Ilión (31 page)

Read Ilión Online

Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
6.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pero, ¿tiene una bengala de señalización, su propio sistema de soporte vital, algún tipo de sistema de propulsión y navegación? ¿Agua y comida?

—Sí —dijo Mahnmut—, ¿y qué?

Tú no cabrías y no puedo tirar de ti
.

—Nada—dijo Orphu.

—Odio la idea de dejar
La Dama Oscura
—dijo sinceramente Mahnmut—. Y no quiero pensar en eso ahora. No durante días y días.

—Muy bien,

—Lo digo en serio.

—Muy bien, Mahnmut. Sólo sentía curiosidad.

Si Orphu se hubiera burlado de él en aquel momento, Mahnmut podría haberse metido en la burbuja de salvamento y haberse marchado. Estaba furioso con el ioniano por sacar a colación aquel tema.

—¿Quieres jugar otra partida de ajedrez? —preguntó Mahnmut.

—Ni hablar del peluquín —contestó Orphu.

Sesenta y una horas después del impacto contra el agua, sólo había un carro visible en el radar, pero volaba a ochenta kilómetros sobre ellos y diez al norte. Mahnmut recuperó la boya periscopio en cuanto pudo.

Estaba escuchando música por el intercom (Brahms) y, allá en su bodega inundada, Orphu estaba presumiblemente haciendo lo mismo.

De repente, el ioniano preguntó:

—¿Te has preguntado alguna vez por qué los dos somos humanistas, Mahnmut?

—¿A qué te refieres?

—Ya sabes, humanistas. Todos los moravecs evolucionaron o bien hacia nosotros, los humanistas con nuestro extraño interés por la antigua raza humana, o hacia los tipos más interactivos como Koros III. Ellos son los que forjan las sociedades moravec, los Consorcios de las Cinco Lunas, los partidos políticos... lo que sea.

—Nunca me había fijado —dijo Mahnmut.

—Te estás quedando conmigo.

Mahnmut guardó silencio. Empezaba a darse cuenta de que, en casi un siglo y medio de existencia, había conseguido permanecer ignorante de casi todo lo importante. Conocía únicamente los fríos mares de Europa (que nunca más volvería a ver) y aquel sumergible, al que le quedaban horas o días de existencia como entidad en funcionamiento. Eso y los sonetos y las piezas teatrales de Shakespeare.

Mahnmut estuvo a punto de echarse a reír a través del comunicador.
¿Qué podía ser más inútil?

Como si volviera a leerle la mente, Orphu dijo:

—¿Qué diría el bardo de esta situación?

Mahnmut observaba las lecturas de energía y los niveles de consumo. No podían esperar las setenta y tres horas. Tendrían que intentar liberarse en las próximas seis horas o así. E incluso en tal caso, si no conseguían soltarse inmediatamente, era posible que el reactor dejara de funcionar del todo, se sobrecargara, y...

—¿Mahnmut?

—Lo siento. Estaba adormilado. ¿Qué pasa con el bardo?

—Debe de tener algo que decir sobre naufragios —dijo Orphu—. Me parece recordar que había montones de naufragios en Shakespeare.

—Oh, sí —dijo Mahnmut—. Montones de naufragios.
Noche de reyes
,
La tempestad
, la lista sigue y sigue. Pero dudo que haya nada en sus obras que nos sirva en esta situación.

—Háblame de alguno de esos naufragios.

Mahnmut negó con la cabeza en el vacío. Sabía que Orphu estaba intentando hacer que apartara la mente de su realidad actual.

—Háblame de tu amado Proust —dijo—. ¿Dice el narrador Marcel algo de estar perdido en Marte?

—Pues sí —dijo Orphu con un levísimo atisbo de humor.

—Estás bromeando.


Nunca
bromeo con
À la recherche du temps perdu
—dijo Orphu, en un tono que casi, no del todo, convenció a Mahnmut de que el ioniano hablaba en serio.

