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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

HHhH (9 page)

BOOK: HHhH
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Praga pronto tendrá su sinagoga Vieja Nueva.

Kutná Hora es todavía tan sólo un pequeño burgo, no una de las más grandes ciudades de Europa.

Podría ser como una escena de western medieval. Al caer la noche, una taberna falstaffiana acoge a los habitantes de Kutná Hora y a los pocos viajeros. Los parroquianos beben y bromean con las camareras a las que pellizcan las nalgas, los viajeros comen en silencio, fatigados, los ladrones observan y preparan sus malas artes delante de unos vasos que apenas tocan. Fuera llueve, y de la cuadra vecina se oyen algunos relinchos. En el umbral aparece un viejo de barba blanca. Su andrajosa vestimenta está empapada, sus calzas van moteadas de barro, su gorro de tela chorrea. Todo el mundo lo conoce en Kutná Hora, es una especie de viejo loco de las montañas y nadie le presta realmente atención. Pide de beber, y de comer, y de beber otra vez. Exige que se le mate un cerdo. Prorrumpen las risas en las mesas contiguas. Receloso, el posadero le pregunta si tiene con qué pagar. Entonces un destello de triunfo brilla en los ojos del viejo. Pone sobre la mesa una pequeña bolsa de pésimo cuero, cuyos cordones desata lentamente. Saca de ella un guijarro grisáceo que somete con un gesto falsamente desdeñoso al examen del posadero. Éste frunce el ceño, coge el guijarro y lo pone a la altura de su mirada, hacia la luz de unas antorchas colgadas de la pared. El estupor se le refleja en el rostro y, súbitamente impresionado, retrocede unos pasos. Ha reconocido el metal. Es una pepita de plata.

55

Premysl Otakar II, hijo de Venceslas I, lleva, al igual que su abuelo, el sobrenombre de su antepasado, Premysl el Labriego, quien, en tiempos inmemoriales, fue aceptado como esposo por la reina Libuše, legendaria fundadora de Praga. Más que ningún otro con ese apodo, excepción hecha de su abuelo sin duda, Premysl Otakar II se siente depositario de la grandeza del reino. Y a este respecto, nadie puede acusarlo de no haberlo merecido: gracias a sus recursos argentíferos, Bohemia ha logrado por término medio, desde el principio de su reinado, una renta anual de 100.000 marcos de plata, lo que la convierte en una de las regiones más ricas de la Europa del siglo XIII, cinco veces más rica que Baviera, por ejemplo.

Pero el que se hace llamar «rey del hierro y del oro», lo que, dicho sea de paso, no hace justicia al metal con que labró su fortuna, no quiere, al igual que los demás reyes, contentarse con lo que ya tiene. Sabe que la prosperidad del reino está estrechamente ligada a sus minas de plata, y desea incrementar la explotación. Todos esos yacimientos durmientes, aún inviolados, le quitan el sueño. Urge aumentar la mano de obra. Y los checos son campesinos, no mineros.

