Authors: Dan Simmons
La lucha empieza a girar alrededor de estos hombres caídos. El aqueo llamado Ayax (Ayax el Grande, el llamado Ayax Telamonio de Salamina, a quien no hay que confundir con Ayax el Pequeño que comanda a los locrisios), avanza, envaina su espada y utiliza su lanza para abatir a un troyano muy joven llamado Simoisio, que se había adelantado para cubrir la retirada de Agenor.
Justo una semana antes, en la seguridad amurallada de los tranquilos parques de Ilión, morfeado como el troyano Estenelo, yo había estado bebiendo vino y compartiendo historias con Simoisio. El muchacho de dieciséis años (que nunca llegó a casarse, ni a acostarse siquiera con una mujer) me había hablado que su padre, Antemión, le puso el nombre del río Simoi, que corre junto a su modesto hogar, a menos de un kilómetro de las murallas de la ciudad. Simoisio todavía no había cumplido seis años cuando las negras naves de los aqueos aparecieron por primera vez en el horizonte y, hasta hace unas semanas su padre se había negado a permitir que el sensible muchacho se uniera al ejército ante las murallas de Ilión. Simoisio me confesó que le aterraba morir: no tanto por la muerte en sí, dijo, sino por morir antes de tocar el pecho de una mujer o sentir cómo era estar enamorado.
Ahora Ayax el Grande suelta un grito y arroja su lanza, haciendo a un lado el escudo de Simoisio y alcanzando el pecho del muchacho por encima de la tetilla derecha, destrozándole el hombro y haciendo asomar la punta de bronce hasta que sobresale un palmo tras la espalda del muchacho. Simoisio cae de rodillas y se queda mirando asombrado: primero a Ayax y luego la lanza que sobresale de su pecho. Ayax el Grande coloca su pie calzado con sandalias sobre la cara de Simoisio y libera la lanza, permitiendo que el cuerpo del muchacho caiga de cara en el polvo empapado de sangre. Ayax el Grande se golpea la coraza y ruge para que sus hombres le sigan.
Un troyano llamado Antífo, apenas a veinte pasos de distancia, arroja su lanza contra Ayax el Grande. La lanza falla su objetivo pero alcanza en la ingle a un aqueo llamado Leuco mientras éste ayuda a Odiseo a despojar el cadáver de otro capitán troyano. La lanza atraviesa la ingle de Leuco y sale por su ano, la punta arrastra rizos de colon e intestino gris y rojo. Leuco cae sobre el cadáver del capitán troyano pero vive otro terrible momento, agitándose, agarra la lanza y trata de arrancarla de su ingle pero sólo consigue verter más entrañas sobre su propio regazo. Mientras tira de la lanza, Leuco grita y tira también del brazo ensangrentado de su amigo Odiseo.
Leuco muere por fin, los ojos vidriosos, una mano agarrada a la lanza de Antífo y la otra todavía sujeta a la muñeca de Odiseo. Éste se zafa de la tenaza del muerto y se da media vuelta, los ojos oscuros ardiendo bajo el borde de su casco de bronce, y busca un enemigo: cualquier enemigo. Odiseo arroja su lanza y corre tras ella. Más aqueos lo siguen hacia la brecha que abre entre las líneas teucras.
La primera lanzada de Odiseo mata a Democoonte, hijo bastardo del rey de Troya, Príamo. Yo estaba en la ciudad hace nueve años, la mañana en que Democoonte llegó para ayudar a defender Ilión. Era voz común que Príamo había puesto al joven a cargo de su famoso establo de caballos de carreras en Abidos, una ciudad situada al noreste de Troya, en la orilla sur del Helesponto, para mantenerlo apartado de la vista de su esposa y sus hijos legítimos. Los caballos de Abidos eran los más rápidos y más hermosos del mundo, y se decía que Democoonte consideraba un honor ser considerado jefe de los establos a una edad tan temprana. Ahora, ese joven troyano está a punto de volver la cabeza hacia el enloquecido grito de guerra de Odiseo cuando la punta de la broncínea lanza lo alcanza en la sien izquierda y atraviesa su cabeza y sale por la sien derecha, derribándolo al suelo y clavando su cráneo destrozado en el costado de un carro volcado. Democoonte nunca supo qué lo golpeó.
