Authors: Dan Simmons
Podría contarles cómo es hacer el amor con Helena de Troya. Pero no lo haré. Y no porque hacerlo no sería nada caballeroso por mi parte. Los detalles no forman parte de mi historia. Pero puedo decir sinceramente que si la vengativa musa o la enloquecida Afrodita me hubieran encontrado un momento después de que Helena y yo hubiéramos terminado nuestro primer encuentro amoroso, digamos, un minuto después de que nos separáramos en las sábanas humedecidas de sudor para recuperar el aliento y sentir la fresca brisa que se adelantaba a la tormenta, y si la musa y la diosa hubieran irrumpido y me hubieran matado entonces... puedo decirles sin miedo a equivocarme que la breve segunda vida de Thomas Hockenberry habría sido feliz. Y al menos habría terminado en un punto álgido.
Un minuto después de ese instante de perfección, la mujer apretaba una daga contra mi vientre.
—¿Quién eres? —exigió saber Helena.
—Soy tu... —empecé a decir, y me detuve. Algo en los ojos de Helena me hizo abortar mi mentira de que era Paris antes de poder vocalizaría.
—Si dices que eres mi nuevo marido, tendré que hundirte esta hoja en las entrañas —dijo tranquilamente—. Si eres un dios eso no debería importar. Pero si no lo eres...
—No lo soy —conseguí decir. La punta del cuchillo estaba ya casi sacando sangre de la piel sobre mi vientre.
¿De dónde ha salido este cuchillo?
¿Estaba entre los cojines mientras hacíamos el amor?
—Si no eres un dios, ¿cómo has tomado la forma de Paris?
Advertí que ésta era Helena de Troya (la hija mortal de Zeus), una mujer que vivía en un universo donde dioses y diosas tenían constantemente sexo con los mortales; un mundo donde los cambiaformas, divinos y no divinos, caminaban entre los simples humanos; un mundo donde el concepto de causa y efecto tenía significados completamente diferentes.
—Los dioses me concedieron la habilidad para morfe... para cambiar de aspecto.
—¿Quién eres? —preguntó ella—-. ¿
Qué
eres?
No parecía enfadada, ni siquiera especialmente sorprendida. Su voz era tranquila, sus hermosos rasgos no estaban distorsionados por el temor ni por la furia. Pero la hoja presionaba firmemente contra mi vientre. La mujer quería una respuesta.
—Me llamo Thomas Hockenberry —dije—. Soy uno de los escólicos.
Sabía que nada de esto tendría sentido para ella. Mi nombre me sonaba raro incluso a mí, duro entre las inflexiones más suaves del antiguo lenguaje.
—Tho-mas Hock-en-beee-rry —silabeó ella—. Parece persa.
—No —dije yo—. Es holandés, alemán e irlandés, en realidad.
Vi que Helena fruncía el ceño y comprendí que mis palabras no sólo no tenían sentido para ella, sino que parecían las de un loco.
—Ponte una túnica —dijo—. Hablaremos en la terraza.
El gran dormitorio de Helena tenía terrazas a ambos lados, una que daba al patio y la otra al sureste, sobre la ciudad. Mi arnés de levitación y el resto de mi equipo (a excepción del medallón TC y el brazalete morfeador que había llevado a la cama) estaban ocultos tras la cortina de la terraza del patio. Helena me condujo a la otra. Los dos vestíamos finas túnicas. Helena mantuvo el cuchillo corto y afilado en la mano mientras nos deteníamos en la balaustrada, a la luz reflejada de la ciudad y los ocasionales relámpagos de la tormenta.
—¿Eres un dios? —preguntó ella.
Estuve a punto de responder que sí: habría sido la forma más sencilla de convencerla para que apartara el cuchillo de mi vientre, pero sentí la súbita, inexplicable y abrumadora necesidad de decir la verdad para variar.
—No. No soy un dios.
Ella asintió.