Otakar, pensativo, contempla Praga, su ciudad. Desde las almenas de su castillo ve los mercados que proliferan alrededor del inmenso puente Judith, uno de los primeros edificios en piedra erigidos para reemplazar los antiguos de madera, situado sobre el emplazamiento del futuro puente Carlos, que comunica la Ciudad Vieja con el barrio de Hradčany, aún no llamado Mala Strana. Pequeños puntos coloreados se afanan en torno a los puestos de mercancías con todo tipo de géneros, telas, carne, frutas y legumbres, alhajas, metales labrados… Todos esos comerciantes son alemanes, está seguro. Los checos son un pueblo de gente rústica, no de ciudadanos, y hay una punzada de lástima, incluso de desprecio, en esta reflexión del soberano. Otakar sabe también que son las ciudades las que crean el prestigio de los reinos, y que una nobleza digna de ese nombre no se queda en sus tierras, sino que acude a formar lo que los franceses llaman «la corte», junto a su rey. En aquella época, toda Europa se desvela por copiar ese modelo, y Otakar, como todo el mundo, no escapa a la influencia de la cortesía francesa, por más que para él Francia sólo es una realidad lejana y por tanto bastante abstracta. Cuando Otakar piensa en ese noble concepto de la caballería, se imagina a los caballeros teutónicos, a cuyo lado combatió en Prusia durante la cruzada de 1255. ¿No ha fundado él mismo Königsberg con la punta de su espada? Otakar está totalmente volcado hacia Alemania porque las cortes alemanas encarnan, a sus ojos, la nobleza y la modernidad. Para que de ello se beneficie su reino, ha decidido, en contra de la opinión de su consejero paladino y sobre todo en contra de la opinión del preboste de Vyšehrad, su canciller, comprometerse a una amplia política de inmigración alemana en Bohemia, justificada por las necesidades de mano de obra para sus minas. De lo que se trata es de incitar a cientos de miles de colonos alemanes para que vengan a establecerse en su próspero país. Al favorecerlos, al otorgarles privilegios fiscales y de tierras, Otakar espera obtener a cambio unos aliados que debiliten las posiciones de la nobleza local, los Ryzmburk, los Vítek, los Falkenstein, siempre demasiado amenazadores y ambiciosos, que sólo le inspiran recelo y desdén. La Historia demostrará, con el ascenso al poder de los patricios alemanes en Praga, en Jihlava, en Kutná Hora, y después en toda Bohemia y Moravia, que la estrategia fue la apropiada, aunque Otakar no vivirá lo suficiente para sacarle provecho.

Sin embargo, a la larga, fue una muy pésima idea.

56

Al día siguiente del Anschluss, Alemania, con una prudencia como nunca se le había conocido, multiplica los comunicados de apaciguamiento dirigidos a Checoslovaquia: ésta, por su parte, no teme en absoluto una próxima agresión, y eso que la anexión de Austria y el consiguiente sentimiento de cerco podrían inquietar legítimamente a los checos.

Se ha dado una orden general, con el fin de evitar toda tensión inútil, para que las tropas alemanas que penetren en Austria no se acerquen por ningún lado a menos de 15 o 20 kilómetros de la frontera checa.

Pero en los Sudetes, la noticia del Anschluss provoca un entusiasmo extraordinario. De pronto, sólo se habla de ese fantasma final: la integración en el Reich. Las manifestaciones y provocaciones se multiplican. Se crea una atmósfera de conspiración generalizada. Proliferan las octavillas y los pasquines de propaganda. Los funcionarios y los empleados alemanes se proponen sabotear sistemáticamente las órdenes del gobierno checoslovaco orientadas a contener la agitación separatista. El boicot a las minorías checas en las zonas de lengua alemana adquiere una dimensión sin precedentes. Beneš dirá en sus memorias que le sobrecogió aquella especie de romanticismo místico que, de repente, poseyó a todos los alemanes de Bohemia.

57

«El concilio de Constanza es el culpable de haber incitado a nuestros enemigos naturales, es decir, todos los alemanes que nos rodean, a una lucha injusta contra nosotros, aunque ellos no tengan ninguna razón para alzarse contra nosotros, salvo su inextinguible furor contra nuestra lengua.»

(Manifiesto husita, hacia 1420.)

58

Una vez tan sólo Francia e Inglaterra le dijeron que no a Hitler durante la crisis checoslovaca. ¡Y gracias! Inglaterra, además, con la boca pequeña…

El 19 de mayo de 1938, se observaron movimientos de tropas alemanas en la frontera checa. El 20, Checoslovaquia decreta una movilización parcial de sus propias tropas, enviando de ese modo un mensaje muy claro: si es agredida, se defenderá.

Francia, reaccionando con una firmeza que parecía no poder esperarse ya de ella, declara inmediatamente que mantendrá sus compromisos con Checoslovaquia, es decir, acudirá en su ayuda militarmente en caso de agresión alemana.

