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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: HHhH
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Mientras tanto, vuelve a casa de sus padres y, según cuentan, llora como un niño durante varios días.

Poco más tarde, se afilia a la SS. Pero en 1931, ser subalterno en la SS no conlleva un sueldo. Está allí casi de voluntario, por así decir. Salvo que ascienda en el escalafón.

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Habría algo de cómico en ese cara a cara, si no augurase la muerte de millones de personas. Por un lado, el rubio alto con uniforme negro, rostro equino, voz aguda, botas lustrosas. Por otro, un pequeño hámster con gafitas, castaño oscuro, bigotudo, con pintas muy poco arias. En esa ridícula voluntad de parecerse a su maestro Adolf Hitler mediante el bigote se manifiesta físicamente el lazo de Heinrich Himmler con el nazismo, el cual no debió de ser muy evidente al principio, habida cuenta de los diferentes disfraces vestimentarios de que hizo gala.

Contra toda lógica racial, es el hámster el que manda. Su posición está ya muy asentada en el seno del partido después de ganar las elecciones. Ésa es la razón por la que, ante tan curioso personajillo con cabeza de roedor pero de creciente influencia, el alto y rubio Heydrich trata de mantener un aire a la vez respetuoso y seguro de sí mismo. Es la primera vez que se encuentra con Himmler, el jefe supremo del cuerpo al que pertenece. En tanto que oficial de la SS, Heydrich, recomendado por un amigo de su madre, se postula para dirigir el servicio de información que Himmler desea montar en el seno de su organización. Himmler duda. Hay otro candidato, más de su preferencia. Ignora que ese candidato es un agente de la República encargado de infiltrarse en el aparato nazi. Está tan convencido de que ese hombre será el elegido, que no le importa postergar
sine die
su entrevista con Heydrich. Pero en cuanto lo ha sabido, Lina ha metido a su marido en el primer tren hacia Múnich para que se plante nada más llegar en el domicilio del antiguo criador de pollos, futuro Reichsführer Himmler, ese a quien Hitler llamará desde muy pronto «mi fiel Heinrich».

Heydrich, forzando la cita, ha impuesto su presencia a un Himmler bastante poco predispuesto. Sabe que, si no quiere continuar como instructor para balandristas ricos en un club de yate de Kiel, ha de concentrar todo su interés en causar buena impresión.

Por otra parte, dispone de un as: la notable incompetencia de Himmler en el terreno de la
inteligencia
.

En alemán,
Nachrichtenoffizier
significa «oficial de transmisión», mientras que
Nachrichtendienstoffizier
significa «oficial de información». La razón por la que Heydrich, ex oficial de transmisión en la marina, está hoy sentado frente a Himmler es porque éste, ignorante notorio en materia militar, no era capaz de distinguir entre los dos términos. Porque de hecho, Heydrich apenas si tiene poquísima experiencia en información. Y lo que le pide Himmler es, ni más ni menos, crear en el seno de la SS un servicio de espionaje que pueda competir con el Abwehr del almirante Canaris, su antiguo jefe en la marina, dicho sea de paso. Ya que está ahí, Himmler espera de él que le exponga las líneas maestras de su proyecto. «Tiene usted veinte minutos.»

Heydrich no quiere seguir siendo instructor náutico toda su vida, así que se concentra para reunir sus conocimientos en la materia. Éstos se limitan principalmente a lo que recuerda de las numerosas novelas inglesas de espías que devora desde hace años. ¡Que por eso no quede! Entonces Heydrich se da cuenta de que Himmler domina aún menos la cuestión, por lo que decide farolear. Esboza algunos esquemas procurando abundar en los términos militares. Y la cosa funciona. Himmler se impresiona muy favorablemente. Olvidándose de su segundo candidato, el agente doble de Weimar, contrata al joven por un sueldo de 1.800 marcos al mes, seis veces más que su salario medio desde que lo expulsaron de la marina. Heydrich tendrá que instalarse en Múnich. Los cimientos del siniestro SD están puestos.

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SD:
Sicherheitsdienst
, servicio de seguridad. La menos conocida y la peor de todas las organizaciones nazis, incluida la Gestapo.

Al principio, sin embargo, no era más que una pequeña oficina con medios reducidos: Heydrich monta sus primeros ficheros en cajas de zapatos y dispone de media docena de agentes. Pero ya ha asimilado el espíritu de la información: saberlo todo de todo el mundo. Sin excepción. A medida que el SD va expandiendo su manto, Heydrich descubrirá que tiene un don fuera de lo común para la burocracia, que es la primera cualidad requerida para la gestión de una buena red de espionaje. Su divisa podría ser ésta: ¡fichas, fichas y más fichas! De todos los colores. En todos los terrenos. Heydrich le coge gusto muy rápidamente. La información, la manipulación, la extorsión y el espionaje se convierten en sus drogas.

