Semejante «prueba» permitía a la supervisora jefe del campamento ver la posible trayectoria sádica de sus futuras ayudantes.
A este respecto, después de 1945 el experto nazi el Dr. Eugen Kogan escribió un informe para los aliados acerca de las guardias del sexo femenino. En él indicaba algo clave:
«Simplemente fueron atraídas hacia la ideología de las SS como la forma de vida que les gustaba y que les hacía sentir cómodas. Aquí podían proyectar su "hijo de puta interno" en otra persona y patearlo con un entusiasmo que oscilaba hasta el sadismo».
CRIMEN Y CASTIGO
A lo largo de la biografía de su antecesora María Mandel ya conocimos de cerca las inusuales actividades que se practicaban en el interior del famoso búnker. Pero si con
la Bestia
aquel espacio fue de lo más pérfido, con Dorothea la cosa no fue a menos. Más bien todo lo contrario. Escuchar la palabra búnker por parte de algunas de las guardianas provocaba un inmediato terror en las prisioneras. Se podría decir que era uno de los términos relacionados con el horror en Ravensbrück.
Ser «invitada» a pasar una temporada en el interior de aquel emplazamiento significaba estar condenada a padecer las mayores torturas que jamás te hubieras imaginado. De hecho, pocas de las internas que visitaron este lugar salieron con vida. Existía una alta probabilidad de morir allí dentro.
Me gustaría recordar a grandes rasgos que este edificio de apariencia inocua se encontraba dentro de las paredes del campamento y más concretamente en la zona principal del mismo. Contenía 78 células primitivamente amuebladas repartidas en dos pisos y se experimentaban las formas más severas de castigo oficial que Ravensbrück podía ofrecer.
Las convictas que eran enviadas allí estaban acusadas de delitos muy graves. Las dos transgresiones más importantes eran: participar en un sabotaje y tratar de escapar. A pesar de todas las precauciones y la vigilancia de las guardianas, se registraba una buena cantidad de quebrantamientos en los lugares de trabajo de Ravensbrück. Una de las formas más habituales de desobediencia era la desaceleración en el ritmo de trabajo de las internas lo que disminuía la producción. Cuando se localizaba a la persona responsable de esta clase de atentados, se procedía a la ejecución inminente de la presa, pero sin atraer la más mínima atención. En claro contraste con las ejecuciones realizadas a los hombres, que se hacían abiertamente. De ahí que los ajusticiamientos femeninos hayan permanecido tanto en secreto y que solo se hayan conocido gracias al testimonio de sus supervivientes.
Sin embargo, nadie podía tachar a estas rebeldes de ser infractoras de algunas de estas faltas ya que no había ningún procedimiento legal que determinase su inocencia o culpabilidad. El mecanismo era el siguiente: una guardiana hacía un informe, posiblemente por recomendación de la funcionaria de prisioneras (Dorothea Binz), que a su vez era enviado al líder del campo. Este podría realizar una investigación y/o proceder a la orden de encarcelamiento al búnker durante un máximo de tres días. Un encarcelamiento más largo requería la aprobación del comandante.
No había audiencia alguna, la única evidencia existente era lo que la supervisora aseguraba que había ocurrido para que la interna fuese castigada. Una confinada recuerda cómo fue llevada hasta su celda en el búnke
R:
«Se llevaron mis zapatos. Entonces Binz [la supervisora jefe] me llevó por un pasillo detrás de un escalera de hierro hasta una celda en la planta baja. Se cerró la puerta y estaba completamente oscuro. A tientas, me topé con un taburete que estaba fijado al suelo. Frente a una mesita plegable, en la esquina izquierda, había una litera; al lado de la puerta del baño, delante de las tuberías del agua y justo a la derecha de la puerta, había un radiador frío. En lo alto de la pared arriba de la puerta había una pequeña ventana con una persiana que quitaba toda la luz. La celda tenía cuatro pasos y medio de largo por dos pasos y medio de ancho»
[26]
.
Como ocurrió durante la etapa con María Mandel, las detenciones perpetradas en el búnker de Ravensbrück significaban simplemente fustigación. Las reclusas permanecían en una oscuridad casi total, sin comer durante varios días, debido al cautiverio que les habían impuesto. Con la llegada del invierno las condiciones en el edificio del crimen empeoraban considerablemente. Los habitáculos de la planta baja no tenían calefacción y tampoco les facilitaban mantas por lo que muchas internas morían congeladas después de horas de palizas y vejaciones. Casi cada día las presas eran despojadas de sus pocas ropas para lanzarlas chorros de agua congelada a presión. Tras el manguerazo pertinente se iniciaba una serie de golpes y puñetazos que terminaban con la víctima al borde de la muerte. Incluso habían creado una cuadrilla de presidiarías que se encargaba de amontonar los cadáveres. Le habían asignado la difícil tarea de recoger los cuerpos de sus compañeras asesinadas, tanto en el búnker como en cualquier parte del campo. Una de las más veteranas era la comunista alemana, Emmi Handke, quien señaló que casi todos los cuerpos que sacaban del búnker mostraban signos de violencia. Una de sus peores experiencias fue tener que retirar los restos de una mujer embarazada de veinte años que pertenecía a su propio bloque. Esta no solo había sido linchada, sino que, además, su cuerpo permanecía congelado en el suelo de la celda.
