Authors: Dan Simmons
—¿Qué...? —empezó a decir Hannah.
—Aves Terroríficas —dijo Savi—.
Phorushacos
. Después del rubicón, los ARNistas tuvieron unos cuantos siglos locos para jugar. Es adecuado, ya que las auténticas Aves Terroríficas deambularon por estas llanuras y montañas hace unos dos millones de años, pero esa clase de mierda, como vuestros dinosaurios al norte, crea el caos en la ecología. Los posts prometieron limpiarlo todo durante el Hiato del último fax, pero no lo hicieron.
—¿Qué es un arnista? —preguntó Ada. Los animales (las aves terroríficas de pico rojo y las presas por igual) se habían perdido ya de vista tras ellos. Rebaños mayores de animales más grandes eran visibles ahora al oeste, acechados por seres parecidos a tigres. El sonie remontó el vuelo y se dirigió al pie de las colinas.
Savi suspiró, como si estuviera cansada.
—Artistas del ARN. Independientes de la recombinación. Rebeldes sociales y bromistas graciosos con tanques regen-piratas y secuenciadores.
Miró a Ada, luego a Harman, luego a Daeman y Hannah.
—-No importa, hijos —dijo.
Volaron otros quince minutos sobre bosques brumosos y luego giraron al oeste para aproximarse a una cadena montañosa. Las nubes se movían en torno a los picos de las montañas, bajo ellos, y la nieve se agitaba alrededor del sonie, pero de algún modo el campo de fuerza mantenía los elementos a raya.
Savi tocó la imagen brillante, el sonie perdió velocidad y viró al oeste, hacia el sol poniente. Iban a mucha altura.
—¡Oh, cielos! —exclamó Harman.
Ante ellos, dos afilados picos se alzaban a cada lado de una estrecha horquilla cubierta de terrazas de hierba y ruinas verdaderamente antiguas, muros de piedra sin techo.
Un puente (también de la Edad Perdida pero obviamente no tan antiguo como las ruinas de piedra), corría desde uno de los afilados picos en forma de diente hasta el otro, por encima de las ruinas. No había ninguna carretera más allá del puente colgante (la autopista terminaba en una pared de roca a ambos lados) y los cimientos estaban hundidos en la roca entre las ruinas.
El sonie sobrevoló el lugar.
—Un puente colgante —susurró Harman—. He leído sobre ellos.
Ada era buena estimando el tamaño de las cosas, y supuso que el puente medía casi kilómetro y medio de longitud, aunque la pasarela se había roto en una docena de sitios; dejaba ver sus tripas oxidadas y el vacío. Supuso que las dos torres (con restos de antigua pintura naranja pero casi por completo cubiertas de óxido) medían más de doscientos cincuenta metros. La cima de cada una de ellas sobrepasaba las montañas de los extremos. Las torres dobles estaban verdes debido a algo que parecía ser hiedra desde la distancia, pero cuando el sonie se acercó, Ada vio que era artificial: burbujas verdes y escaleras y parches de material flexible parecido al cristal se enroscaban en torno a las torres y los pesados cables de suspensión, incluso en torno a los cables de apoyo, y colgaban libres sobre la carretera destrozada. Las nubes bajaban desde el alto pico y se mezclaban con la bruma que se alzaba de los profundos cañones bajo las ruinas de la cima, enroscándose y rebulléndose en torno a la torre sur y oscureciendo la carretera y los cables colgantes de allí.
—¿Tiene nombre este lugar? —preguntó Ada.
—La Puerta Dorada de Machu Picchu —dijo Savi, mientras tocaba los controles para acercarse.
—Y eso, ¿qué significa? —preguntó Daeman.
—No tengo ni idea —respondió Savi.
El sonie circundó la torre norte (naranja oscuro y óxido viejo bajo la brillante luz de sol más allá de las nubes) y flotó lenta, cuidadosamente, hasta la cima, donde se posó sin ningún sonido.
El campo de fuerza se apagó. Savi asintió y todos salieron, se desperezaron, miraron alrededor. El aire era frío y muy ligero.
Daeman se acercó al oxidado borde de la cima de la torre y se asomó. Como había nacido y había crecido en Cráter París, no tenía miedo a las alturas.
—Yo en tu lugar procuraría no caerme —dijo Savi—. Aquí no hay ninguna fermería de rescate. Si te mueres lejos de los fax-nódulos, te quedas muerto.
Daeman retrocedió apresuradamente, tanto que casi se cayó en su prisa por apartarse del borde.
—¿Qué dices?
—Digo lo que digo —respondió Savi, echándose la mochila al hombro—. Aquí no hay ninguna fermería. Intenta permanecer vivo hasta que vuelvas.
Ada miró hacia arriba, donde ambos anillos eran visibles en el cielo azul.
—Creía que los posthumanos podían faxearnos desde cualquier parte si nosotros... nos metíamos en problemas.
—A los anillos —dijo Savi, la voz monótona—. Donde la fermería os cura.
—Sí —dijo Ada débilmente.
Savi negó con la cabeza.
