Ilión (33 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
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Andrómaca corrió por el parapeto y se abalanzó hacia su esposo, los pies girando en el aire cuando él la levantó en vilo y le devolvió el abrazo. El pulido casco de bronce de Héctor resplandeció en el dorado sol de la tarde. Otros soldados y las preocupadas esposas que había en la muralla se apartaron para que su líder y la esposa de éste tuvieran un poco de intimidad. Sólo el aya de Andrómaca, con el bebé de un año en brazos, se quedó cerca de la pareja.

Yo podría haber escuchado su conversación con mi bastón teledirigido, pero decidí observar el movimiento de sus bocas y estudiar sus expresiones. Después del arrebato de alivio al ver a su esposo guerrero vivo e ileso, Andrómaca frunció el ceño y empezó a hablar rápida, urgentemente. Recordé del relato de Homero, en líneas generales, lo que estaba diciendo: hacía un resumen de sus penalidades, de su soledad después de que Aquiles asesinara a su padre y sus hermanos. Leyéndole los labios capté algunas de las palabras que dijo:

—Tú eres ahora mi padre, Héctor, y mi noble madre también. Ahora eres mi hermano, mi amor. ¡Y también eres mi marido, joven y cálido y viril y vivo! ¡Apiádate de mí, esposo mío! No me abandones. No vuelvas a las llanuras de Ilión a morir allí y a dejar que arrastren tu cadáver tras un carro aqueo hasta que la carne se te suelte de los huesos. ¡Quédate aquí! Combate
aquí
. Protege nuestra ciudad luchando en la torre,
aquí
.

—No puedo —dijo Héctor, el casco destellando mientras negaba lentamente con la cabeza.

—Sí que puedes —vi decir a Andrómaca, el rostro retorcido de amor y miedo—. Tienes que hacerlo. Acerca tus ejércitos a ese cabrahigo, ¿lo ves? Ahí es donde nuestra amada Ilión es más vulnerable al ataque. Tres veces han intentado ya los argivos abrirse paso por ese punto, esperando derrotar nuestra ciudad, tres veces sus mejores guerreros se han abierto camino... los dos Ayax, el Mayor y el Menor, Idomeneo y el terrible Diomedes. Tal vez algún oráculo les mostró nuestras debilidades. ¡Combate
aquí
, esposo mío! ¡Protégenos
aquí
!

—No puedo.

—Puedes —exclamó Andrómaca, zafándose de su abrazo—. ¡Pero no quieres!

—Sí —vi decir a Héctor—. No quiero.

—¿Sabes qué me sucederá, noble Héctor, cuando mueras tu noble muerte y te conviertas en comida para los perros aqueos? —Vi a Héctor dar un respingo, pero guardó silencio—. ¡Me convertirán en la puta de algún sudoroso comandante griego! —gritó Andrómaca, tan fuerte que la oí a media manzana de distancia-—. ¡Me llevarán a Argos como botín, como esclava de Ayax el Grande o Ayax el Pequeño o el terrible Diomedes o algún capitán menos importante que me follará a su capricho!

—Sí —dijo Héctor, la mirada dolorida pero firme—. Pero yo estaré muerto, y la tierra que me cubra apagará tus gritos.

—Sí, oh, sí —gimió Andrómaca, sollozando y riendo ahora al mismo tiempo—. El noble Héctor estará muerto. Y su hijo, a quien todos los ciudadanos de Ilión llaman Astianacte, «Señor de la Ciudad», será esclavo de los cerdos aqueos, vendido y apartado de su madre esclava y puta. ¡Ése será tu noble legado, oh, noble Héctor!

Y Andrómaca hizo acercarse al aya y agarró al niño, alzándolo como un escudo entre Héctor y ella.

VÍ el dolor en el rostro de Héctor, que extendió sin embargo las manos para coger al niño pequeño.

