Guardianas nazis (22 page)

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Authors: Mónica G. Álvarez

Tags: #Histórico, #Drama

BOOK: Guardianas nazis
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El 26 de agosto de 1939 Binz comenzó una nueva vida. Por un lado, iniciaba una etapa como miembro del Partido Nazi y todo lo que eso conllevaba; y por otro, empezaba la formación necesaria para convertirse en guardiana del campamento junto con otras compañeras. Allí encontró uno de los mejores lugares para dar rienda suelta a su naturaleza sádica, oculta hasta ese momento para los demás, e incluso, para ella misma.

SE INICIA EL ENTRENAMIENTO

Para las mujeres afiliadas al NSDAP llegar a Ravensbrück significaba adiestramiento. Ellas serían las encargadas de «cuidar» y salvaguardar la seguridad de un recinto que, poco a poco, fue trastocándose en una gigantesca celda de castigo. La salubridad brillaba por su ausencia, dejando paso al continuo fluir de muertes y cadáveres, víctimas según los informes del departamento de control y administración de Ravensbrück, de enfermedades tales como tuberculosis, tifus, disentería o neumonía. Pero la realidad era otra. Más de 300 mujeres morían cada día por culpa del hambre, el frío, el exceso de trabajo y por supuesto, de las vejaciones perpetradas contra ellas. Imaginémonos por un momento qué supuso para aquellas presas ver cómo mensualmente se sumaban nuevas aprendices de
Aufseherin
deslumbradas por el protocolo y el poder del nazismo. Terror e incertidumbre es lo que había en sus caras. Lo podemos corroborar en las innumerables improntas y vídeos de prestigiosos documentales. La vida de aquellas prisioneras se había transformado en extenuación y miseria, desasosiego y conformismo ante un final tristemente predecible.

La primera vez que Dorothea Binz se paseó por las calles de su flamante morada, pudo comprobar un caos indescriptible y aun así, no salió corriendo. En lugar de sentir un pasmoso recelo ante esta situación como haríamos cualquiera de nosotros, debió de tener una sensación de familiaridad y preponderancia.

Durante el tiempo que Binz residió en Ravensbrück hasta su huida en 1945 estuvo bajo las directrices de camaradas tan conocidas como Emma Zimmer, la tremenda María Mandel, Johanna Langefeld, Greta Boesel o Anna Klein-Plaubel. Con un equipo como este era evidente que Dorothea también se dedicara a escribir con sangre su propia historia.

En el proceso judicial Binz declaró haber trabajado «un año entero entre otros vigilantes de
Außenkommandos
(comandos exteriores)». Conforme al
Arbeitseinteilung Kontrollbuch
(libro de control de la división de trabajo), que se puede consultar en el Museo Memorial de Ravensbrück y que a su vez forma parte de la Fundación de Museos Memoriales de Brandemburgo, esto no sería cierto, ya que se puede verificar que entre octubre y noviembre de 1939 montó guardia en el aserradero de madera donde había diez mujeres trabajando; en mayo de 1940 también se encargó de supervisar a las prisioneras que se dedicaban a la conducción de basuras, la limpieza de suelos o la cocina; e incluso, llegó a gestionar al personal de construcción del campamento. Por tanto, su testimonio era totalmente incoherente. Binz había sido parte activa de aquella inclemencia tan difícil de entender por sus nuevos verdugos.

Un buen rendimiento y una excelente disposición a la obediencia le valieron a finales de verano del año 1940 un ascenso como subdirectora del bloque de celda que tenía como supervisora directa a Mandel
la Bestia
. En los dos años que estuvo en Ravensbrück instó a Binz a que la ayudara en la ardua labor de ejecutar castigos corporales en el turbador búnker. La nueva pupila se convirtió prácticamente en su ojito derecho y cumplieron con los sacrificios más duros. A partir de aquel instante Dorothea fue tildada como la «guardiana de la barbarie». De nada le valieron las diferentes divisiones en las que estuvo —cocina o lavandería—, su trabajo preferido lo realizaba en la celda de castigo.

Mandel y Binz torturaron y asesinaron mano a mano a cientos de reclusas con inanición. Su único pecado, no ser de raza aria.

Esta etapa, casi idílica, le valió a Dorothea para actuar como una segunda instructora de Irma Grese. Binz y Mandel enseñaron a la rubia con carita de ángel todo lo necesario para impartir el miedo y la perversión a su llegada a Auschwitz. Las tres mujeres, cada una a su manera, se llegaban a coordinar cuando querían atormentar a sus presas con atroces prácticas sexuales. Con ellas afloraron las aguas poco profundas de la bestialidad.

Como vemos, Ravensbrück más que ser un centro de entrenamiento donde aprender a controlar a los confinados, era la mayor universidad de la saña y el homicidio. Las principales vigilantes y guardianas que salieron de estos espantosos «cursillos» se comportaron como verdaderas «asesinas en serie».