—Lo sabía. Te habría destripado como a un pez sí me hubieras mentido en eso —sonrió torvamente—. No haces el amor como un dios.
Bien
, pensé yo, pero no había respuesta para eso.
—¿Cómo es que puedes tomar la forma y el aspecto de París?
—Los dioses me han dado la habilidad para hacerlo —dije yo.
—¿Por qué? —La punta de la hoja de la daga estaba sólo a unos centímetros de mi piel desnuda bajo la túnica.
Me encogí de hombros, pero entonces advertí que ese gesto no era utilizado por los antiguos.
—Me concedieron esta habilidad para sus propios fines. Los sirvo. Observo la batalla y les paso informes. Es práctico que yo pueda tomar la forma de... otros hombres.
Helena no pareció sorprendida por esto.
—¿Dónde está mi amante troyano? ¿Qué has hecho con el auténtico Paris?
—Está bien —dije—. Cuando abandone su aspecto, regresará a lo que estaba haciendo cuando me morfeé... cuando tomé su forma.
—¿Dónde estará? —preguntó Helena.
La pregunta me pareció un poco extraña.
—Dondequiera que hubiese estado si yo no hubiera tomado prestada su forma —dije por fin—. Creo que acababa de abandonar la ciudad para unirse a Héctor para la lucha de mañana.
En realidad, cuando yo abandone la forma de París, éste estará exactamente donde habría estado si hubiera continuado con lo suyo mientras yo usurpaba su identidad: durmiendo en una tienda, tal vez, o en medio de la batalla, o tirándose a una de las esclavas en el campamento de Héctor. Pero era demasiado difícil explicárselo a Helena. No me pareció que le apeteciera un discurso sobre las funciones de ondas de probabilidad y la simultaneidad temporal cuántica. Yo no podía explicar por qué ni Paris ni los que lo rodeaban advertirían ni recordarían su ausencia, ni como Paris recordaría acciones que
habría
llevado a cabo si yo no hubiera interrumpido el colapso de ondas de probabilidad de esa línea temporal. La continuidad cuántica se restablecería en cuanto yo cancelara la función mórfica.
Mierda, yo mismo no comprendía nada de todo aquello.
—Abandona su forma —ordenó Helena—, Muéstrame tu auténtico aspecto.
—Mi señora, yo... —empecé a protestar, pero su mano se movió velozmente, la hoja cortó seda y piel, y sentí la sangre correrme por el abdomen.
Mostrándole que mi mano derecha iba a moverse muy muy despacio, activé las funciones brillantes y toqué el icono del brazalete morfeador.
Fui de nuevo Thomas Hockenberry: más bajo, más delgado, encorvado, con mi mirada levemente miope y el pelo escaso.
Helena parpadeó una vez y manejó rápidamente la daga, más rápidamente de lo que nadie podría. Oí el corte y el rasgado. Pero no fueron los músculos de mi estómago los que abrió, sino el nudo de la túnica y la seda misma.
—No te muevas —susurró. Helena de Troya me abrió la túnica, usando la mano libre para hacerla resbalar por mis hombros.
Permanecí desnudo y pálido ante aquella mujer formidable. Si un diccionario necesitara alguna vez una definición perfecta de «patético», con una fotografía de este momento sería suficiente.
—Puedes volver a ponerte la túnica —dijo ella al cabo de un instante.
Me la volví a poner. El cinturón estaba roto, así que la sujeté con la mano. Ella parecía meditabunda. Permanecimos varios minutos allí, en la terraza, en silencio. Aunque era tarde, las torres de Ilión brillaban a la luz de las antorchas. Los puestos de vigilancia resplandecían en los, torreones de las distantes murallas. Al sur, más allá de las Puertas Esceas, ardían las piras de cadáveres. Al suroeste, los relámpagos destellaban entre las altas nubes de tormenta. No había ninguna estrella visible y el aire olía a la lluvia que llegaba desde el monte Ida.
—¿Cómo has sabido que no era Paris? —pregunté por fin.