En este sentido es necesario apuntar que el castigo corporal del que hacían gala Binz y sus auxiliares ya dio comienzo en 1940 durante la visita del
Reichsführer-SS
Heinrich Himmler a las instalaciones de Ravensbrück, cuando las prisioneras fueron golpeadas por la supervisora en presencia del comandante y de un doctor. Dos años más tarde el propio Himmler ordenó «afilar» los castigos corporales. A partir de entonces las reclusas fueron azotadas y apaleadas en sus desnudas nalgas en presencia de las autoridades del campo.
En lugar de las guardianas ahora los guantazos los darían las propias internas extranjeras a sus compañeras de celda y todo a cambio de recibir pequeñas primas de comida o cigarrillos. Eso sí, Himmler estipuló también que las féminas jamás azotarían a prisioneros alemanes. Este procedimiento de castigo se realizaba en una sala especial en la planta baja del búnker denominada
Prügelraum
, algo así como la «habitación de los azotes».
Entre las detalladas descripciones sobre estas sanguinarias «convocatorias» está la de la víctima Martha Wolkert, una campesina arrestada por desarrollar lo que los alemanes denominaban
Rassenschande
o «profanación de la raza». Supuestamente estaba siendo acusada de mantener relaciones sexuales con trabajadores polacos, mientras que su marido permanecía ausente en el servicio militar. En su defensa, Martha alegó que de lo único que podían inculparla es de haberles regalado ropa vieja de su esposo porque sentía pena por ellos. Pero alguien informó a la GESTAPO por su indiscreción y ahí acabó su suerte. Después de raparle la cabeza públicamente en la plaza principal de su ciudad, la joven agricultora fue enviada a Ravensbrück. Una vez allí ella y otras veinte y dos mujeres fueron escoltadas hasta el búnker para recibir su castigo una por una. Así lo vivió Martha:
«[La supervisora jefe] Binz me leyó la orden de arresto y mi castigo: dos tandas de 25 latigazos [Schlage, "hits"]. Después [el Comandante] Suhren me ordenó subirme al potro. Mis pies fueron fijados en una abrazadera de madera, y el de la placa verde me ató. Me levantaron el vestido por encima de la cabeza para mostrar mi parte posterior. (Teníamos que quitarnos nuestra ropa interior antes de salir de los barracones). Luego me envolvieron la cabeza en una manta, presumiblemente para amortiguar los chillidos.
Mientras estaba siendo atada, respiré hondo para que no me pudiesen atar tan fuerte. Cuando Suhren se dio cuenta, se arrodilló y apretó la correa tan fuerte que me causó un dolor horrible.
Me ordenaron contar cada látigo en voz alta, pero solo llegué hasta once. Solo oía, muy aturdida, como el de la placa verde seguía contando. También grité porque me parecía que disminuía el dolor. En aquel momento me di cuenta que alguien me tomaba el pulso. Sentí mi trasero como si estuviera hecho de cuero. Cuando salí fuera, me encontré terriblemente mareada».
Menos de una semana más tarde Martha Wolkert regresó al búnker para recibir una segunda tanda de 25 latigazos. Apenas llegó a contar hasta siete antes de perder el conocimiento. Después de aquello su simpática jefe de bloque la llevó al cuartel de los enfermos.
La mayoría de las ejecuciones que se vivieron en Ravensbrück se realizaron mediante fusilamiento. En ocasiones estas se efectuaban fuera de los parámetros del mismo campamento, en las zonas boscosas del sur, aunque otras veces, se practicaban en la parte principal del recinto, en lo que se conocía como
Erschiessungsgang
o «pasillo de tiro». Sin embargo, nadie podía ver aquellas trágicas escenas, tan solo las mujeres que habían sido condenadas ya que se encontraban fuera de los muros del campo. Además, el único acceso posible era a través del crematorio. De hecho, el posicionamiento de esta zona no era casual, porque una vez que la víctima había recibido el disparo, su cadáver podía ser arrojado a través de la ventana abierta del horno.
