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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

HHhH (8 page)

BOOK: HHhH
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Pero Heydrich prefiere algo más humillante para el viejo barón. Conoce la altivez y la susceptibilidad con que la aristocracia prusiana se jacta de su rectitud moral. Por esa razón decide comprometer a Fritsch, como hizo con Blomberg, en un asunto de moralidad pública.

Al contrario que Blomberg, Fritsch es aparentemente un solterón empedernido. Heydrich opta por partir desde ahí. Para ese tipo de perfiles, el ángulo de ataque es evidente. Con el fin de elaborar al detalle el dosier, se dirige al servicio correspondiente de la Gestapo, el «departamento para la supresión de la homosexualidad».

Y he aquí lo que encuentra: un individuo turbio, conocido de la policía por sus actividades chantajistas con homosexuales, ha declarado haber
visto
a Fritsch en un callejón sombrío cerca de la estación de Potsdam cuando estaba fornicando con un tal «Jo, el Bávaro». Increíblemente, la historia parece ser cierta, salvo por un detalle. Que el Fritsch en cuestión no sea más que un homónimo mal ortografiado carece de importancia a los ojos de Heydrich, ya que se trata de un oficial de caballería retirado, por tanto un militar, lo que favorecerá la confusión, máxime porque el insignificante chantajista, bajo la presión de la Gestapo, está dispuesto a reconocer lo que sea.

Heydrich tiene imaginación, algo que en su oficio es toda una cualidad, pero este tipo de maquinación, para que funcione de verdad, requiere también de un perfeccionismo del que no ha abusado en este asunto. Sin embargo, con lo que ha hecho bastará.

En los mismísimos despachos de la Cancillería, delante de Goering y de Hitler en persona, confrontado con ese chantajista del tres al cuarto, cuya pinta era la de un completo degenerado, el altivo barón no se digna responder a las acusaciones que se vierten contra él. Ahora bien, escudarse en su dignidad no es una actitud muy provechosa en las altas esferas del Tercer Reich. Hitler le exige a Fritsch que dimita inmediatamente. Hasta aquí, todo se desarrolla como estaba previsto.

Pero Fritsch se niega. Exige pasar por una corte marcial. De repente, la posición de Heydrich se vuelve extremadamente frágil. Una corte marcial implica una investigación previa llevada a cabo, no ya por la Gestapo, sino por el propio ejército. Hitler, sin embargo, titubea. Al igual que Heydrich, tampoco desea un proceso en toda regla, pues todavía teme un poco las reacciones de la vieja casta militar.

Unos días más tarde, la situación dará un vuelco: no sólo los militares descubren la verdad, sino que llegan a arrancar de las garras de la Gestapo a los dos testigos principales del asunto, el chantajista y el oficial de caballería. El plan de Heydrich es aireado completamente, y en ese momento su cabeza pende de un hilo: si Hitler autoriza el proceso, el engaño saldrá a la luz, lo que acarreará como mínimo la destitución de Heydrich y el final de sus ambiciones. Volverá a encontrarse prácticamente en el mismo punto en que estaba en 1931, cuando fue expulsado de la marina.

Heydrich vive muy mal esta perspectiva. El gélido asesino se convierte en una presa desquiciada. Schellenberg, su brazo derecho, recordará después que uno de esos días, en el despacho, durante la crisis, llegó a pedir que le dieran un arma. El jefe del SD estaba con el agua al cuello.

Pero se equivoca al dudar de Hitler. Al final, Fritsch es jubilado por razones de salud. Nada de dimisiones ni de juicios, la cosa es más simple, y así se resuelven todos los problemas. Heydrich, sin embargo, se guardaba un as en la manga: su interés coincidía con el de Hitler, que había
decidido
tomar él mismo el mando del ejército; Fritsch debía por tanto ser eliminado a toda costa, ésa era la voluntad inquebrantable de su jefe.

El 5 de febrero de 1938, el
Völkischer Beobachter
titula en grandes caracteres:

«Concentración de todos los poderes en las manos del Führer.»

Heydrich no tenía ya nada de qué preocuparse.

El proceso se celebrará finalmente, pero mientras tanto, la relación de fuerzas habrá cambiado de manera radical: tras el increíble delirio provocado por el Anschluss, el ejército se inclina ante el genio del Führer y renuncia a causarle problemas. Absuelto Fritsch, se manda liquidar al chantajista y no hay más que hablar.

49

Hitler jamás bromeó con la moralidad pública. Desde 1935, por las leyes de Núremberg, está formalmente prohibido que un judío tenga relaciones sexuales con una aria, y asimismo está prohibido que un ario tenga relaciones sexuales con una judía. La pena se castiga con la cárcel.

Pero, sorprendentemente, sólo el hombre puede ser perseguido. Por lo visto Hitler quería que la mujer, ya sea judía o aria, no fuera hostigada jurídicamente.

Heydrich, más papista que el papa, no lo entiende así. Esa forma de discriminación entre hombres y mujeres hiere, al parecer, su sentido de la equidad (aunque sólo en el caso en que la mujer sea judía). Por eso, en 1937, da instrucciones secretas a la Kripo y a la Gestapo con el fin de que, cualquier condena dictada contra un alemán por causa de relación con una judía conlleve automáticamente el arresto de su pareja y su deportación discreta a un campo de concentración.