Desagradablemente sorprendida por la actitud francesa, Inglaterra, sin embargo, se alinea en la misma posición que su aliada. Pero con la pequeña restricción, incuestionada al menos de manera explícita, de que las fuerzas británicas se guardan su derecho de intervención en caso de conflicto armado. Ya se cuidará Chamberlain de que sus diplomáticos no traspasen el umbral de esta ambigua fórmula: «En la eventualidad de un conflicto europeo, es imposible saber si Gran Bretaña se verá obligada a tomar parte en él.» La cosa no está clara.

Para Hitler no son más que rodeos, pero a la hora de la verdad se asusta y retrocede. El 23 de mayo, hace saber que Alemania no tiene intenciones agresivas contra Checoslovaquia, y manda retirar como si tal cosa las tropas concentradas en la frontera. La versión oficial es que se trataba de simples maniobras rutinarias.

Pero Hitler ha enloquecido de rabia. Tiene la impresión de haber sido humillado por Beneš y siente crecer en él la pulsión guerrera. El 28 de mayo, convoca a los oficiales superiores de la Wehrmacht para vociferarles esto: «¡Es mi más categórico deseo que Checoslovaquia sea borrada del mapa!»

59

Beneš, inquieto por la falta de entusiasmo manifestada por Gran Bretaña a la hora de mantener sus compromisos, llama a consultas a su embajador en Londres para que le informe. La conversación, grabada por los servicios secretos alemanes, no ofrece ninguna duda acerca de las pocas ilusiones que se hacen los checos sobre sus homólogos ingleses, empezando por el propio Chamberlain, a quien pone a parir:

—¡Ese maldito bastardo sólo desea lamerle el culo a Hitler!

—¡Hínchele la cabeza! ¡Haga que recobre el juicio!

—El viejo carcamal carece de juicio, salvo para husmear la cagada nazi y dar vueltas a su alrededor.

—Hable entonces con Harold Wilson. Dígale que prevenga al Primer ministro de que Inglaterra estará también en peligro si no tenemos todos la misma determinación. ¿Podrá usted hacerle comprender eso?

—¡Pero cómo quiere que hable con Wilson! ¡Es un chacal!

Los alemanes se apresuran a hacerles llegar a los ingleses las cintas grabadas. Por lo visto, Chamberlain se sintió atrozmente humillado y jamás perdonó a los checos.

Sin embargo, cuando ese mismo Wilson, asesor particular de Chamberlain, fue enviado poco tiempo después para proponer un intento de conciliación entre alemanes y checos con arbitraje británico, Hitler le hablará en estos términos:

«¡Me importa una mierda la representación británica! ¡El viejo perro cagón está loco si se piensa que así va a dominarme!»

Wilson se asombra:

«Si Herr Hitler se refiere al Primer ministro, puedo asegurarle que el Primer ministro no está loco, sino tan sólo interesado en la suerte que corra la paz.»

Entonces Hitler se despacha a gusto:

«Las advertencias de sus lameculos no me interesan. La única cosa que me interesa es mi pueblo de Chequia; ¡mi pueblo torturado, asesinado por ese inmundo pederasta de Beneš! No voy a soportarlo por más tiempo. ¡Es mucho más de lo que un buen alemán puede soportar! ¿Me está entendiendo, puerco estúpido?»

De esto se deduce que hay al menos un punto sobre el cual los checos y los alemanes parecen haber estado de acuerdo: a saber, que Chamberlain y su pandilla eran unos enormes lameculos.

Sin embargo, curiosamente, a Chamberlain le molestaban mucho más los insultos de los checos que los de los alemanes, y a posteriori se puede colegir que eso sería muy de lamentar.

60

He aquí un discurso edificante que el 21 de agosto de 1938 pronuncia en la radio Edouard Daladier, nuestro buen Presidente del Consejo:

«Frente a los Estados totalitarios, que se preparan y se arman sin ponerle ningún límite a la duración del trabajo, y al lado de los Estados democráticos, esforzados por volver a encontrar su prosperidad y garantizar su seguridad, y que además han adoptado la semana de 48 horas, Francia, más empobrecida cuanto más amenazada, ¿cuánto tiempo perderá en controversias que corren el riesgo de comprometer su futuro? Mientras la situación internacional siga siendo tan delicada, es preciso que se pueda trabajar más de 40 horas, llegar hasta 48 horas en las empresas involucradas en la defensa nacional.»