—Ven aquí, Escamandrio —dijo Héctor, llamando a su hijo por su nombre en vez de por el apodo que le había puesto la gente de la ciudad.

El niño se asustó y empezó a llorar. Pude oír su llanto desde mi atalaya en la torre, a media docena de tejados de distancia.

Era el casco. El casco de Héctor. Bronce pulido y resplandeciente, manchado de sangre y suciedad, reflejaba la luz del sol y el distorsionado parapeto y al niño mismo. El casco con su flameante cresta roja de crin de caballo y sus monstruosamente brillantes guardas de metal que se curvaban alrededor de los ojos de Héctor y le cubrían la nariz.

El niño lloró y se acurrucó contra su madre, temeroso de su padre.

En ese momento, cabía esperar que Héctor se sintiera devastado: ¿No recibiría un último abrazo de su hijo? Pero el guerrero echó atrás la cabeza y rió con ganas largamente. Al cabo de un momento, Andrómaca se rió también.

Héctor se quitó el casco de batalla de la cabeza y lo depositó sobre la muralla, donde ardió a la luz del sol poniente. Luego alzó a su hijo, abrazándolo y lanzándolo al aire y recogiéndolo hasta que el crío chilló, no de terror sino de placer. Sosteniendo a su hijo en el hueco de su fuerte brazo derecho, Héctor atrajo a Andrómaca hacia sí con el izquierdo.

Todavía sonriendo, Héctor alzó el rostro al cielo.

—¡Zeus, óyeme! ¡Todos vosotros, inmortales, oídme!

Todos los guardias y mujeres de la muralla habían guardado silencio. Las calles se acallaron con una extraña calma. Pude oír la fuerte voz de Héctor a manzanas de distancia.

—Conceded a este niño, mi hijo, a quien tanto amo, que pueda ser como yo: el primero en la gloria entre troyanos y hombres! ¡Fuerte y valiente como yo, Héctor, su padre! Y conceded, oh, dioses, que Escamandrio, hijo de Héctor, pueda gobernar toda Ilión con poder y gloria algún día y que todos los hombres digan: «Es mejor que su padre.» Ésta es mi plegaría, oh, dioses, y no pido otra cosa para mí.

Y con esto, Héctor devolvió el niño a Andrómaca, los besó a ambos y dejó la muralla para volver al campo de batalla.

Admito que las horas posteriores a la despedida de Héctor y su esposa fueron tristes para mí. No me animó precisamente el hecho de saber que, al año siguiente, Andrómaca, en efecto, sería arrancada de la ciudad incendiada y llevada a una tierra donde sería esclava de otros hombres. Ni tampoco contribuyó a alegrarme saber que el aqueo que la capturará (Pirro, destinado a convertirse en antepasado de los reyes de la tribu eperiota y a tener una tumba de héroe en Delfos) arrancaría al hijo de Héctor, Escamandrio (llamado Astianacte, «Señor de la Ciudad», por los residentes de Ilión), del pecho de su ama y lo arrojaría desde las altas murallas a una sangrienta muerte. El mismo Pirro asesinará al padre de Héctor y París, el rey Príamo, en el altar de Zeus en su propio palacio. La Casa de Príamo se extinguirá en una noche. La idea es deprimente.

Esto no es ninguna excusa para lo que hice a continuación, pero lo explica en parte.

Deambulé por las calles de Ilión hasta el anochecer y después de él, sintiéndome más solo y deprimido que en los nueve años que llevo aquí como escólico. Todavía iba vestido de lancero troyano (preparado para ponerme el Casco de Hades en un segundo, el medallón TC listo para escapar al instante) y de pronto me encontré de vuelta en el complejo de Helena. Confieso que había ido allí a menudo a lo largo de los años, sacando tiempo entre mis observaciones escólicas, acudiendo en secreto a la ciudad y a este palacio sólo para tener la oportunidad de verla a ella... de ver a Helena, la mujer más hermosa y atractiva del mundo. ¿Cuántas veces me había quedado al otro lado de la calle del complejo, embobado como un chiquillo enamorado y esperando a que las luces se encendieran en los apartamentos y terrazas superiores, esperando poder ver siquiera un atisbo de aquella mujer?