—No hay ninguna fermería en los anillos. Y no son los posts los que os faxean cuando sucede algo malo para reconstruiros. Es todo un mito. Propaganda. O, con más franqueza: caca de la vaca.
Harman abrió la boca para hablar pero fue Daeman quien lo hizo.
—Yo estuve allí —dijo furioso—. En la fermería. En los anillos.
—En la fermería, sí —dijo Savi—. En los anillos, no. No te curaron los posthumanos. Si están allí arriba, les importas un rábano. Y no creo que estén allí ya.
Los cuatro se encontraban en la oxidada cima de la torre, a más de doscientos metros sobre la carretera destruida, a trescientos metros por encima de la garganta verde y las ruinas de piedra.
El viento que llegaba de los picos más altos los azotaba y les agitaba el pelo.
—Después de nuestro último Veinte, subimos a unirnos a los posts... —empezó a decir Hannah, con un hilo de voz.
Savi se echó a reír y los condujo hacía un irregular glóbulo de cristal situado en el extremo oeste de la cima de la antigua torre.
Había habitaciones y antesalas y escaleras que descendían y escaleras móviles petrificadas y habitaciones más pequeñas a la salida de las cámaras principales. A Ada le pareció extraño que el cielo y las torres anaranjadas y los cables colgantes y los retazos de jungla y carretera de abajo no se vieran teñidos de verde a través del material y que la luz del sol no se filtrara verdosa, pues el cristal verde, de algún modo, dejaba pasar bien los colores.
Savi los condujo de un módulo verde a otro, de un lado de la torre bifurcada a otro, a través de finos tubos que tendrían que haberse agitado con la fuerte brisa, pero no lo hacían. Algunas de las cámaras se extendían nueve o diez metros más allá de la torre, y Ada no tenía ni idea de cómo el glóbulo verde estaba unido al acero y el hormigón.
Algunas de las habitaciones estaban vacías. En otras había... artefactos. Una serie de esqueletos de animales se recortaban contra las montañas en una sala. En otra, lo que parecían ser réplicas de máquinas ocupaban mostradores y colgaban de alambres. En otra más, cubos de plexiglás contenían fetos de un centenar de criaturas, ninguna de ellas humana, aunque inquietantemente parecidas a los humanos. En otra sala, deslucidos hologramas de campos estelares y anillos se movían a través de los observadores.
—¿Qué es esto? —preguntó Harman.
—Una especie de museo —dijo Savi—. Creo que faltan las exposiciones más importantes.
—¿Creado por quién? —preguntó Harman.
Savi se encogió de hombros.
—No creo que por los posts. No lo sé. Pero estoy segura de que el puente (o el original de este puente, puede que sea una réplica) se alzó una vez sobre las aguas cerca de una ciudad de la Edad Perdida en lo que era entonces la costa oeste del continente situado al norte de aquí. ¿Has oído alguna vez algo parecido, Harman?
—No.
—Tal vez lo he soñado —dijo Savi con una risotada triste—. La memoria me juega malas pasadas después de todos estos siglos de sueño.
—Mencionaste antes que habías dormido durante siglos —dijo Daeman, en un tono que a Ada le pareció brusco—. ¿A qué te referías?
Savi los había conducido por una larga escalera de caracol dentro del tubo de cristal verde sujeto entre los cables de suspensión, y ahora indicó una hilera de algo que parecían ser ataúdes de cristal.
—Una forma de criosueño —dijo—. Sólo que no es frío... lo cual es una estupidez, porque eso es lo que significa «crio» originalmente. Algunas de estas crisálidas todavía funcionan, todavía congelan el movimiento molecular. No mediante frío, sino mediante una especie de microtecnología que extrae energía del puente.
—¿Del puente? —dijo Ada.
—Todo esto es un receptor de energía solar —explicó Savi—. O al menos las partes verdes lo son.
Ada contempló los polvorientos ataúdes de cristal y trató de imaginar dormirse dentro de uno de ellos y esperar... ¿qué? ¿Años antes de despertar? ¿Décadas? ¿Siglos? Se estremeció.
Savi la estaba mirando y Ada se sonrojó. Pero Savi sonrió. Una de sus sonrisas sinceramente divertidas, pensó Ada.
Subieron a un largo cilindro de cristal verde que colgaba de un ajado y oxidado cable de suspensión, más grueso que la altura de Harman. Ada caminó con cuidado, tratando de sostenerse por pura fuerza de voluntad, temerosa de que su peso combinado hiciera caer el cilindro, el cable, el puente entero. De nuevo vio a Savi mirándola. Esta vez no se ruborizó, sino que frunció el ceño, cansada del escrutinio de la anciana.
Los cuatro se detuvieron al cabo de un minuto, alarmados. Parecía que habían entrado en una sala de reuniones llena de gente: había gente de pie en el perímetro de la sala, hombres y mujeres con extraños atuendos, gente sentada a las mesas y de pie ante paneles de control, gente que no se movía ni se volvía a mirar a los recién llegados.
—No son reales —dijo Daeman, aproximándose al hombre más cercano, vestido con un traje azul oscuro y con una especie de tela en la garganta. Daeman le tocó la cara.