Cuando leí la transcripción de su discurso, me dije que no cabía duda de que volver a poner a trabajar a los franceses era un fantasma eterno de la derecha francesa. Estaba escandalizado por el hecho de que las élites reaccionarias, siendo tan poco conscientes de la situación, sólo pensaran en utilizar la crisis de los Sudetes para ajustar cuentas con el Frente Popular. Hay que decir que en 1938, en la prensa burguesa, los editorialistas estigmatizaban sin ningún pudor a los trabajadores cuyo único pensamiento era aprovechar sus pequeñas vacaciones pagadas.

Pero mi padre me recordó oportunamente que Daladier era un socialista radical, y por tanto había debido de formar parte del Frente Popular. Lo acabo de verificar y, en efecto, es alucinante: ¡Daladier era ministro de la Defensa nacional en el gobierno de Léon Blum! Me he quedado sin habla. Voy a tratar de recapitular: Daladier, antiguo ministro de la Defensa nacional del Frente Popular, invoca razones de defensa nacional, pero no para impedir que Hitler desmiembre Checoslovaquia, sino para retractarse de la semana de 40 horas, precisamente una de las conquistas del Frente Popular. A ese nivel de estupidez política, la traición puede llegar casi a cotas de obra de arte.

61

26 de septiembre de 1938: Hitler debe arengar a las masas enloquecidas en el Palacio de Deportes de Berlín. Deja plantada a una delegación británica que ha venido a comunicarle la negativa de los checos a evacuar los Sudetes, diciéndole sobre la marcha: «¡Tratan a los alemanes como a negros! El 1.º de octubre, haré con Checoslovaquia lo que me dé la gana. Si Francia e Inglaterra deciden atacar, ¡peor para ellos! ¡Me importa una mierda! Es inútil proseguir con las negociaciones, ¡carecen de sentido!» Y se marcha.

Luego, desde la tribuna, delante de su público fanatizado:

«Durante veinte años, los alemanes de Checoslovaquia han tenido que sufrir las persecuciones de los checos. Durante veinte años, los alemanes del Reich han contemplado ese espectáculo. Me refiero más bien a que han sido obligados a ser meros espectadores: porque el pueblo alemán jamás había aceptado esa situación, pero no tenía armas, no podía ayudar a sus hermanos contra aquellos que los estaban martirizando. Hoy, en cambio, es diferente. ¡Y el mundo de las democracias se indigna! Durante estos años hemos aprendido a despreciar a los demócratas de este mundo. En toda nuestra época, no hemos encontrado más que un solo Estado que pueda considerarse una gran potencia europea, y, a la cabeza de ese Estado, a un solo hombre capaz de comprender el desamparo de nuestro pueblo: es mi gran amigo Benito Mussolini (la muchedumbre grita:
Heil Duce
!). El señor Beneš está en Praga, convencido de que no le puede ocurrir nada porque tiene detrás a Francia y a Inglaterra (hilaridad prolongada). Compatriotas, creo que ha llegado el momento de hablar alto y claro. El señor Beneš tiene un pueblo de siete millones de individuos detrás de él, y aquí hay un pueblo de setenta y cinco millones de hombres (aplausos entusiastas). Le he asegurado al Primer ministro británico que una vez esté resuelto este problema, no habrá ya más problemas territoriales en Europa. No queremos checos en el Reich, pero yo declaro ante el pueblo alemán: en lo que concierne a la cuestión de los Sudetes, mi paciencia ha llegado al límite. Ahora, el señor Beneš tiene en sus manos la paz o la guerra. O acepta esta oferta y libera por fin a los alemanes de los Sudetes, o iremos a buscar esa libertad nosotros mismos.

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