A esto hay que añadir una megalomanía algo pueril. Habiendo llegado a sus oídos que el jefe del Secret Intelligence Service inglés se hace llamar M (sí, como en
James Bond
), decide hacerse llamar sobriamente H. Es, en cierto sentido, su primer alias verdadero, antes de la era de los sobrenombres que pronto le impondrán: «el verdugo», «el carnicero», «la bestia rubia», y el que le dio Adolf Hitler en persona: «el hombre con corazón de hierro».

No creo que
H
acabara imponiéndose como un apelativo muy extendido entre sus hombres (que preferirán «la bestia rubia», más coloquial). Sin duda, con tantas
H
eminentes por encima de él se corría el riesgo de generar lamentables confusiones: Heydrich, Himmler, Hitler…, por prudencia él mismo fue abandonando esa infantilada. No obstante,
H de Holocausto
… habría podido servir de mal título para su biografía.

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Natacha hojea distraídamente el número del
Magazine littéraire
que amablemente me ha comprado. Se detiene en la crítica de un libro dedicado a la vida de Bach, el músico. El artículo empieza con una cita del autor: «¿Hay algún biógrafo que no sueñe con afirmar que Jesús de Nazaret tenía el tic de alzar la ceja izquierda cuando reflexionaba?» Sonríe mientras me lee la frase.

En ese momento no soy consciente del alcance de esa expresión y, fiel a mi vieja repugnancia por las novelas realistas, me digo: ¡puaj! Pero luego le pido que me deje la revista y releo la frase. No tengo más remedio que aceptar que me gustaría mucho, en efecto, disponer de ese género de detalles relativos a Heydrich. Entonces Natacha bromea sin piedad: «¡Sí, te pega mucho escribir que Heydrich tenía el tic de alzar la ceja izquierda cuando reflexionaba!»

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En el imaginario de los turiferarios del Tercer Reich, Heydrich siempre ha pasado por ser el ario ideal, porque era alto y rubio y poseía los rasgos bastante finos. Los biógrafos complacientes lo describen en general como un hombre guapo, un seductor lleno de encanto. Si fueran honestos, o no estuvieran tan cegados por la turbia fascinación que ejerce sobre ellos todo lo que evoca el nazismo, verían, al observar mejor las fotos, que Heydrich, lejos de ser exactamente un figurín de moda, posee con creces ciertos rastros físicos poco compatibles con las exigencias de la clasificación aria: unos labios gruesos, que, aunque no exentos de cierta sensualidad, son casi de tipo negroide, así como una larga nariz aguileña que fácilmente podría pasar por ganchuda si perteneciera a un judío. Además están las orejas, grandes, un poco despegadas, y un rostro alargado del que todos concuerdan en reconocer el carácter equino; con todo ello se obtiene un resultado que no es forzosamente feo, pero se aleja mucho de los estándares de Gobineau.

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Los Heydrich, recién instalados en un bonito apartamento muniqués muy del agrado de Lina (lo confieso, acabé por comprar su libro; le encargué que me lo pusiera en fichas a una estudiante rusa que creció en Alemania; habría podido encontrar a una alemana para ello, pero fue mejor así), han tirado la casa por la ventana. Esa noche reciben a Himmler para cenar, con otro invitado notable: Ernst Röhm en persona, el jefe de las SA. Físicamente parece un puerco, con su enorme barriga, su gruesa cabeza, sus ojillos hundidos, su espeso cuello rodeado por un collarín de grasa y su nariz respingona mutilada como un hocico, recuerdo del 14-18. Orgulloso de sus modales de soldado, también tiene la costumbre de comportarse como un cerdo. Pero está al frente de un ejército irregular de más de 400.000 camisas pardas, y hasta se dice que trata de tú a Hitler. A ojos de los Heydrich, es alguien perfectamente recomendable. De hecho, la velada transcurre con la mayor cordialidad. Se ríen mucho. Después de una buena cena cocinada cuidadosamente por la dueña de la casa, los hombres desean fumar acompañados de un buen licor. Lina les trae cerillas y baja al sótano a buscarles coñac. De repente, oye una detonación. Sube las escaleras rápidamente y comprende lo sucedido: en su afán por atender a sus insignes invitados, había confundido las cerillas corrientes con las de año nuevo. Todos se están desternillando. Sólo les faltan las típicas risas grabadas.

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Antiguo camarada de Hitler, miembro del NSDAP desde su creación, Gregor Strasser dirige el
Arbeiter Zeitung
, el periódico berlinés que él mismo fundó al salir de la cárcel, en 1925. Su prestigio y su posición explican sin duda que sea a él a quien se le encarguen ciertos asuntos. Como por ejemplo uno muy concreto que excede el marco del simple reglamento de la sección local del Partido. En 1932, la acusación de un oficial superior de la SS no está exenta de riesgos, incluso para un alto funcionario nazi, y la reputación creciente de la orden negra incita a la prudencia. Ésa es la razón por la que el Gauleiter de HalleMerseburg, alertado por sus administrados, prefiere transferir un delicado dosier, según el cual en la vieja edición de una enciclopedia musical se encuentra la siguiente mención: «Heydrich, Bruno, cuyo verdadero apellido es Süss.»