—Muy bien, ¿qué dice Proust sobre sobrevivir en Marte? —preguntó Mahnmut. Faltaban cinco minutos para que desplegara la boya periscopio de nuevo y los iba a llevar a la superficie aunque el carro estuviera sobrevolando a diez metros sus cabezas.

—En el volumen tercero de la edición francesa, el volumen quinto de la traducción al inglés que te descargué, Marcel dice que, si de pronto nos encontráramos en Marte y nos crecieran un par de alas y un nuevo sistema respiratorio, no dejaríamos de ser nosotros mismos —-dijo Orphu—. No mientras tuviéramos que usar los mismos sentidos. No mientras estuviéramos lastrados con la misma consciencia.

—Estás bromeando —dijo Mahnmut.


Nunca
bromeo sobre las percepciones del personaje de Marcel en
À la recherche du temps perdu
—repitió Orphu en un tono que indicó a Mahnmut que en efecto estaba bromeando, pero no en lo referente a esa extraña referencia a Marte—. ¿No leíste las ediciones que te envié al principio de nuestro viaje sistema adentro?

—Lo hice. De verdad. Pero me salté los dos últimos miles de páginas.

—Bueno, no me extraña —dijo Orphu—. Escucha, aquí hay un párrafo que viene después de lo de desarrollar alas y pulmones nuevos en Marte. ¿Lo quieres en inglés o en francés?

—En inglés —respondió Mahnmut rápidamente. Tan cerca de una terrible muerte por asfixia, no quería la tortura añadida de tener que escuchar francés.


El único viaje auténtico, la única Fuente de la Juventud
—recitó Orphu—,
se encontraría no en viajar a tierras extrañas sino en tener otros ojos, en ver el universo a
través de los ojos de otra persona, de un centenar de otras personas, y ver los cientos de universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es.

Mahnmut olvidó en efecto su inminente asfixia durante un minuto mientras reflexionaba sobre esto.

—Ésa es la cuarta y última respuesta de Marcel al enigma de la vida, ¿verdad, Orphu? —El ioniano permaneció en silencio—. Quiero decir —continuó Mahnmut—, que dijiste que en los tres primeros intentos Marcel fracasó. Intentó creer en la notoriedad. Intentó creer en la amistad y el amor. Intentó creer en el arte. Nada de esto funcionó como elemento trascendente. Así que éste es el cuarto intento. Esta... —no encontró palabra ni frase adecuadas.

—Consciencia escapando de los límites de la consciencia —dijo Orphu tranquilamente—. La imaginación rompiendo los límites de la imaginación.

—Sí —jadeó Mahnmut—. Comprendo.

—Tienes que hacerlo —dijo Orphu—. Ahora eres mis ojos. Tengo que ver el universo a través de los tuyos.

Mahnmut guardó silencio un minuto, rodeado por el siseo del umbilical de O
2

Luego dijo:

—Vamos a intentar subir
La Dama Oscura
.

—¿La boya periscopio?

—Al infierno con ellos si siguen allí arriba esperando. Prefiero morir peleando que asfixiarme aquí en el cieno.

—Muy bien —dijo Orphu—. Has dicho «intentar». ¿Hay alguna duda de que puedas sacarnos del cieno?

—No tengo ni puñetera idea de sí podremos librarnos de esta mierda —dijo Mahnmut, conectando con la mente los interruptores virtuales, subiendo a rojo la energía del reactor, armando los impulsores y piros—. Pero vamos a intentarlo con todas nuestras fuerzas dentro de... dieciocho segundos. Agárrate, amigo mío.

—Puesto que mis asideros, manipuladores y flagelos han desaparecido, supongo que lo dices en sentido retórico.

—Agárrate con los
dientes
—dijo Mahnmut—. Seis segundos.

—Soy un moravec —dijo Orphu, ligeramente indignado—. No tengo dientes. ¿Qué estabas...?

