Authors: Homero
Así habiendo hablado, lanzóse rápidamente al ventoso cielo.
Salve, diosa que reinas sobre la bien construida Chipre: habiendo empezado por ti, pasaré a otro himno.
Cantaré a la de áurea corona, veneranda y hermosa Afrodita, a quien se adjudicaron las ciudadelas todas de la marítima Chipre, adonde el fuerte y húmedo soplo del Céfiro la llevó por las olas del estruendoso mar entre blanda espuma; las Horas, de vendas de oro, recibiéronla alegremente y la cubrieron con divinales vestiduras, pusieron sobre su cabeza inmortal una bella y bien trabajada corona de oro y en sus agujereados lóbulos flores de oricalco y de oro precioso, y adornaron su tierno cuello y su blanco pecho con los collares de oro con que se adornan las mismas Horas, de vendas de oro, cuando en la morada de su padre se juntan al coro encantador de las deidades. Mas, así que hubieron colocado todos estos adornos alrededor de su cuerpo, lleváronla a los inmortales: éstos, al verla, la saludaron, le tendieron las manos, y todos deseaban llevarla a su casa para que fuera su legítima esposa, admirados de la belleza de Citerea, de corona de violetas.
Salve, diosa de arqueadas cejas, dulce como la miel; concédeme que alcance la victoria en este certamen y da gracia a mi canto. Y yo me acordaré de ti y de otro canto.
Recordaré de Dióniso, hijo de la gloriosa Semele, cómo apareció en la orilla del mar estéril, sobre un promontorio saliente, parecido a un mancebo que acaba de llegar a la juventud: hermosos cabellos negros colgaban de su cabeza y llevaba en sus robustas espaldas una capa purpúrea. Pronto se le acercaron por el vinoso mar en nave de bellas tablas unos piratas tirrenos —¡su mala suerte los conducía!—, quienes, al verle, hiciéronse señas, saltaron rápidamente a tierra, lo cogieron enseguida y lo llevaron a la nave, alegrándose en su corazón. Figurábanse que sería hijo de reyes, alumnos de Zeus, y quisieron atarlo con fuertes ligaduras. Pero las ligaduras no le sujetaron, sino que los mimbres cayeron lejos de sus manos y de sus pies, y él se sentó sonriéndose en sus negros ojos. Advirtiólo el piloto y enseguida exhortó a sus compañeros, a quienes dijo:
—¡Desdichados! ¿Qué dios poderoso^ es ése a quien habéis cogido y atado? Ni llevarle puede la nave bien construida. Ése es sin duda Zeus, o Apolo, el del arco de plata, o Posidón; pues no se parece a los mortales hombres, sino a los dioses que poseen olímpicas moradas. Mas, ea, dejémosle cuanto antes en la negra tierra y no pongáis en él vuestras manos: no sea que, irritado, suscite fuertes ventoleras y un recio huracán.
Así dijo, y el capitán le increpó con áspero lenguaje:
—¡Desdichado! Observa tú el viento y tira de la vela, luego que hayas recogido los aparejos todos; que de ése se cuidarán los demás hombres. Espero que llegará a Egipto, a Chipre, a los Hiperbóreos o aún más lejos, y que al fin nos dará a conocer sus amigos, sus bienes todos y sus hermanos, pues un dios lo pone en nuestras manos.
Habiendo hablado así, izó el mástil y descogió la vela de la nave. El viento hinchó el centro de la vela, y a sus lados colocaron los aparejos; pero pronto se les presentaron cosas admirables. Primeramente un vino dulce y perfumado manaba en sonoros chorros dentro de la nave, despidiendo un olor divino: quedáronse atónitos los marineros cuando lo notaron. Luego, una parra se extendió al borde de la vela, acá y acullá, y de ella colgaban muchos racimos; se enroscó alrededor del mástil una oscura hiedra lozana y florida, de la cual salían lindos frutos; y aparecieron con coronas todos los escálamos: al advertirlo, mandaron al piloto que acercara la nave a tierra. Pero Dióniso, dentro de la nave y en su parte más alta, se transformó en espantoso león que dio un gran rugido; y, en medio de ella, creó — mostrando señales— una osa de erizado cuello, que se levantó furiosa, mientras el león desde las tablas más altas miraba torva y terriblemente. Entonces huyeron a la popa, junto al piloto de prudente espíritu, y allí se detuvieron estupefactos. Mas el león se lanzó de repente y cogió al capitán; y los demás, así que lo vieron, con el fin de librarse del funesto hado, saltaron todos juntos afuera, al mar divino, y convirtiéronse en delfines. Dióniso, compadecido del piloto, lo detuvo, lo hizo completamente feliz y le dijo:
—Tranquilízate, piloto divino, que has hallado gracia en mi corazón: yo soy el bullicioso Dióniso, a quien dio la luz una madre cadmea, Semele, después de unirse amorosamente con Zeus.
