bonito.
Domingo Ventura fumaba y mecía la pereza sentado en una banqueta, contemplando.
—¿Habéis sacado alguno? —preguntó Paulino.
—Dos, patrón —dijo Macario—. Pero van a caer bastantes. Mire la mar.
Por popa, en la estela blanca, cruzaba la selguera aumentando el hervor de las aguas.
—El otro barco lleva lo menos una docena —dijo Afá.
El
Uro
navegaba casi paralelo al
Aril
a media milla.
—Prepara bien las ventrechas —dijo Paulino.
—Sí, patrón —respondió Macario.
—Las ventrechas las voy a preparar yo porque éste no sabe, las quema —dijo el contramaestre.
De pronto la línea de Macario dio un tirón. Gritó Macado.
—Parad la máquina, parad la máquina.
Se dejó de oír el ruido del motor. El barco avanzó suavemente. Afá se escupió las manos, entregó su aparejo a Domingo Ventura y comenzó a tirar de la línea de Macario. Se animaban con voces.
—Hala, hala, que ya está.
El bonito chancleteaba por la superficie de las aguas. Juan Arenas, con un bichero en las manos, se apoyó en la aleta por estribor. Tiraba mucho el bonito.
Paulino Castro animaba desde el espardel.
—Venga, arriba, venga, arriba.
Al primer golpe de bichero, Juan Arenas no acertó. Después izó el bonito a bordo. El contramaestre Afá gritó:
—Avante.
Paulino Castro repitió la voz cerca de la escotilla de máquinas. El barco reanudó la marcha.
—Buen bonito —comentó Macario. Las manos de Afá sangraban.
—¡Cómo tiraba el diablo!
El bonito saltaba agonizando en la cubierta.
—Tienen que caer muchos —dijo con entusiasmo Macario—. Muchos.
Paulino Castro miró al cielo.
—Si da tiempo, porque esto lleva camino de ponerse muy mal.
Todos miraron al cielo. Macario Martín fijó la mirada en el sol rojo.
—José, ¿cuántos fogoneros llevará el sol? No esperó la respuesta. Afirmó:
—Lo menos lleva doscientos fogoneros.
La línea de Juan Arenas se tensó. Gritó. —Alto la máquina, alto.
Paulino Castro repitió los gritos. El bonito se desprendió del anzuelo.
—Se ha ido; buen viaje. Saludos a tu madre, mozo —dijo Arenas.
Juan Arenas comenzó a cobrar el aparejo. Paulino ordenó por la escotilla:
—Avante.
En el rancho de proa, estribor euskaldún, babor galaico. Juan Ugalde y Venancio Artola por los murmullos de su idioma, hablando de mejores fortunas.
Juan y Celso Quiroga por las romanceadas suavidades de su lengua, quejándose a mala palabra de la vida del pescador. En el rancho de proa, unidad de opinión sobre la plata.
En el puente, aburrimiento de la guardia al timón. Joaquín Sas —el ojo al rumbo: N 26 W, el pensamiento a costa— silbaba por silbar, cantaba por cantar, imaginaba por imaginar. En el cuarto de derrota el patrón. Simón Orozco tomaba experiencia olvidada de su cuadernillo de notas. Por años, por meses, por días, las pesquerías de su vida. Los pulsos de la mar en cifra y letra. Subió la merluza a las playas adelantándose en veinte días al año anterior. Barco hundido en Melville. ¡Cuidado el arrastre por los filos del banco! Cambio de corriente en Parsons. La merluza baja a los espigones franceses. El besugo, mal. Cajas: setenta, ochenta, cien. Cajas, siete, muy mal. Los tantos por ciento a la izquierda en columna aparte. Simón Orozco, echado en su litera, calculaba la moneda que lleva cada ola, si salía cara, si salía cruz; calculaba en la rosa de los vientos como en una ruleta, y dejaba opinión en su rolar. Sureste bueno o sureste malo, según qué banco, qué sondaje, qué marcha, qué aparejo.
En las máquinas Gato Rojo construía hueveras para sus compañeros Arenas y Espina. Domingo Ventura había visto con malos ojos que no contara con él para el asunto de las hueveras. La venganza fue la orden de arranchar máquinas antes de que comenzara la pesca. Gato Rojo, cuando quería, se quedaba sordo del son del motor. Lo pensó: No doy coba ni a mi mismo padre, quien quiera una huevera que se la haga. Yo las hago para los que me las piden por favor.
En popa no se volvió a pescar en una hora y Macario Martín se cansó de sostener su línea. Fue a la cocina, con la orden expresa de Paulino Castro de que le reservara una ventrecha de bonito, pero que no se la preparase. Macario pensó que su falta de tino en la cocina le evitaba trabajos. Se dedicó a preparar la comida de la tripulación, porque llegaba el mediodía.
A mediodía siete hombres se acomodaron en el espardel en torno de la gran marmita. Cada uno tenía su pan, su vino, su cuchara. El patrón de costa Paulino Castro preguntó:
—¿Se ha separado para la guardia?
De guardia al timón estaba Juan Ugalde; en máquinas, Arenas.