Los teucros se retiran ahora, replegándose ante la furia de Odiseo y Ayax el Grande, tratando de arrastrar consigo a sus nobles muertos si es posible, abandonándolos cuando no.
Héctor, el más grande luchador de Ilión y también el hombre más honrado, salta de su carro y se bate en retirada, intentando instar a los troyanos para que aguanten, pero el ataque aqueo es demasiado fuerte e incluso Héctor cede terreno, mientras urge a los hombres a mantener la disciplina. Los troyanos luchan y se revuelven y arrojan sus lanzas mientras se retiran.
Morfeado como un lancero troyano poco importante, me repliego más rápido que la mayoría, manteniéndome fuera del alcance de las lanzas, sin temor a ser considerado un cobarde. Antes, me cubrí de la vista de los mortales y empecé a avanzar hacia donde pudiera ver a Atenea tras las líneas aqueas (pronto se le unió Hera, ambas diosas invisibles para los hombres), pero la lucha estalló demasiado rápidamente y su escalada fue demasiado feroz, así que dejé las líneas del frente tras la caída de Equepolo, confiando en que mi visión ampliada y el micrófono direccional me mantengan en contacto con los acontecimientos.
De repente todo se congela. El aire se espesa. Las lanzas se paran en el aire, la sangre cesa de manar. Los hombres a quienes les faltan segundos para morir obtienen una moratoria de la que nunca sabrán mientras todo sonido cesa, todo movimiento se detiene.
Los dioses juegan otra vez con el tiempo.
Apolo llega primero, su carro TCeándose en existencia no lejos de Héctor. Luego el dios de la guerra, Ares, aparece, habla furioso con Atenea y Hera un minuto; usa su propio carro para sobrevolar las líneas de batalla y aterriza cerca de Apolo. Afrodita se reúne con ellos, mira hacia mí (hacia donde yo finjo estar petrificado en mi sitio como los demás mortales) durante apenas un instante antes de sonreír y hablar a sus dos aliados en el amor a los troyanos, Ares y Apolo. La miro por el rabillo del ojo mientras la diosa señala y gesticula hacia el campo de batalla como un George Patton de tetas grandes.
Los dioses han venido a luchar.
Apolo alza la mano, el sonido regresa con estrépito, el tiempo comienza de nuevo como un
tsunami
de polvo y movimiento, y la matanza se reemprende con furor.
Ada, Harman y Hannah esperaron los dos días que se consideraban habitualmente el mínimo intervalo decente tras una visita a la fermería, y luego faxearon hasta Cráter París para encontrar a Daeman. Era tarde y estaba oscuro y hacía frío allí, y (lo descubrieron en cuanto salieron de debajo de la fachada del León Guardado del fax-nódulo) estaba lloviendo. Harman les encontró un barouche cubierto y un voynix tiró de ellos a lo largo del lecho de un río seco lleno de cráneos blancos, dejando atrás kilómetros de edificios desmoronados.
—Nunca he estado en Cráter París —dijo Hannah. A la joven, apenas a dos meses de su Primer Veinte, no le gustaban las grandes ciudades. CP era uno de los fax-nódulos más poblados de la Tierra, con unos 25.000 residentes semipermanentes.
—-Es un motivo por el que nos faxeé al nódulo del León Guardado en vez de a un puerto llamado Hotel Inválido, que está más cerca de donde vive Daeman —dijo Ada—. Todo en esta ciudad es antiguo. Merece la pena tomarse tiempo para echar un vistazo.