¿Entonces el nuevo protegido de Himmler sería hijo de un judío? Gregor Strasser, sin duda deseoso de probar que sigue siendo necesario contar con él, ordena una investigación. ¿Acaso quiere ofrece la piel de un joven lobo ambicioso? ¿Se trata de hacer brillar otra vez su estrella, ahora que palidece en la cúpula del partido que ha ayudado a fundar? ¿O es verdadero temor a dejar que la gangrena judía se infiltre en el corazón mismo del aparato nazi? Todo informe que es enviado a Múnich, aterriza en el despacho de Himmler.

Éste está consternado. Ya ha presumido de los méritos de su joven neófito ante el Führer y teme por su propia credibilidad, si la acusación se confirma. Por eso también sigue con mucha atención la investigación llevada por el Partido. Las sospechas concernientes a la rama paterna deben ser disipadas con la mayor rapidez: el apellido Süss pertenece al segundo marido de la abuela de Heydrich, con el que por tanto no está emparentado, y de todos modos el hombre tampoco era judío, pese a su patronímico. Por el contrario, la investigación habría generado algunas dudas sobre la pureza de la rama materna. Ante la ausencia de pruebas, Heydrich acaba siendo oficialmente disculpado. Sin embargo, Himmler se pregunta igualmente si no sería mejor deshacerse de él, ya que en adelante Heydrich quedará para siempre a merced de los rumores. Pero por otra parte, las actividades del joven Heydrich en el seno de la SS lo han revelado como un elemento, si no indispensable, al menos muy prometedor. Indeciso, Himmler opta por remitirse a la sabiduría del Führer en persona.

Hitler convoca a Heydrich, con quien mantiene una larga entrevista cara a cara. Ignoro qué pudo decirle Heydrich, pero a la salida de ese encuentro ya tiene formada su opinión. Así se lo explica a Himmler: «Ese hombre está extraordinariamente dotado y es extraordinariamente peligroso. Seríamos unos estúpidos si prescindiéramos de sus servicios. El Partido necesita hombres como él, y sus talentos, en el futuro, nos serán especialmente útiles. Además, nos estará eternamente reconocido por haberlo salvaguardado y nos obedecerá ciegamente.» Himmler, pese a su inquietud por tener bajo sus órdenes a un hombre capaz de inspirar tal admiración en el Führer, asiente, ya que no está entre sus costumbres discutir las opiniones de su amo.

Fue así como Heydrich salvó su cabeza. Pero revivió la pesadilla de su infancia. ¿Qué extraña fatalidad ha permitido que se le acuse de ser judío a él, que encarna tan explícitamente la raza aria en toda su pureza? Su odio contra el pueblo maldito se acrecienta. Mientras tanto, retiene el nombre de Gregor Strasser.

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No sé en qué época exactamente, pero me inclino a pensar que es en aquellos años cuando decide introducir una pequeña modificación en la ortografía de su nombre. Hace desaparecer la
t
final: Reinhardt se convierte en Reinhard. Suena más duro.

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Antes he dicho una tontería, víctima a la vez de un error de memoria y de una imaginación un tanto intrusiva. Para ser exactos, el jefe de los servicios secretos ingleses de aquella época se hacía llamar «C» y no «M» como en
James Bond
. Heydrich también se hace llamar «C», y no «H». Lo que no es seguro es que, al hacerlo, quisiera copiar a los ingleses, ya que probablemente la inicial designase sin más la palabra
der Chef
.

En cambio, al comprobar mis fuentes, he dado con la siguiente confidencia, hecha a no sé quién, pero que demuestra que Heydrich tenía una idea muy sólida acerca de su función: «En un sistema de gobierno totalitario moderno, el principio de la seguridad del Estado no tiene límites, por tanto el responsable que asuma esa carga debe obligarse a poseer un poder prácticamente sin trabas.»

Se le podrán reprochar muchas cosas a Heydrich, pero no la de faltar a sus promesas.

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El 20 de abril de 1934 es un día para grabar en una lápida blanca sobre la historia de la orden negra: Goering cede la Gestapo, creada por él, a los dos jefes de la SS. Himmler y Heydrich toman posesión de las soberbias sedes de la Prinz Albrecht Strasse, en Berlín. Heydrich elige su despacho. Se instala en él. Se sienta a la mesa. Se pone a trabajar de inmediato. Coloca un papel delante. Coge su pluma. Y empieza a hacer listas.

Evidentemente, Goering no abandona con agrado la dirección de su policía secreta, a partir de ahora una de las joyas del régimen nazi. Pero es el precio a pagar para garantizarse el apoyo de Himmler contra Röhm: el pequeño burgués de la SS lo inquieta menos que el agitador socialistoide de las SA. A Röhm le gusta proclamar que la revolución nacionalsocialista no ha acabado todavía. Pero Goering no ve las cosas desde ese ángulo: ya tienen el poder, su única tarea de ahora en adelante consiste en conservarlo. Con toda seguridad, por mucho que Röhm sea el padrino de su hijo, Heydrich suscribe ese punto de vista.

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