Salve, hijo de Semele, la de lindos ojos, que no es posible adornar el dulce canto sin acordarse de ti.
Ares prepotente, que combas los carros con tu peso, de casco de oro, portador de escudo, salvador de ciudades, armado de bronce, de fuerte brazo, infatigable, poderoso por tu lanza, antemural del Olimpo, padre de la Victoria de una guerra justa, auxiliar de Temis, dominador de los enemigos, caudillo de los hombres más justos, portacetro del valor, que haces girar el círculo de ígneos resplandores del éter entre la constelación de las siete estrellas, allí donde los caballos llenos de fuego te conducen siempre por cima del tercer círculo: oye, aliado de los mortales, dador de la robusta juventud, que desde lo alto haces brillar suave resplandor sobre nuestra vida y nos inspiras el marcial denuedo; ojalá yo pudiera apartar de mi cabeza la amarga cobardía, reprimir en mi mente el errado impulso del alma y contener el ardor estimulante de mi corazón, que me instiga a emprender la lucha horrenda. Pero tú, oh bienaventurado, dame valor para vivir bajo las leyes benéficas de la paz, después de haberme librado del tumulto de los enemigos y de las Parcas violentas.
Celebra, oh Musa, a Ártemis, hermana del que hiere de lejos, virgen que se complace en las flechas, criada juntamente con Apolo; la cual, después de abrevar sus caballos en el Meles, de altos juncos, conduce velozmente su carro de oro, a través de Esmirna, a Claros, abundante en viñas; donde se halla Apolo, el del arco de plata, aguardando a la que lanza a lo lejos y se huelga en las flechas.
Así, pues, regocíjate con este canto, y contigo todas las diosas; y yo, que te celebro primeramente a ti y por ti comienzo a cantar, habiendo ahora comenzado por ti, pasaré a otro himno.
Cantaré a Citerea, nacida en Chipre, la cual hace dulces presentes a los mortales y en su amable rostro siempre sonríe, y lleva una amable flor.
Salve, oh diosa, que imperas en Salamina bien construida y en toda Chipre: dame el amable canto y yo me acordaré de ti y de otro canto.
Empiezo a cantar a la poderosa Palas Atenea, protectora de las ciudades, que se cuida, juntamente con Ares, de las acciones bélicas, de las ciudades tomadas, de la gritería y de los combates; y libra al pueblo al ir y al volver (del combate).
Salve, diosa; y danos suerte y felicidad.
Canto a Hera, la de áureo trono, a quien Rea dio a luz; reina inmortal de extremada belleza; hermana e ínclita esposa de Zeus tonante; a la cual todos los bienaventurados honran reverentes, en el vasto Olimpo, como a Zeus que se huelga con el rayo.
A Deméter, la veneranda deidad de hermosa cabellera, comienzo a cantar: a ella y a su hija, la bellísima Persefonea.
Salud, oh diosa, salva esta ciudad y da principio al canto.
Celebra, oh Musa melodiosa, a la Madre de todos los dioses y de todos los hombres, hija del gran Zeus, a la cual agradan el chocar de los crótalos y de los tímpanos con el sonar simultáneo de las flautas, el aullar de los lobos, el rugir de los leones de relucientes ojos, los montes resonantes, y los valles cubiertos de bosque.
Así, pues, regocíjate con este canto y contigo todas las diosas.
Cantaré a Heracles, hijo de Zeus, a quien Alcmena parió el más valiente de los terrenales hombres en Tebas, de hermosos coros, después de haberse juntado con Zeus, el de las sombrías nubes. Heracles ejecutó en otro tiempo muchas cosas extraordinarias, acciones eminentes, vagando por la tierra inmensa y por el mar, según se lo ordenaba el rey Euristeo; mas ahora habita alegre una linda morada del nevoso Olimpo y posee a Hebe, la de hermosos tobillos.
Salve, soberano hijo de Zeus; dame valor y felicidad.
Empiezo cantando al que cura las enfermedades, a Asclepio, hijo de Apolo, que nació de la divina Coronis, hija del rey Flegias, en la llanura Dotio; alegría grande para los hombres y apaciguador de funestos dolores.
Así, pues, salve, oh rey; yo te imploro por medio de este canto.
Canta, oh Musa melodiosa, a Cástor y Polideuces, Tindáridas, engendrados por Zeus Olímpico: diolos a luz bajo las cumbres del Taigeto la veneranda Leda, que se había unido secretamente con el Cronión, el de las sombrías nubes.
Salud, Tindáridas, jinetes de rápidos corceles.