De repente mi embeleso nocturno fue interrumpido por una visión más aterradora: un carro volador que sobrevolaba lentamente las calles y tejados, invisible para los ojos mortales pero visible gracias a mi visión ampliada. Inclinada sobre la barandilla, escrutando las calles, iba mi musa. Yo nunca la había visto sobrevolar la ciudad ni las llanuras de Ilión hasta entonces. Supe que me estaba buscando.

Me puse el Casco de Hades en un periquete para ocultarme (esperaba) de dioses y hombres. La tecnología debió de funcionar. El carro de la musa flotó a menos de treinta metros de mi cabeza sin reducir nunca su velocidad.

Cuando el carro pasó de largo, trazando círculos sobre el mercado central situado a una docena de manzanas al este, activé los remaches de mi arnés de levitación. Todos los escólicos van equipados con estos arneses, pero los usamos en contadas ocasiones. A menudo, después de un día de confusa lucha en el campo de batalla, había empleado el arnés de levitación para alzarme sobre el campo de batalla, obtener una imagen general de la situación táctica y luego volar a Ilión (aquí, a casa de Helena, para ser sinceros) con la esperanza de verla, unos minutos antes de TCear de vuelta al Olimpo y mis barracones.

Ahora no. Me alcé sobre la calle, invisible mientras volaba por encima de los lanceros que montaban guardia en la entrada principal del complejo de Paris y Helena, crucé la alta muralla y aterricé sobre uno de los balcones del patio interior, ante las estancias privadas de la pareja. Con el corazón redoblando, atravesé la puerta abierta y las hinchadas cortinas. Mis sandalias casi no hacían ruido sobre el suelo de piedra. Los perros del complejo deberían de haberme detectado (el Casco de Hades no disfrazaba el olor), pero todos rondaban por la planta baja y en el patio exterior, no aquí, donde vivía la pareja real.

Helena estaba en la bañera. Tres criadas la atendían, sus pies descalzos dejaban marcas húmedas en los escalones de mármol mientras subían y bajaban agua caliente. Unas cortinas de gasa rodeaban el baño en sí, pero como los trípodes de los braseros y las lámparas colgantes estaban dentro de su perímetro, el fino material de la cortina no ponía ningún obstáculo a la vista. Todavía invisible, me quedé ante el suave tejido y contemplé a Helena mientras se bañaba.

Así que éstas son las tetas que lanzaron mil naves
, pensé, e inmediatamente me maldije por ser tan capullo.

¿He de describirla? ¿He de explicar por qué el calor de su belleza, su belleza desnuda, puede conmover a los hombres a través de más de tres mil años de frío tiempo?

Creo que no... y no por discreción o decoro. La belleza de Helena está más allá de mis pobres poderes de descripción. Habiendo visto tantos pechos de mujer, ¿había algo único en los suaves, rotundos pechos de Helena? ¿O algo más perfecto en el triángulo de vello púbico entre sus muslos? ¿O más excitante en torno a sus muslos pálidos y musculosos? ¿O más sorprendente en sus glúteos blancos y lechosos y su fuerte espalda y sus pequeños hombros?

Claro que sí. Pero yo no soy el hombre que pueda contaros esa diferencia. Fui un intelectual de poca monta y (en mi fantasía sobre mi vida perdida) tal vez novelista. Haría falta un poeta superior a Homero, superior a Dante, superior a Shakespeare para hacer justicia a la belleza de Helena.