Hannah asintió, pero vacilante. Hilera tras hilera, los edificios de piedra y acero, la mayoría cubiertos de brillante siempreplas, parecían vacíos y oscuros y resbaladizos con la lluvia. Los servidores y los brilloglobos flotaban aquí y allá por las calles oscuras, los voynix permanecían quietos y silenciosos en las esquinas, pero se veían muy pocos humanos. Claro que como señalo Harman, eran más de las diez de la noche. Incluso una ciudad tan cosmopolita como Cráter París tenía que dormir.
—Esto sí que es interesante —dijo Hannah, señalando hacia la estructura que se alzaba unos trescientos metros sobre la ciudad.
Harman asintió.
—Es de principios de la Edad Perdida. Algunos dicen que es tan antigua como Cráter París, tal vez incluso tan antigua como la ciudad que había aquí antes del cráter. Es un símbolo de la ciudad y de la gente que la construyó hace mucho tiempo.
—Interesante —repitió Hannah. De trescientos metros de altura, la burda reproducción de una mujer desnuda parecía hecha de algún polímero claro. La cabeza quedaba a veces oculta por nubes bajas, y luego era brevemente visible, y Hannah vio que su rostro carecía de rasgos a excepción de una mueca abierta entre labios rojos. Negros muelles retorcidos de quince metros de longitud caían en espiral como rizos desde la cabeza esférica. Las piernas estaban abiertas, los pies ocultos tras los oscuros edificios del oeste, pero los muslos abultaban tan gruesos y anchos como Ardis Hall. Los pechos eran enormes, globulares, caricaturescos; se llenaban y se vaciaban alternativamente con líquido rojo foto luminiscente que hervía y cuyos niveles ahora subían y ahora bajaban en cascada por el interior del vientre y las piernas y luego subían de nuevo por los brazos levantados y el rostro sonriente. La luz brillante del vientre y los pechos y los enormes glúteos teñía de un rojo rubí la parte superior de una estructura más alta que rodeaba el cráter.
—¿Cómo se llama? —pregunto Hannah.
—
La Putain énorme
—dijo Ada.
—¿Qué significa?
—Nadie lo sabe —dijo Harman. Ordenó al voynix que girara a la izquierda en un puente desvencijado y luego pasara a lo que una vez fue una isla cuando el agua fluía en el río de cráneos secos, hacia las ruinas de un edificio que una vez debió de ser bastante grande. Ahora una baja cúpula resplandeciente de luz púrpura se alzaba dentro de las paredes caídas como un huevo extraño en un nido de piedras dispersas.
—Espera aquí —le dijo Harman al voynix, y condujo a las dos mujeres entre las ruinas hacia la cúpula transparente.
Una losa de piedra blanca de unos dos metros de altura se alzaba en el centro del lugar. Había canalillos en la base de la losa y canales en el suelo de piedra. Detrás y por encima de la losa se alzaba una burda estatua de un hombre desnudo, tallada en la misma roca blanca. El hombre empuñaba un arco con una flecha encajada.
—Esto es mármol —dijo Hannah, pasando la mano por la superficie del bloque. Entendía de piedras—. ¿Qué es este lugar?
—Un templo a Apolo —contestó Harman.
—-He oído hablar de estos nuevos templos —dijo Ada—, pero nunca había visto ninguno. Me pareció raro: unos cuantos altares en los bosques, como una especie de broma o algo así.
—Hay templos como éste por todo Cráter París y en las otras grandes ciudades —dijo Harman—. Templos en honor a Atenea, Zeus, Ares... todos los dioses de las historias de los turín.
—Los canalillos y canales... —empezó a decir Hannah.
—Para que corra la sangre de los animales sacrificados —dijo Harman—. Sobre todo ovejas y ganado vacuno.
Hannah se apartó de la losa y se cruzó de brazos.
—La gente no... matará los animales, ¿no?
—No —respondió Harman—. Tienen a los voynix para hacer eso. Hasta ahora.
Ada se quedó en la puerta abierta. La lluvia caía por el brillante portal, convirtiéndolo en una cascada teñida de púrpura.
—¿Que era este sitio... antes? Las ruinas.
—Estoy seguro de que era un templo de la Edad Perdida —dijo Harman.
