Authors: Dan Simmons
No tengo tiempo para encontrar la respuesta. Atenea termina de juguetear con Diomedes y suelta su tenaza sobre el espacio y el tiempo.
La luz real y el terrible ruido y el violento movimiento se reanudan. Diomedes se abalanza, el cuerpo y la cara y el escudo resplandecientes, la luz evidente para los otros mortales, visible para compañeros aqueos y enemigos troyanos.
Ideo completa el movimiento de azuzar los caballos. El carro se abalanza y rueda hacia la línea griega, directamente hacia el sobresaltado Diomedes.
Fegeo arroja su lanza contra Diomedes; falla por un pelo, la punta pasa por encima del hombro izquierdo del hijo de Tideo.
Diomedes, la piel arrebolada, la frente ardiendo, sudorosa y febril por el calor de la batalla, arroja su propia lanza. Vuela recta y alcanza de lleno a Fegeo en el pecho («entre las tetillas», creo que cantó Homero en griego). Fegeo cae hacía atrás, golpea el suelo y rueda varias veces, la lanza se rompe y se astilla mientras el cadáver se detiene en el polvo del carro en el que viajaba cinco segundos antes. La muerte, cuando viene, viene rápida en las llanuras de Ilión.
Ideo salta del carro, gira y se pone en pie, espada en mano, preparado para proteger el cuerpo de su hermano.
Diomedes empuña otra lanza y se abalanza de nuevo, obviamente dispuesto a acabar con Ideo de la misma manera que acaba de matar al hermano del joven. El troyano se da la vuelta para huir, dejando el cuerpo de su hermano en el polvo, lleno de pánico, pero Diomedes lanza con fuerza y tino, dirigiendo la larga vara hacia el centro de la espalda del joven que corre.
Ares, el dios de la guerra, vuela hacia delante (
literalmente
vuela hacia delante, usando el mismo tipo de arnés de levitación que los dioses me han suministrado) y detiene otra vez el tiempo, protegiendo a Ideo de la lanza, detenida ahora a treinta centímetros de la espalda del joven. Luego Ares extiende su campo de fuerza alrededor de Ideo y reanuda el tiempo lo suficiente para que el campo de energía rechace la lanza de Diomedes. Después Ares teleporta cuánticamente al aterrado joven y lo saca por completo del campo de batalla para ponerlo a salvo en algún lugar. Para los aturdidos y aterrorizados troyanos, es como si un parpadeo de negra noche les hubiera arrebatado a su camarada.
Así que el hermano de Ares, Hefesto, el dios del fuego, no habrá perdido a sus dos sacerdotes futuros
, pienso yo, pero luego doy un salto para ponerme a cubierto mientras la batalla se reanuda y más griegos siguen a Diomedes a la brecha creada por la muerte de Fegeo. El carro vacío avanza sin rumbo por las llanuras rocosas y es capturado por los jubilosos aqueos.
Ares regresa, TCeándose en semisolidez, una alta forma divina, para intentar animar a los troyanos y gritando con voz de dios para que se reagrupen y rechacen a Diomedes. Pero los troyanos están divididos: algunos corren aterrorizados ante el avance del ardiente Diomedes, otros giran para obedecer la vibrante voz del dios. De repente, Atenea cruza levitando por encima de las cabezas de griegos y troyanos, agarra a Ares por la muñeca y le susurra algo urgentemente al enfurecido dios.
Los dos se TCean y se marchan.
Miro de nuevo a mí izquierda y la diosa Afrodita (invisible para los griegos y troyanos que combaten y maldicen y mueren a su alrededor) me indica con la mano que los siga.
Me pongo el Casco de la Muerte y me vuelvo invisible para todos los dioses excepto para Afrodita. Luego pulso el medallón que llevo al cuello y me TCeo detrás de Atenea y Ares, siguiendo sus pasos a través del espacio-tiempo tan fácilmente como seguiría unas pisadas en la arena mojada.
Es fácil ser un dios. Si tienes el equipo adecuado.
No se han teleportado muy lejos, a unos quince kilómetros, hasta un lugar sombreado en las riberas del Escamandro, al que los dioses llaman Janto, el caudaloso río que atraviesa las llanuras de Ilión. Cuando cobro solidez y me TCeo a unos quince pasos de ellos, Ares vuelve la cabeza y me mira directamente. Durante un instante sé que el Casco de Hades ha fallado, que me ven, que estoy muerto.
—¿Qué pasa? —pregunta Atenea.