Helena parpadeó para salir de su ensimismamiento y me dirigió una sonrisita.
—Una mujer puede olvidar el color de los ojos de su amante, el tono de su voz, incluso los detalles de su sonrisa o su aspecto, pero no puede olvidar cómo folla su marido.
Ahora me tocó a mí el turno de parpadear sorprendido, y no sólo por la forma vulgar de hablar de Helena. Homero había loado literalmente el aspecto de Paris, comparándolo con un «garañón al trote» cuando describió la prisa de París por reunirse con Héctor ante la ciudad, esa misma noche,
seguro en su veloz carrera... la cabeza hacia atrás, la cabellera ondeando sobre sus hombros, seguro y esbelto en su gloria
. Paris estaba, como habían dicho los adolescentes de mi vida anterior, cañón. Mientras estuve en la cama de Helena había poseído el cabello ondulado de Paris, su cuerpo bronceado por el sol, su vientre liso, sus músculos ungidos, su...
—Tu pene es más grande —dijo Helena.
Parpadeé de nuevo. Dos veces. Ella no empleó la palabra «pene», naturalmente (el latín no era todavía una lengua), y la palabra griega que eligió era más parecida a «polla». Pero eso no tenía sentido. Mientras hacíamos el amor, yo tenía el pene de Paris...
—No, no ha sido por eso que me he dado cuenta de que no eras mi amante —dijo Helena. Parecía estar leyéndome la mente—. Es sólo un comentario.
—Entonces cómo...
—Sí —dijo Helena—. Lo he sabido por cómo te has acostado conmigo Hock-en-beee-rry.
No supe qué responder, y no podría haber hablado claramente si hubiera tenido algo que decir.
Helena volvió a sonreír.
—Paris me poseyó por primera vez no en Esparta, donde me ganó, ni en Ilión, adonde me trajo, sino en la pequeña isla de Cránae, en el camino hacia aquí.
No había ninguna isla con el nombre de Cránae que yo conociera, y puesto que la palabra solamente significa «rocoso» en griego antiguo, supuse que Paris había interrumpido su viaje para desembarcar en una isla pequeña, rocosa y sin nombre para montárselo con Helena sin la vigilante presencia de la tripulación de su barco. Lo cual significaba que Paris era... impaciente,
igual que tú, Hockenberry
, dijo la vocecita de algo que se parecía bastante a mi consciencia. Demasiado tarde ya para conciencias.
—Me ha poseído, y yo a él, cientos de veces desde entonces —dijo Helena en voz baja—, pero nunca como esta noche. Nunca como esta noche.
Me sentí lleno de confusión y de orgullo. ¿Era esto bueno? ¿Era un cumplido? No, un momento... era absurdo. Homero describe a Paris como un ser casi divino por su belleza y encanto físicos, como un gran amante, irresistible para mujeres y diosas por igual, lo cual tenía que significar que Helena sólo quería decir...
—Tú —continuó, interrumpiendo mis confusos sentimientos— tú has sido...
fervoroso
.
Fervoroso. Me apreté con más fuerza la túnica y miré hacia la inminente tormenta para ocultar mi embarazo. Fervoroso.
—Sincero —dijo ella—. Muy sincero.
Si no se callaba pronto y dejaba de buscar sinónimos de patético le arrebataría la daga y me cortaría la garganta.
—¿Te enviaron los dioses? Preguntó.
Pensé otra vez en mentirle. Desde luego, ni siquiera aquella férrea mujer mataría a alguien que estuviera cumpliendo una misión para los dioses. Pero una vez más decidí no mentir. Helena de Troya parecía casi telépata. Y decir la verdad para variar me pareció bien.
—No —dije—. No me envió nadie.
—¿Viniste aquí sólo porque querías acostarte conmigo?
Bueno, al menos no había vuelto a usar la palabra con «f»
.