Aunque lo hacían con cierta moderación y excepcionalmente, los jefes nazis no temían oponerse a las órdenes de su Führer. Es interesante, si se piensa que la obediencia debida a las órdenes, en nombre del honor militar y del juramento prestado, fue el único argumento invocado después de la guerra para justificar todos sus crímenes.

50

El Anschluss estalla como una bomba. Austria finalmente «ha decidido incorporarse» a Alemania. Es la primera etapa del nacimiento del Tercer Reich. Es también un juego de manos que Hitler repetirá más veces: conquistar un país sin pegar un solo tiro.

La noticia es toda una deflagración en Europa. Por esas fechas, el coronel Moravec está en Londres y, como es natural, quiere volver a Praga con urgencia, pero no halla ningún avión disponible. Consigue como mucho volar a Francia y llegar hasta La Hague. Allí decide hacer el resto del viaje en tren. Con el tren no hay problemas, aunque existe un pequeño inconveniente. Para volver a Praga, cuando se viene de Francia, no hay más remedio que atravesar… Alemania.

Increíblemente, Moravec decide asumir el riesgo.

Henos, por tanto, en esta peculiar situación en la que, el 13 de marzo de 1938, durante varias horas, el jefe de los servicios secretos checoslovacos atraviesa la Alemania nazi en tren.

Trato de imaginar ese viaje. Obviamente, lo que él procurará a toda costa es pasar lo más desapercibido posible. Es cierto que habla alemán, pero no estoy muy seguro de que su acento esté por encima de toda sospecha. Por otra parte, Alemania no está aún en guerra y los alemanes, aunque muy encendidos por los discursos del Führer sobre la judería internacional y el enemigo interior, no son tan suspicaces todavía como podrían llegar a serlo. No obstante, Moravec, por precaución, a la hora de comprar su billete, escoge al taquillero cuya cara le parece más afable, o de un aire más de retrasado.

Una vez en el tren, supongo que buscaría un compartimento vacío y se metería en él:

1. cerca de la ventana, para darles la espalda a los eventuales compañeros de viaje, con el fin de hacerlos desistir de toda veleidad relativa a entablar una conversación al dar muestras de estar mirando el paisaje, sin dejar de vigilar el compartimento en el reflejo del cristal;

o

2. cerca de la puerta, para poder vigilar las idas y venidas por el pasillo del vagón.

Pongámoslo cerca de la puerta.

Lo que yo sé es que él tenía claro, consciente y tal vez bastante orgulloso de su importancia, que la Gestapo pagaría lo que fuera por saber a quién transportaban ese día los ferrocarriles alemanes.

Cada movimiento en el vagón debió de poner a prueba sus nervios.

Cada parada en las estaciones.

De vez en cuando, subía alguien al tren y se sentaba en el compartimento, que enseguida se llenaba de individuos obligatoriamente sospechosos. Muchos eran pobres, familias enteras probablemente, y eso lo tranquilizaba; pero también había hombres bien vestidos.

Un hombre, tal vez sin sombrero, pasa por el pasillo, y ese detalle intriga a Moravec. Recuerda que en su viaje de estudios a la URSS le habían dicho, como en secreto, que cualquier hombre con sombrero era forzosamente o un extranjero o un miembro del NKVD. Pero ahora, en esta ocasión, ¡vete a saber qué puede significar en la Alemania de hoy un hombre sin sombrero!

Supongo que hay cambios, correspondencias, horas de espera, lo que añade un estrés suplementario. Moravec oye los gritos de los vendedores de periódicos, histéricos y triunfantes, berreando los grandes titulares. Seguramente tendrá que subir y bajar varias veces del tren, aunque sólo sea para disimular el mayor tiempo posible su destino final.

Y luego llega la aduana. Presumo que Moravec tiene papeles falsos, pero ignoro de qué nacionalidad. Pero por otra parte, no parece muy probable, ya que él estaba en Londres en una misión amparada por las autoridades inglesas. Y antes de Londres había pasado unos días en los países bálticos, donde habría visitado, creo yo, a sus homólogos locales. No tenía, por tanto, necesidad de ninguna identidad falsa, y tampoco habría previsto alguna.

Quizá simplemente, como su pasaporte estaba en regla, el guardia de aduanas, después de haberlo examinado a conciencia durante esos segundos especiales en la vida en que el tiempo se detiene, lo dejó pasar sin más, con toda naturalidad.

El caso es que pasó.

Cuando bajó del tren, al pisar el suelo de su patria, fuera ya de peligro, se dejó invadir por un inmenso alivio.

Mucho más tarde declaró que ésa fue la última sensación agradable que iba a sentir en mucho tiempo.

51

Austria es el primer botín del Reich. De un día para otro, el país se convierte en una provincia alemana, y 150.000 judíos austriacos se encuentran de repente a merced de Hitler.

En 1938, aún nadie ha pensado todavía razonablemente en exterminarlos. La tendencia es más bien incitarlos a emigrar.