A pesar del bucólico paraje que rodeaba a Ravensbrück, con casitas de maderas pintadas con colores ocres y verdes en medio de la vegetación, así como la magnífica vista del lago, lo cierto es que aquel campo inaugurado con prisas llegó a parecer un almacén de cadáveres en muchos momentos. Una de las supervivientes, Barbara Reimann, recuerda que aunque los altos mandos del campamento eran hombres, la verdadera inhumanidad provenía de sus vigilantes, especialmente de las guardianas femeninas. Las
Aufseherinnen
eran las responsables de impartir la férrea disciplina diaria repleta de normas, castigos y restricciones, y «donde la amenaza del búnker de castigo era casi una sentencia de muerte», afirmaba Kristina Ussarek.

Con la promoción de su adorada camarada María Mandel para ser trasladada a Auschwitz en otoño de 1942, la sustituye Johanna Langefeld. Pero a partir del 3 de julio de 1943 Dorothea asume los asuntos oficiales correspondientes al cargo de
Oberaufseherin
. Desde entonces Binz pasa a ejercer como
Arbeitsdienstführerin
(ayudante en jefe de la mano de obra) e incluso como
Stellvertretende Oberaufseherin
(adjunta de la supervisora jefe) en colaboración con Gertrud Schreiter. Su carrera comienza a ser meteórica hasta que por fin la recompensa llega en forma de ascenso. En febrero de 1944 Dorothea es oficialmente
Oberaufseherin
, la nueva supervisora en jefe de Ravensbrück.

SE DESATA LA VIOLENCIA

Detrás de una apariencia francamente atractiva y dulce, de hermosos cabellos rubios y ondulados y ojos claros, se escondía una de las dementes con mayor sangre fría de todo el campamento. Binz era tan concienzuda a la hora de desempeñar sus funciones que rara era la ocasión en que sus víctimas sobrevivieran.

Como miembro del personal de mando entre 1943 y 1945 dirigió la formación y la faena asignada a más de 100 guardias de sexo femenino. Entrenó a las féminas más violentas de las
Waffen-SS
como la anteriormente mencionada, Irma Grese, alumna más que aventajada junto a Ruth Closius, que impresionó gratamente a sus superiores por la brutalidad demostrada hacia las internas. Gracias a su despiadado arrojo fue promovida como
Blockführerin
(supervisora del barracón).

Tal y como se recoge en la documentación guardada por el archivo oficial del gobierno británico acerca del Caso Ravensbrück, las tareas realizadas por Dorothea Binz como supervisora en jefe consistían en lo siguiente:

«La ejecución de las primeras revistas comenzó dos veces por día. […] Intercambio de prisioneros en el campo de concentración, resumen de entradas y salidas, controles de bloqueo, reportes de acceso, registro de quejas de los prisioneros, breves interrogatorios».

Pero estos deberes nada se correspondían con la realidad. El ensañamiento practicado por Dorothea y sus adeptas era inflexible y destructor. Numerosos testimonios acusan a la nazi de haber golpeado, abofeteado, pateado, azotado, pisoteado y abusado de las internas de forma continua. Los testigos afirmaban que cuando Binz se personaba en la gran plaza central conocida como
Appellplatz
para hacer revista y hacer el recuento, «se hacía el silencio». Estaba prohibido hablar, sentarse, mirar al compañero y por supuesto a los superiores. Los llamamientos podían durar entre dos y cinco horas todas las mañanas, incluso en pleno invierno cuando el gélido viento azotaba aquellos cuerpos desnudos tan solo cubiertos con algún harapo. En Ravensbrück los pases de lista eran obligatorios, sobre todo porque cada día morían decenas de reclusas víctimas de la fiereza.

Después de terminar el recuento pertinente se hacía otra convocatoria para que cada interna se personase en el
Lagerstrasse
ante su fila de trabajo. Una vez organizadas y antes de abandonar el lugar recibían un poco de líquido. La miseria alimentaria se ceñía sobre esta pobre gente. Durante su interminable jornada las reas se hacían cargo de la limpieza del terreno frío y pantanoso que rodeaba el campo, y por supuesto, de la perforación del suelo para construir fosas donde se lanzarían los cuerpos inertes de muchas de sus compañeras. Al mediodía una nueva señal avisaba a las esclavas laborales que era la hora de comer. Para entonces las asistentes de Dorothea distribuían un pedazo de pan, alimento insuficiente para que una persona adulta pudiese vivir dignamente. Pero no había más, no les daban nada más, por lo que las prisioneras solo podían acostumbrar a su estómago a callar y a arreglárselas con aquella miseria.

Mediante la privación de enseres los nazis les robaron el orgullo y la autoestima, les atacaron en la honorabilidad. Las cautivas que sobrevivían a los azotes de la injusticia se fueron desfigurando hasta ser pellejos andantes muertos en vida. Su única esperanza, morir rápidamente y sin dolor. Pero los trabajos forzados eran cada vez más duros, más largos y más agotadores. La debilidad fue impregnando el aliento de unas mujeres que sintieron la inclemencia de su propio género ávido de crimen y sangre.