Uno de los presos que trabajaba en el incinerador fue Horst Schmidt, uno de los mayores testigos en las ejecuciones. En concreto Horst recuerda la de dos mujeres a manos de un par de camaradas de las SS. Las dispararon a quemarropa o
Genickschuss
. El sonido podía escucharse en todo el bloque, pero las reclusas jamás diferenciaban de qué parte del emplazamiento provenía. A veces, incluso, utilizaban armas equipadas con un dispositivo silenciador para evitar despertar la curiosidad del resto del barracón.
Se sabe que miles de mujeres fueron ejecutadas en Ravensbrück, pero a falta de pruebas, ni siquiera conocemos los espantosos correctivos que finalmente recibieron. La mayor parte de los registros de las SS fueron borrados o eliminados y únicamente nos quedan los diarios y documentos escritos por sus víctimas. Uno de los testimonios más oportunos sobre los mártires de este campo de internamiento es el poema titulado
Necrologue
, escrito por la reclusa y miembro del Partido Comunista Johanna Himmler, que nada tiene que ver con el líder de las SS:
Un día hermoso llega a su fin
se acaba el día laboral en el campo.
Inmóvil y en silencio se queda
el trozo de bosque que rodea al campo.
Inmóvil y en silencio
Ocho mil mujeres en el pase de revista de la tarde.
Ocho mil mujeres,
¡Desde niños a mujeres mayores!
Todo parece tranquilo y apacible
Sin embargo en estas caras hay
Una pregunta que les corroe, con esperanza de algo….
¡Crack! ¡Un disparo repentino!
Los disparos irrumpen en el silencio,
Lágrimas en los corazones y
Los nervios de ocho mil mujeres.
Otra vez silencio profundo, ni un sonido,
Las caras aún más pálidas a causa
De los disparos, cabezas gachas, y
En muchos ojos aparecen lágrimas.
Ellos saben que en el otro lado del muro
Tienen camaradas femeninas quienes
En la flor de la juventud están respirando por última vez,
Algunas muy jóvenes. —Sin embargo por la mañana
Iban riendo y diciendo adiós camino a las celdas de la muerte.
Solo podemos permanecer de pie y permanecer de pie
Y usar el silencio como un tipo de
ceremonia interna de despedida,
Un pase de revista por sus muertes grandes y valientes.
¡Ocho mil mujeres!
¿Quién podría tener este honor?
La tarde ya está desapareciendo,
La oscuridad lo esconde todo
En su bruma pacífica, hasta
Cubrir los crímenes nacidos del odio ciego.
De los corazones de ocho mil mujeres
Viene el grito no pronunciado:
¿Por cuánto tiempo más? ¿Por cuánto tiempo más?
Como vemos, el sistema nazi dio rienda suelta a un poder virtual de miembros destacados de las SS como fue el caso de las supervisoras. Si en algún momento el
Führer
y sus secuaces pensaron en regular aquellas atrocidades, esta quedó en el olvido, porque la decadencia continuó hasta el final de la guerra.
LA BINZ ENAMORADA
Las sesiones de tortura y crueldad despiadada, de sangre mezclada con las lágrimas de las confinadas, eran una constante en el campo de concentración liderado por Dorothea Binz. Existían evidencias claras de que la supervisora pegaba, abofeteaba, pateaba, azotaba, disparaba y abusaba de las mujeres durante largos periodos de tiempo, además de entrenar perros para atacarlas. Sin embargo, muchas de las reclusas que probaron la severidad de su trabajo concuerdan en afirmar que esta estaba enamorada. Algo curioso para una persona (si le podemos denominar con este calificativo) que supuestamente irradiaba felicidad por los cuatro costados. Hasta aquí podríamos pensar que llegamos a su punto débil, pero lejos de la realidad. Aquel por quien suspiraba no era otro que Edmund Bräuning,
SS-Schutzhaftlagerführer
y adjunto del comandante Rudolf Hoss, un individuo particularmente violento. De hecho, algunos expertos subrayan que el ensañamiento de Binz podría explicarse por aquella romántica relación que mantenían entre ambos camaradas, ya que Bräuning animaba a su amada a perpetrar todo tipo de abusos. Durante sus largos y apasionados paseos alrededor del campamento, Edmund la incitaba a acompañarle para observar las afrentas efectuadas a las reas, para a continuación, alejarse riéndose por lo que acababan de ver. La relación duró hasta finales de 1944, cuando Bräuning fue trasladado al campo de concentración de Buchenwald. Vivieron juntos durante casi dos años en una casa fuera de las murallas del campamento, haciendo de su morada un hogar. En este sentido podríamos definir la violencia de Dorothea Binz como un acto de amor. «Por amor» explican numerosos expertos. No obstante, ¿hasta qué punto el amor había cambiado la personalidad de la
Aufseherin
? ¿Este era el verdadero culpable? Si echamos mano de los acontecimientos, nos damos cuenta de que ciertamente no era así, que la líder nazi ya poseía rasgos criminales que se reflejaban en su rutina diaria.