Los cinco caminaron de figura en figura, mirando a los hombres y mujeres vestidos con ropa extraña, con extraños peinados e inusitados adornos personales: tatuajes, joyas raras, pelo y piel secos.
—Leí que en otros tiempos los servidores tuvieron forma humana... —empezó a decir Harman.
—No —respondió Savi—. Esto no son robots. Sólo son maniquíes.
—¿Qué? —dijo Daeman.
Savi explicó la palabra.
—¿Sabe quiénes se supone que son? —preguntó Hannah—. ¿O por qué están aquí?
—No —dijo Savi. Se apartó mientras los otros exploraban.
Al fondo de la cámara, colocada en un hueco de cristal, como si ocupara un lugar de honor, la figura de un hombre reposaba en un adornado sillón de madera tapizada de cuero. Incluso sentado, no cabía duda de que era más bajo que la mayoría de los otros maniquíes masculinos de la sala. Iba ataviado con una especie de túnica parda que parecía un vestido corto, sujeta con un cinturón hecho de basta lana o algodón. Los pies de la figura estaban calzados con sandalias. El hombre debería haber sido cómico, pero sus rasgos (el pelo gris, rizado y corto, la nariz aguileña y los feroces ojos que miraban osadamente desde debajo de unas pobladas cejas) eran tan poderosos que Ada tuvo que acercarse al maniquí con cautela. Los antebrazos del hombre, musculosos, con muchas cicatrices, los dedos gruesos, que asían con tranquilidad pero con fuerza el brazo del sillón de madera, todo en la figura daba la impresión de fuerza contenida, fuerza de voluntad además de física, tanto que Ada se detuvo a dos metros de la figura. El hombre era bastante mayor de lo que los humanos decidían parecer en esta época: entre el Segundo Veinte de Harman y la ancianidad de Savi. La túnica del hombre era lo suficientemente escotada para que Ada pudiera ver el vello gris de su ancho y bronceado pecho.
Daeman se abalanzó hacia delante.
—Conozco a este hombre —dijo, señalando—. Ya lo había visto.
—En el drama turín —dijo Hannah.
—Sí, sí —dijo Daeman, chasqueando los dedos en un intento por recordar—. Su nombre es...
—Odiseo —dijo el hombre de la silla. Se levantó y avanzó un paso hacia el sobresaltado Daeman—. Odiseo, hijo de Laertes.
—Se está estabilizando —le dijo Mahnmut a Orphu a través de la conexión—. Ritmo de giro reducido a una revolución cada tres segundos. El cabeceo y la guiñada se aproximan a cero.
—Voy a intentar acabar con los giros —dijo Orphu—. Avísame cuando tengas el casquete polar en la retícula.
—Bien, no... va a la deriva. Maldición. Qué destrozo. —Mahnmut intentaba cotejar la irregular imagen de vídeo con el borrón blanco del casquete polar marciano a través de una nevada de residuos a la deriva y plasma aún brillante.
—Sí —dijo Orphu desde la bodega—. Estoy destrozado.
—No hablaba de ti.
—Lo sé. Pero sigo estando destrozado. Daría la mitad de mi biblioteca de Proust por recuperar uno de mis seis ojos.
—Ya te conectaremos algún apoyo visual —dijo Mahnmut—. Demonios. Volvemos a girar.
—Deja que gire hasta justo antes de entrar en la atmósfera —dijo Orphu—. Ahorra energía y combustible. Y, no, no vamos a arreglar esto de la visión. Hice una comprobación de daños después de que me enchufaras aquí, y no son sólo los ojos y las cámaras lo que falta. Estaba mirando hacia la proa cuando la nave fue alcanzada, y el destello quemó todos los canales hasta el nivel orgánico. Mis nervios ópticos internos son ceniza.
—Lo siento —dijo Mahnmut. Sintió náuseas y no era sólo por los giros. Al cabo de un minuto dijo—: Nos estamos quedando sin todo lo que es consumible: aire, agua, combustible de reacción. ¿Estás seguro de que quieres quedarte dentro de este campo de escombros?
—Es nuestra mejor posibilidad —dijo Orphu—. En el radar, somos otro pedazo de la nave espacial destruida.
—
¿Radar?
—preguntó incrédulo Mahnmut—. ¿Viste quien nos atacó? Ha sido un maldito carro ¿Te parece que un carro tiene radar?
Orphu rumió una risa.
—¿Crees que un
carro
puede arrojar una lanza de energía como la que desintegró un tercio de la nave, incluyendo a Koros y Ri Po? Y, sí, Mahnmut, vi ese carro: fue lo último que veré jamás. Pero no creo ni por un segundo que fuera un carro de verdad con un hombre y una mujer gigantescos viajando en el vacío. Ni hablar. Demasiado bonito... demasiado increíble.
Mahnmut no tuvo nada que responder a eso. Deseó que Orphu redujera los giros (el submarino volvía a inclinarse y a derrapar de nuevo), pero en el campo de escombros todo daba vueltas, así que tenía sentido que ellos también.