—Me ha parecido sentir algo. Una sacudida. Una sacudida cuántica.
La diosa vuelve sus ojos grises hacia mí.
—Aquí no hay nada. Veo en todo el espectro de cambio de fase.
—Yo también —replica Ares y aparta su mirada de mí. Dejo escapar un tembloroso suspiro lo más silenciosamente que puedo; el Casco de Hades todavía me emboza. El dios de la guerra empieza a caminar de un lado a otro por la ribera del río—. Zeus está en todas partes hoy en día.
Atenea camina junto a él.
—Sí, Padre está furioso con todos nosotros.
—Entonces, ¿por qué lo provocas?
La diosa se detiene.
—¿Provocarlo, cómo? ¿Defendiendo a mis aqueos de la matanza?
—Preparando a Diomedes para que lleve a cabo una masacre —dice Ares. Advierto por primera vez el tono rojizo del pelo rizado del alto dios, de musculatura perfecta—. Eso es peligroso, Palas Atenea.
La diosa se ríe suavemente.
—Llevamos nueve años interviniendo en esta batalla. Es el juego, por el amor de Dios. Es lo que
hacemos
. Sé que planeas intervenir en defensa de tu amada Ilión hoy mismo, masacrando a mis argivos como si fueran ovejas. ¿No es peligrosa... la activa intervención por parte del dios de la guerra?
—No tan peligrosa como armar a un bando u otro con nanotecnología. No tan peligroso como dotarlos de campos de cambio de fase. ¿En qué estás pensando, Atenea? Intentas convertir a estos mortales en dioses como nosotros.
Atenea vuelve a reírse, pero se pone seria cuando advierte que su risa enfurece más a Ares.
—Hermano, mi ampliación de Diomedes es breve, lo sabes. Sólo quiero que sobreviva a este encuentro. Afrodita, tu querida hermana, ya ha instado al arquero troyano Pándaro para que hiera a uno de mis favoritos, Menelao, e incluso mientras hablamos susurra al oído del arquero:
Mata a Diomedes
.
Ares se encoge de hombros. Sé que Afrodita es su aliada y su instigadora. Como un niño pequeño caprichoso (un niño pequeño y caprichoso de tres metros de altura con un campo de energía pulsante), encuentra una piedra plana y la lanza al agua.
—¿Y qué importa si Diomedes muere hoy o el año que viene? Es mortal. Morirá.
Ahora Atenea ríe abiertamente.
—Por supuesto que morirá, mi querido hermano. Y por supuesto que la vida o la muerte de un simple mortal no tienen ninguna consecuencia para nosotros... ni para mí. Pero debemos jugar al
Juego
. No dejaré que esa perra de Afrodita impida la voluntad de los Hados.
—¿Cual de nosotros conoce la voluntad de los Hados? —replica Ares, todavía haciendo un puchero, los brazos cruzados sobre su poderoso pecho.
—Padre lo hace.
—Eso dice él —dice el dios de la guerra con una mueca.
—¿Dudas de nuestro amo y señor? —el tono de Atenea es casi burlón.
Ares mira alrededor rápidamente y, por un segundo, temo haberme descubierto al hacer ruido donde estoy, de pie, en un peñasco plano, pues temo dejar mis huellas en la arena. Pero la mirada del dios de la guerra pasa de largo.
—No demuestro ninguna falta de respeto hacia nuestro Padre —dice Ares por fin, y su voz me recuerda a la de Richard Nixon cuando hablaba al micrófono oculto del Despacho Oval que sabía que estaba allí. Poniendo sus mentiras
on the record
—. Mi respeto y lealtad y amor son todos para Zeus, Palas Atenea.
—A lo cual sin duda nuestro Padre responde recíprocamente —comenta Atenea, sin ocultar ya el sarcasmo.
De repente, Ares alza la cabeza.
—¡Maldita seas! —exclama—. Me has traído aquí para apartarme del campo de batalla mientras los malditos aqueos siguen matando a más troyanos míos.
—Por supuesto. —Atenea pronuncia las dos palabras en tono de burla, y fugazmente creo que voy a ser testigo de algo que no he visto en todos los años que llevo aquí: una batalla cuerpo a cuerpo entre dos dioses.
En cambio, Ares da una patada a la arena en una muestra final de petulancia y se TCea. Atenea se ríe, se arrodilla junto al Escamandro y se echa agua fría en la cara.