—¿A Apolo? —Hannah estaba rígida, los brazos cruzados con fuerza contra su cuerpo.
—No lo creo. Entre los escombros de por aquí hay trozos y piezas de estatuas: no son dioses, ni personas, ni voynix... no del todo... son demonios, creo. Una antigua palabra era «gárgola»... pero no estoy seguro de lo que significa.
—Salgamos de aquí —dijo Ada—. Vamos a buscar a Daeman.
Cruzando el río de cráneos y al oeste de nuevo hacia el cráter, los amplios bulevares terminaban donde los edificios de la Edad Perdida estaban coronados por estructuras más nuevas y más altas, algunas muy nuevas, probablemente de menos de mil años de antigüedad, un entramado de negro buckylazo y tribambúes brillantes por la lluvia. Hannah activó una función para encontrar a Daeman, y el rectángulo de luz flotante sobre su palma izquierda brilló ahora en ámbar, ahora en rojo, luego de nuevo en verde mientras tomaban escaleras y ascensores de un nivel de calle a un nivel de entresuelo, de un nivel de entresuelo a la explanada colgante de quince pisos sobre los antiguos tejados, luego hacia arriba desde el nivel de las explanadas hasta los pabellones residenciales. Hannah se detuvo a mirar en el raíl de la explanada, hipnotizada como la mayoría de los visitantes la primera vez que contemplaban el ojo rojo sin parpadear a kilómetros y kilómetros por debajo en el círculo negro sin fondo del cráter; Ada tuvo que apartarla agarrándola por el codo y la condujo al siguiente ascensor y a la escalera.
Sorprendentemente, fue una persona, no un servidor, quién respondió a la puerta de la domi de Daeman. Ada presentó a su grupo, y la mujer, que parecía estar a mitad de la cuarentena como les pasaba a todos los tres y cuatro Veintes, se identificó como Marina, la madre de Daeman. Los condujo por pasillos cálidamente pintados y por escaleras interiores y a través de salas comunes hasta las zonas privadas del lado del cráter del complejo de domi.
—El servidor trajo el mensaje de que veníais, por supuesto —dijo Marina, deteniéndose ante una hermosa puerta de caoba tallada—, pero no se lo he dicho a Daeman. Todavía está... perturbado... por el accidente.
—¿Pero no lo recuerda, verdad? —dijo Harman.
—Oh, no, por supuesto que no —respondió Marina. Era una mujer atractiva y Ada notó el parecido con su hijo en el pelo rojo y la constitución agradablemente fornida—. Pero ya sabe lo que se dice de esas cosas... las células recuerdan.
Pero si no son las mismas células
, pensó Ada. No dijo nada.
—¿Trastornará a Daeman el hecho de vernos? —preguntó Hannah. A Ada le pareció más curiosa que preocupada.
Marina hizo un gracioso movimiento de indiferencia con la mano, como diciendo «ya veremos». Llamó a la puerta y la abrió cuando la voz apagada de Daeman los invitó a pasar.
La habitación era grande y estaba tapizada con telas de ricos colores, tapices de seda flotantes y cortinas de encaje alrededor de la zona donde dormía Daeman, pero la pared del fondo era toda de cristal y daba a un porche privado. Las lámparas de la amplia habitación emitían una luz tenue, pero la ciudad brillantemente iluminada de más allá del balcón se curvaba a ambos lados, y constelaciones de linternas, globos de luz y suaves luces eléctricas eran visibles a un kilómetro de distancia en el cráter oscuro. Daeman estaba sentado en un cómodo sillón junto a la ventana sacudida por la lluvia, contemplando el panorama como si reflexionase. Parpadeó al ver a Ada, Harman y Hannah, pero luego les indicó que se acercaran al círculo de muebles blandos. Marina se excusó y cerró la puerta tras ella mientas los tres tomaban asiento. Las puertas de cristal estaban abiertas y el frío aire que entraba a través de las pantallas olía a lluvia y bambú mojado.