Para organizar la emigración de los judíos austriacos, un joven subteniente de la SS, acreditado por el SD, desembarca en Viena. Se hace cargo enseguida de la situación y se le ocurren muchas ideas. De la que está más orgulloso, si hemos de fiarnos de las declaraciones que hará durante su proceso, veintidós años más tarde, es de la idea de la cinta transportadora: para obtener la autorización de emigrar, los judíos han de llegar a formar un grueso expediente compuesto por un montón de elementos diversos. Cuando tengan el expediente completo, pueden llevarlo a la Oficina para la Emigración Judía, donde han de colocar sus documentos en una cinta transportadora. Concretamente, el objetivo de tal procedimiento es despojarlos de todos sus bienes en el menor tiempo posible, y que no se vayan antes de haber cedido legalmente todo lo que posean. Al otro extremo de la cadena, recogerán luego un pasaporte en el interior de una cesta.

Cincuenta mil judíos austriacos pudieron escapar así de la trampa hitleriana antes de que volviera a cerrarse sobre ellos. En aquella época, esa solución conviene, de alguna manera, a todo el mundo: a los judíos, porque pueden considerarse afortunados de salir a tan buen precio, y a los nazis, porque se apoderan de sumas considerables. Desde Berlín, Heydrich valora la operación como todo un éxito, y durante un tiempo todavía se afrontará la emigración de los judíos del Reich como una solución realista, la mejor respuesta a la «cuestión judía».

Y Heydrich retendrá el nombre del pequeño teniente que tan buen trabajo ha hecho con los judíos: Adolf Eichmann.

52

En Viena es donde Eichmann inventa el método que servirá de base a toda la política de deportación y exterminio, consistente en solicitar de las víctimas una cooperación activa. Efectivamente, éstas siempre serán invitadas a presentarse por sí mismas ante las autoridades alemanas. En la gran mayoría de los casos, tanto para emigrar en 1938 como para ser enviados a Treblinka o a Auschwitz en 1943, los judíos acudirán a las convocatorias de sus enemigos. Sin un sistema así, ante unos problemas censales irresolubles, ninguna política de exterminio de masas habría sido realmente posible. Dicho de otro modo, habría habido innumerables crímenes, sin duda, pero todo hace creer que no estaríamos hablando de genocidio.

Heydrich, con la intuición que le caracteriza, inmediatamente reconoció en Eichmann un burócrata de talento, al que sabrá convertir en un ayudante valioso. Ninguno de los dos puede figurarse en ese momento que 1938 es la preparación de 1943, porque, si bien todas las miradas empiezan ya a dirigirse hacia Praga, ambos ignoran todavía qué papel les toca representar allí.

53

Pese a todo, hay ciertos indicios. Desde hace unos años, Heydrich viene encargando numerosos estudios sobre la cuestión judía a sus jefes de departamento. Recibe respuestas como ésta:

«Es conveniente privar a los judíos de sus medios de vida, y no sólo en lo relativo a la esfera económica. Alemania debe ser un país sin futuro para ellos. Sólo se debe permitir que aquí muera en paz la generación más vieja, pero no los jóvenes, por lo que hay que seguir manteniendo la incitación a emigrar. En cuanto a los medios, hay que descartar el antisemitismo camorrista. No se combate a las ratas con un revólver, sino con veneno y gas.»

Metáfora, fantasma, inconsciente que aflora, en cualquier caso se nota que ese jefe de servicio tiene ya una idea muy clara en la cabeza. El informe data de mayo de 1934: un visionario.

54

En el corazón de la vieja Bohemia ancestral, al este de Praga, por la carretera de Olomouc, hay una pequeña ciudad. Inscrita en el patrimonio mundial de la Unesco, Kutná Hora posee unas pintorescas callejuelas, una hermosa catedral gótica, y sobre todo un magnífico osario, auténtica curiosidad local donde se entremezclan los cráneos humanos para formar unas bóvedas y unas ojivas de una blancura sepulcral.

En 1237, Kutná Hora no podía figurarse que llevara en sus entrañas el germen infeccioso de la Historia, que se dispone a iniciar uno de sus capítulos más irónicos, largos y crueles, cuyo secreto posee. Dicho secreto va a durar setecientos años.

Venceslas I, hijo de Premysl Otakar I, emparentado con la gloriosa y fecunda dinastía de los Premyslidas, reina en las regiones de Bohemia y de Moravia. El soberano se ha casado con una princesa alemana, Kunhuta, hija de Felipe de Suabia, rey de Roma y gibelino, es decir, afiliado a la temible casa de los Hohenstaufen. En la disputa entre los güelfos, aliados del Papa, y los gibelinos, partidarios del Emperador, Venceslas ha elegido, por tanto, el campo del Sacro Imperio Romano Germánico, y si éste sufrirá durante ese periodo los reveses infligidos por la Curia pontificia, el poder de aquél se verá reforzado por esta alianza. Mientras tanto, el león de cola bífida orna desde entonces los escudos del reino, reemplazando a la vieja águila flameada. Por todo el país se alzan torreones. Sopla el espíritu de la caballería.

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