De repente la comunicación se cortó con el rugir de todos los impulsores, el tronar de los mamparos quebrándose y cediendo y el gran gemido de
La Dama Oscura
intentando librarse de la resbaladiza presa de Marte.

18
Ilión

Esta ciudad (Ilión, Troya, la ciudad de Príamo, Pérgamo) es más hermosa de noche.

Las murallas, cada una de más de treinta metros de altura, están iluminadas con antorchas y braseros en las almenas, y se recortan a la luz de los cientos de hogueras del ejército troyano acampado en la llanura. Troya es una ciudad de altas torres, la mayoría iluminadas hasta bien entrada la noche, con las ventanas cálidas de luz, los patios brillantes, las terrazas y balcones calentados por velas y hogueras y más antorchas. Las calles de Ilión son anchas y están cuidadosamente pavimentadas (una vez intenté meter la hoja de mi cuchillo entre las piedras y no pude) y muchas reciben la luz de los portales abiertos, con antorchas colocadas en los huecos de las paredes, y de las hogueras donde cocinan los miles y miles de soldados extranjeros y sus familiares que viven aquí ahora, aliados de Troya todos.

Incluso las sombras de Ilión están vivas. Hombres y mujeres jóvenes de clase baja hacen el amor en los callejones oscuros y las terrazas en penumbra. Perros bien alimentados y gatos eternamente astutos se deslizan de sombra en sombra, de los callejones a los patios, acechando los bordes de las calles más anchas, donde fruta y verdura, pescado y carne que han caído de los carros del mercado diario son suyos para comer, y luego vuelven a las sombras y la oscuridad de los callejones bajo los viaductos.

Los residentes de Ilión no tienen miedo a morir de hambre o sed. Con las primeras alarmas de la llegada de los aqueos (muchas semanas antes de que las negras naves llegaran hace más de nueve años), cientos de reses y miles de ovejas fueron conducidos a la ciudad. Se vaciaron las granjas en un radio de seiscientos kilómetros cuadrados de la ciudad. Sigue llegando ganado regularmente, y la mayoría de la carne llega a pesar de los tibios esfuerzos de los griegos por impedirlo. La fruta y la verdura llegan fácilmente a Ilión traídas por los mismos astutos granjeros y comerciantes que venden comida a los aqueos.

Troya fue construida en este lugar hace muchísimos siglos principalmente por el enorme acuífero que hay debajo (la ciudad tiene cuatro pozos gigantescos, siempre frescos y profundos). Pero para mayor seguridad, Príamo ordenó hace tiempo que un afluente del río Simoi, que corre al norte de Ilión, fuera desviado por los canales fácilmente defendibles y los viaductos subterráneos hasta la ciudad. Los griegos tienen más problemas para obtener agua fresca que los residentes de Ilión, quienes técnicamente sufren un asedio.

La población de Ilión (probablemente la mayor de la Tierra en esta época) se ha duplicado desde que comenzó la guerra. Primero, para protegerse llegaron a la ciudad los granjeros y pastores y pescadores y otros ciudadanos de las llanuras de Ilión. Tras ellos llegaron los ejércitos de los aliados de Troya: no sólo los combatientes, sino a menudo sus esposas e hijos y sus padres y sus perros y su ganado.

Estos aliados pertenecen a grupos diferentes: los «troyanos» que no son de Troya misma, los dárdanos, y otros de las ciudades más pequeñas y zonas adyacentes de Ilión, como los leales soldados del monte Ida, que está al norte, en Licia. También están aquí los adrasteos y otros combatientes de lugares situados a muchas leguas al este de Troya, además de los pelasgos de Larisa, al sur.