Canto a Hermes cilenio Argifontes que impera en Cilene y en Arcadia, abundante en ganado, utilísimo nuncio de los inmortales, a quien dio a luz la veneranda Maya, hija de Atlante, habiéndose unido amorosamente con Zeus: ésta evitaba la sociedad de los bienaventurados dioses, habitando una gruta sombría donde el Cronión acostumbraba unirse con la ninfa de hermosas trenzas en la oscuridad de la noche, tan pronto como el dulce sueño rendía a Hera, la de níveos brazos; y de esta manera logró pasar inadvertido para los inmortales dioses y para los mortales hombres.
Y así, salve, hijo de Zeus y de Maya; y yo, habiendo comenzado por ti, pasaré a otro himno.
Salve, Hermes, causante de alegría, internuncio, dador de bienes.
Háblame, Musa, del hijo amado de Hermes, caprípedo, bicorne, amante del bullicio, que frecuenta los valles poblados de árboles con las ninfas acostumbradas a las danzas; las cuales pisan las cumbres de escarpadas rocas invocando a Pan, dios de los pastores, de espléndida cabellera, escuálido, a quien se le adjudicaron las colinas nevadas, las cumbres de los montes y los senderos pedregosos. Aquél anda acá y acullá, y unas veces atraviesa espesos matorrales, atraído por las mansas corrientes, y otras pasa por entre escarpadas rocas y sube a la más alta cumbre para contemplar sus ovejas. A menudo corre por las altas blanquecinas montañas; a menudo sigue las laderas y mata fieras que distingue su penetrante vista; en ocasiones, por la tarde y al volver de la caza, grita y modula con sus cañas agradable canto: no le superaría en el cantar el ave que, lamentándose entre las hojas de la florida primavera, emite suavísimo canto. Entonces las melodiosas ninfas montaraces, acompañándole con pie ligero a la fuente de aguas profundas, cantan y el eco resuena en torno de la cumbre del monte; y el dios ora se dirige con pie ligero acá y acullá de los coros, ora penetra en medio de ellos, llevando una rojiza piel de lince sobre la espalda y alegrando su corazón con melodiosas canciones en la blanda pradera donde el azafrán y el jacinto, floridos y olorosos, se mezclan confusamente con la hierba.
Las ninfas celebran a los dioses bienaventurados y al vasto Olimpo: y así cantan también a Hermes, que sobresale entre los demás; dicen que es el veloz nuncio de todos los dioses, y cuentan cómo se fue a la Arcadia, rica en manantiales y madre de ovejas, donde está el bosque sagrado del cilenio. Allí, a pesar de ser dios, apacentaba ovejas de polvorienta lana en casa de un hombre mortal, porque ya echaba flor el tierno deseo que le había venido de unirse amorosamente con una ninfa de hermosas trenzas, hija de Dríope; y consumó al fin las floridas nupcias; y ella le dio a Hermes, en su casa, un hijo amado que desde luego se presentó monstruoso a su vista: caprípedo, bicorne, bullicioso, de dulce sonrisa; y la ninfa se levantó y echó a correr —abandonando al niño la que debía amamantarlo—, pues le entró miedo al ver aquella faz desagradable y barbuda. Enseguida el benéfico Hermes lo recibió y tomó en sus brazos, y el dios se alegró extraordinariamente en su corazón. Y envolviendo al niño en las tupidas pieles de una liebre montes, encaminóse rápidamente a la mansión de los inmortales, sentóse junto a Zeus y los demás inmortales y les presentó su hijo: todos los inmortales se regocijaron en su corazón y más que nadie Dióniso Baquio, y le llamaron Pan porque a todos les había regocijado el alma.
Y así, salve, oh rey, a quien imploro por medio de este canto; y yo me acordaré de ti y de otro canto.
Canta, oh Musa melodiosa, a Hefesto célebre por su inteligencia, a aquel que justamente con Atenea, la de los ojos de lechuza, enseñó acá en la tierra trabajos espléndidos a los hombres, que antes vivían en las montañas, dentro de cuevas, y ahora, gracias a los trabajos que les enseñó Hefesto, el ilustre artífice, pasan agradablemente el tiempo, durante el año, tranquilos en sus casas.
Mas senos propicio, oh Hefesto, y otórganos el valor y la felicidad.
Oh Febo, el cisne te canta melodiosamente debajo de sus alas mientras va saltando en la orilla, junto al río Peneo, abundante en remolinos; y el aedo de dulce lenguaje te canta siempre el primero y el último, pulsando la melodiosa cítara.
Así, pues, salve, oh rey, a quien intento propiciar con el canto.
Empiezo un canto relativo a Posidón, gran dios, que sacude la tierra y el mar estéril, deidad marina que posee el Helicón y la anchurosa Egas. Una doble honra te asignaron los dioses, oh tú que bates la tierra: ser domador de caballos y salvador de naves.
Salve, Posidón, que ciñes la tierra y llevas cerúlea cabellera: oh bienaventurado, socorre a los navegantes con corazón benévolo.