Con la noche reinaba el silencio, la oscuridad y posiblemente el descanso, pero no tuvieron esta suerte. Para estas mujeres encarceladas en una prisión donde el martirio era la voz cantante, el crepúsculo se mezclaba con el dolor y la ansiedad. A veces era mucho peor que el día. De hecho, cada dos semanas las presas de Ravensbrück tenían turnos que iban desde la puesta del sol a las siete de la tarde. La intimidación, las imágenes de golpes y abusos y los gritos ensordecedores recorrían el campo de internamiento.

De igual modo se tenía constancia de que la
Oberaufseherin
deambulaba por el recinto con un látigo en la mano y que siempre iba acompañada de su fiel amigo, un pastor alemán entrenado para atacar a la menor señal. Cualquier cosa que pudiera molestar mínimamente a la supervisora de las SS era suficiente para atizar en la cabeza de una mujer hasta causarle la muerte, o efectuar fusilamientos, o selecciones masivas que llevarían a las víctimas a la cámara de gas.
La Binz
, que era así como fue apodada por sus reas, no tenía escrúpulo alguno y jamás lo había conocido. El hambre, el abandono, el maltrato severo y el frío fueron algunos de los ingredientes básicos para lograr «domar» a todo un campamento femenino.

Su mayor objetivo eran las mujeres más débiles y desnutridas que nada podían hacer ante agotadoras jornadas de trabajo o depravaciones injustificadas e inhumanas. Su destino más próximo: la muerte.

«El hambre era nuestro compañero más cercano. Estaba con nosotros cuando nos levantábamos y venía con nosotros a la cama sin dejarnos ni un segundo»
[25]
.

Efectivamente, el hambre era lo único que ocupaba día y noche la mente de las internas. Las raciones de comida eran tan escasas, por no decir que insignificantes, que no pensar en ello hubiera sido cuanto menos extraño. «El hambre era el demonio del campo», recordaban algunas de las supervivientes. Incluso Primo Levi se atrevió a afirma
R:
«The Lager is hunger» (El campamento es el hambre). Esta había pasado a ser una nueva forma de aniquilación.

La salvaje Binz podía cometer los apaleamientos más crueles que pudiésemos imaginar, cargados de esa actitud despreocupada y arrogante que le caracterizaba. Un ejemplo de ello fue la ocasión en que Dorothea se encontraba en un
Arbeitskommando
(destacamento de trabajo) en un bosque a las afueras del campamento. Una de las reclusas agazapada tras un árbol contaba lo siguiente:

«Dorothea observó a una mujer que pensaba que no trabajaba lo suficiente. Dorothea se acercó a la mujer, y la abofeteó hasta el suelo, después cogió un hacha y empezó a rajar a la prisionera hasta que su cuerpo sin vida no era más que un masa sangrienta. Una vez acabado, Dorothea limpió sus botas brillantes con un trozo seco de la falda del cadáver. Se montó en su bicicleta y pedaleó sin prisa de vuelta a Ravensbrück como si no hubiera pasado nada».

Otra de las exprisioneras del campo de internamiento, la francesa Genevieve de Gaulle-Anthonioz, sobrina de Charles de Gaulle (el 18° presidente de la República Francesa) y activista de los derechos humanos, comentó después de la guerra, haber visto a una de las secuaces de Binz, la famosa Ruth Closius «cortar el cuello de un prisionero con el borde de la pala». Asimismo, apuntar que el escritor Frédérique Neau-Dufour recoge en su libro
Genevieve de Gaulle-Anthonioz: l'autre De Gaulle
, numerosas declaraciones de la que fuera sobrina de uno de los dirigentes franceses de la década de los años sesenta, explicando:

«Fui deportada a Ravensbrück en un convoy de mil mujeres, procedentes de todos los medios, muchachas, ancianas, comunistas, anarquistas, monárquicas. Una cosa teníamos en común: el haber rechazado, en un momento dado de nuestra vida, lo inaceptable».

No consentir lo inadmisible le supuso vivir uno de los episodios más dramáticos de su vida que años después plasmaría en varios volúmenes. Por el contrario, muchas de sus compañeras no corrieron la misma suerte. Sus esperanzas se desvanecieron por el camino, y la locura de la aberración y la inmolación acabó con su existencia.

Entre la documentación requisada existe un informe que dice que la mismísima Dorothea Binz, se hizo con un hacha para matar a un prisionero polaco procedente de la mano de obra del campamento. Como vemos, la necesidad de atacar a los enfermos y a los débiles era abrumadora. Ya lo señalaba anteriormente. Y si en este lance empleó una guadaña para asesinar a uno de sus inferiores, la realidad era que el látigo se había convertido en una extensión de su propia mano.

En una ocasión, y según cuenta una superviviente del Holocausto, durante la etapa de supervisión de Dorothea Binz, trajeron al campo a 50 camaradas para recibir instrucción. Las novatas fueron separadas y llevadas ante las reclusas. Una vez delante de ellas, la
Aufseherin
les ordenaba que las golpearan sin ningún escrúpulo. De las 50 mujeres tres habían pedido explicaciones para cumplir el mandato y tan solo una se había negado. Esta última fue encarcelada más tarde.

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