—Sí —dije—. Quiero decir, no. —Ella me miró. En algún lugar de la ciudad, un hombre se rió con fuerza, luego una mujer hizo lo mismo. Ilión no dormía nunca—. Quiero decir... me sentía solo. Llevo toda la guerra solo, sin nadie con quien hablar, nadie a quien acariciar...
—A mí me acariciaste bastante —dijo Helena.
No supe si su tono era de sarcasmo o de acusación.
—Sí.
—¿Estás casado, Hock-en-beee-rry?
—Sí. No.
Volví a negar con la cabeza. A Helena debí parecerle un completo idiota.
—Creo que estuve casado —dije—, pero si es así, mi esposa está muerta.
—¿
Crees
que estuviste casado?
—-Los dioses me llevaron al monte Olimpo a través del tiempo y el espacio —-dije, sabiendo que ella no lo entendería, pero sin que me preocupara—.
Creo
que morí en mi otra vida, y que de algún modo ellos me recuperaron. Pero no me devolvieron toda mi memoria. Las imágenes de mi vida real, de mi antigua vida, vienen y van... como sueños.
—Comprendo —dijo Helena. Advertí por su tono que, de algún modo, sorprendentemente, lo hacía.
—¿Hay algún dios o diosa en concreto a quien sirvas, Hock-en-beee-rry?
—Informo a una de las musas, pero ayer mismo me enteré de que Afrodita controla mi destino.
Helena alzó la cabeza, sorprendida.
—Y también ha controlado el mío —dijo en voz baja—. Ayer mismo, cuando la diosa salvó a Paris de la furia de Menelao y lo trajo aquí, a nuestra cama, Afrodita me ordenó que fuera con él. Cuando protesté, se enfureció y amenazó con convertirme en el blanco de la ira de troyanos y aqueos.
—La diosa del amor.
—La diosa de la lujuria —dijo Helena—. Y yo sé mucho de lujuria, Hock-en-beee-rry.
Una vez más, no supe qué decir.
—Mi madre fue Leda, a quien llamaban «la hija de la noche» —dijo ella con desenfado—, y Zeus acudió a ella y se la folló mientras tomaba la forma de un cisne... un cisne enorme y caliente. Había un mural en mi casa que representaba a mis dos hermanos mayores y un altar a Zeus y a mí, en forma de huevo, esperando salir del cascarón.
No pude evitarlo: solté una carcajada. Entonces los músculos de mi estómago se tensaron, esperando que la hoja de la daga los atravesara.
En cambio, Helena sonrió.
—Si sé de secuestros y de ser peón de los dioses. Hock-en-beee-rry.
—Sí. Cuando Paris fue a Esparta...
—No —interrumpió Helena—. Cuando yo tenía once años, Hock-en-beee-rry, fui secuestrada en el templo de Artemisa Ortia por Teseo, el que unificó las ciudades del Ática en la ciudad de Atenas. Teseo me dejó embarazada: le di una hija, Ifigenia, a quien no pude tratar con amor y que entregué a Clitemnestra para que la criara con su marido, Agamenón, como si fuera suya. Mis hermanos me rescataron de este matrimonio y me llevaron a Esparta. Entonces, Teseo se marchó con Hércules a hacer la guerra a las amazonas, se entretuvo invadiendo el infierno, casándose con una guerrera amazona y explorando el Laberinto del minotauro en Creta.
La cabeza me daba vueltas. Todos y cada uno de estos griegos y troyanos tenían una historia y tenían que contarla a la primera oportunidad. ¿Pero qué tenía esto que ver con...?
—Entiendo de lujuria, Hock-en-beee-rry —dijo Helena—. El gran rey Menelao me reclamó como esposa, aunque a ese tipo de hombres les encantan las vírgenes porque aman su linaje más que a la vida, aunque yo era un bien manchado en un mundo de hombres que aman tanto a sus vírgenes. Y luego Paris, impulsado por Afrodita, vino a secuestrarme de nuevo, para traerme a Troya y convertirme en su... trofeo.