De Europa han venido los tracios, payones y cicones. De las orillas meridionales del mar Negro han venido los halizones, que viven cerca del río Halis y están relacionados con los herreros chalibes de las antiguas leyendas. Se oyen en la ciudad canciones de campamento y maldiciones de los paflagos y etenos, un pueblo del norte del mar Negro, los probables tatarabuelos de los futuros venecianos. De Asia Menor han venido los desastrados misios; Enomo y Nastes son dos misios a los que he tratado y que, según Homero, morirán a manos de Aquiles en la batalla fluvial que tendrá lugar. Será una matanza tan terrible que no sólo el Escamandro fluirá rojo durante meses, sino que el río se atascará con los cadáveres de todos los hombres que Aquiles masacrará, incluidos los cuerpos de Nastes y Enomo.

También, reconocibles por sus salvajes cabellos y sus extrañas armas de bronce, y por su olor, están los frigios, mayones, carios y licios.

La ciudad está llena y maravillosamente viva y es estrepitosa todo el día, todos los días, a excepción de dos o tres horas. Es la ciudad más hermosa y más grande del mundo: de esta época o de cualquier época de la historia de toda la humanidad.

Pienso esto mientras yazgo desnudo junto a Helena de Troya, en su cama; las sábanas huelen a sexo y a nosotros, la brisa fresca entra a través de las hinchadas cortinas. En alguna parte un trueno ruge mientras se acerca la tormenta. Helena se agita y susurra mi nombre.

—Hock-en-beee-rry...

Entré en la ciudad a última hora de la tarde después de TCear desde el hospital de los dioses en el Olimpo, sabiendo que la musa me estaba buscando para matarme y que, si no me encontraba aquel día, Afrodita lo haría cuando saliera de su tanque de curación.

Tenía pensado mezclarme con los soldados que contemplaban la última de las batallas de aquel largo día (allí a lo lejos, al sol de la tarde, en medio del polvo, Diomedes seguía masacrando troyanos), pero cuando vi a Héctor regresar a la ciudad con sólo parte de su habitual retén, me morfeé en uno de los hombres que conocía (Dolón, un lancero y explorador de confianza, que pronto morirá a manos de Odiseo y Diomedes), y seguí a Héctor. El noble guerrero entró por las Puertas Esceas (las puertas principales de Ilión, hechas de fuertes planchas de roble y tan altas como diez hombres del tamaño de Ayax), y fue inmediatamente asaltado por las esposas e hijas de Troya, que le preguntaban por sus maridos e hijos y hermanos y amantes.

Vi el alto penacho rojo de Héctor atravesar la multitud de mujeres, su cabeza y sus hombros sobresaliendo del mar de rostros suplicantes, y lo vi cuando finalmente se detuvo para hablar a la creciente muchedumbre.

—Rezad a los dioses, mujeres de Troya —fue todo lo que dijo antes de girar sobre sus talones y encaminarse al palacio de Príamo. Algunos de sus soldados cruzaron las altas lanzas y le cubrieron la retirada conteniendo a la gimiente masa de mujeres troyanas. Yo me quedé con los últimos cuatro miembros de su guardia y en silencio acompañé a Héctor hasta el magnífico palacio de Príamo, construido ancho, como decía Homero, y brillante con sus porches y columnatas de mármol pulido.

Nos apoyamos contra la pared (las sombras de la tarde ya se arrastraban hacia los patios y dormitorios) y montamos guardia mientras Héctor se reunía brevemente con su madre.

—Nada de vino, madre —dijo, rechazando la copa que ella le había ordenado servir a un criado—. Ahora no. Estoy demasiado cansado. El vino podría menguar las pocas fuerzas que me quedan para la matanza que vendrá esta noche. Además, estoy cubierto de sangre y polvo y de toda la suciedad de la batalla. Me avergonzaría alzar una copa en honor a Zeus con unas manos tan sucias.

Other books

Brody by Vanessa Devereaux
Brody by Emma Lang
Elsinore by Jerome Charyn
The Old Vengeful by Anthony Price
Heat by Joanna Blake
Desperate Measures by Laura Summers
Appleby Plays Chicken by Michael Innes