Salí de la habitación, al fresco de la terraza vacía de su dormitorio, y toqué el delgado brazalete que me permitía morfearme en otras personas. El panel de control del brazalete sólo brillaba cuando yo lo requería, pero habló a mi pulgar con símbolos e imágenes. En él estaban almacenados los datos para morfearme en todos los hombres que había registrado en los últimos nueve años. Teóricamente, podría haberme morfeado en una mujer, pero nunca había encontrado ningún motivo para hacerlo y, desde luego, no lo encontré esa noche.

Tienen que comprender algo sobre la facultad de morfearse: no es reformar las moléculas y el acero y la carne y el hueso para que adopten forma. No tengo ni idea de cómo funciona, aunque un escólico de corta vida del siglo XXI llamado Hayakawa trató de explicarme su teoría hace unos cinco o seis años. Hayakawa no dejaba de insistir en la conservación de materia y energía (sea lo que sea eso), pero yo no presté atención a esa parte de su explicación.

Evidentemente, morfear funciona a nivel cuántico. ¿Qué no lo hace con estos dioses? Hayakawa me pidió que imaginara a todos los seres humanos que hay aquí, incluyéndonos a él y a mí, como ondas de probabilidad firmes. A nivel cuántico, dijo, los seres humanos (y todo lo demás en el universo físico) existen de instante en instante como una especie de frente de ola que se colapsa: las moléculas, la memoria, las viejas cicatrices, las emociones, los pelos, el aliento cervecero, todo. Estas bagatelas que nos dieron los dioses registraban las ondas de probabilidad y nos permitían interrumpir y almacenar los originales y, durante algún tiempo, mezclar nuestras ondas de probabilidad con las almacenadas, llevando nuestros propios recuerdos y nuestra voluntad a un nuevo cuerpo cuando nos morfeamos. Por qué esto no violaba la amada conservación de la masa y energía de Hayakawa, no lo sé... pero él seguía insistiendo en que no lo hacía.

Debido a esta usurpación de forma y acción de otra persona, los escólicos casi siempre morfeábamos en figuras menores de la guerra de Troya: lanceros como el guardia sin nombre cuya forma yo había adoptado esta tarde. Si me convirtiera en Odiseo, digamos, o en Héctor o Aquiles o Agamenón, nos pareceríamos por fuera, pero la conducta sería la nuestra propia (muy inferior al carácter heroico de la persona real) y cada minuto que usáramos su forma llevaríamos los acontecimientos reales más y más lejos de esta realidad desplegada que corre paralela a la
Ilíada
.

No tengo ni idea de dónde iba la persona real cuando nos morfeábamos en ella. Tal vez la onda de probabilidad de esa persona simplemente flotaba a nivel cuántico, sin colapsarse en lo que llamamos realidad hasta que nosotros abandonábamos su forma y su voz. Tal vez la onda de probabilidad se almacenaba en el artilugio que llevábamos o en alguna máquina o en alguna botella de los dioses en el monte Olimpo. No lo sé y no me importa demasiado. Una vez le pregunté a Hayakawa, poco antes de que molestara a la musa y desapareciera para siempre, si podíamos usar el brazalete morfeador para convertirnos en uno de los dioses. Hayakawa se echó a reír y dijo: «Los dioses protegen sus ondas de probabilidad, Hockenberry. Yo no intentaría jugar con ellos.»

Ahora activé el brazalete y repasé los cientos de hombres que había registrado hasta que encontré el que quería:
Paris
. Es probable que la musa hubiera acabado con mi existencia de haber sabido que yo había escaneado a Paris para morfearlo en el futuro. Los escólicos no interfieren.

¿Dónde está París ahora mismo?
Con el pulgar sobre el icono activador, traté de recordar. Los acontecimientos de esta tarde y esta noche (la confrontación entre Héctor y Paris y Helena, el encuentro de Héctor y su esposa y su hijo en las murallas) todo ocurría casi al final del Canto Sexto de la
Ilíada
. ¿No?

No podía pensar. Me dolía el pecho de soledad. La cabeza me daba vueltas, como si hubiera estado bebiendo toda la tarde.

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