—Idiota —susurra, para sí misma, supongo, pero lo tomo como una declaración dirigida hacia mí, protegido únicamente por el campo de distorsión del Casco de Hermes. «Idiota» me parece una valoración muy adecuada de mi estupidez.
Atenea se TCea de vuelta al campo de batalla. Al cabo de un minuto dedicado a temblar por mi propia estupidez, cambio de fase y la sigo.
Los griegos y troyanos siguen matándose unos a otros. Qué noticia.
Busco al otro escólico visible en el campo. Para el ojo inexperto, Nightenhelser no es más que otro soldado de infantería troyano que se mantiene apartado de lo peor de la lucha, pero veo el delator brillo verde con el que los dioses nos han marcado a los escólicos cuando estamos morfeados, así que me quito el Casco de Hades, me morfeo en Falces (un troyano que morirá a manos de Antíloco y tal y tal), y me reúno con Nightenhelser, que se encuentra en un promontorio bajo contemplando la matanza.
—Buenos días, escólico Hockenberry —me dice cuando me acerco. Hablamos en inglés. Ningún otro troyano está lo bastante cerca para oírnos por encima del estrépito del bronce y el rumor de los carruajes, y los miembros de ambas coaliciones están acostumbrados a extraños lenguajes tribales y dialectos.
—Buenos días, escólico Nightenhelser.
—¿Dónde has estado durante la última media hora o así?
—Me he tomado un descanso —digo. Suele pasar. A veces la carnicería llega a ser demasiado incluso para nosotros los escólicos y nos TCeamos lejos de Troya para pasar una horita tranquilos o para tomar un buen vaso de vino—. ¿Me he perdido mucho?
Nightenhelser se encoge de hombros.
—Diomedes atacó hace unos veinte minutos y fue alcanzado por una flecha. Justo según lo previsto.
—La flecha de Pándaro —digo yo, asintiendo. Pándaro es el mismo arquero teucro que hirió antes a Menelao.
—Vi a Afrodita incitar a Pándaro —dice Nightenhelser. El hombretón tiene las manos en los bolsillos de su burda capa. Las capas troyanas no tienen bolsillos, naturalmente, así que Nightenhelser se los ha cosido.
Esto sí que era noticia. Homero no cantó que Afrodita instara a Pándaro a disparar a Diomedes, sólo que hiriera a Menelao para que la guerra continuara. El pobre Pándaro es literalmente un muñeco de los dioses este día... su último día.
—¿Una herida grave la de Diomedes? —pregunto.
—En el hombro. Esténelo estaba presente y le sacó la flecha, que no estaba envenenada. Atenea se TCeó en la lucha un minuto antes, tomó a su mascota Diomedes y puso energía en sus miembros, «sus pies y sus manos luchadoras».
Nightenhelser estaba citando alguna traducción de Homero con la que no estoy familiarizado.
—Más nanotecnología —digo—. ¿Ha encontrado Diomedes al arquero y lo ha matado ya?
—Hace unos cinco minutos.
—¿Soltó Pándaro ese interminable discurso antes de que Diomedes lo matara? —pregunto. En mi traducción favorita, Pándaro se lamenta por su destino en unos cuarenta versos, mantiene un largo diálogo con un capitán troyano llamado Eneas (sí, ese Eneas), y los dos atacan a Diomedes en un carro, arrojando lanzas al herido aqueo.
—No —dice Nightenhelser—. Pándaro sólo dijo «carajo» cuando la flecha falló su objetivo. Luego saltó al carro con Eneas, disparó una flecha que atravesó el escudo y la coraza de Diomedes (pero no le hirió), y dijo «mierda» un segundo antes de que la lanza de Diomedes le diera entre los ojos. Otro caso, supongo, de licencia poética de Homero en los discursos.
—¿Y Eneas? —Ese encuentro es crucial para la historia, además de para la
Ilíada
. No puedo creer que me lo haya perdido.
—Afrodita lo salvó hace un minuto —confirma Nightenhelser. Eneas es el hijo mortal de la diosa del amor y ella lo cuida con mimo—. Diomedes aplastó el hueso de la cadera de Eneas con una roca, igual que en el poema, pero Afrodita protegió a su chico herido con un campo de fuerza y se lo está llevando del campo. Diomedes se quedó bien jodido.
Me cubro los ojos con la mano.
—¿Dónde está ahora Diomedes?
Pero veo al guerrero griego antes de que Nightenhelser pueda señalármelo, a unos cien metros de distancia, en el centro de una refriega, muy por detrás de las líneas troyanas. Hay una bruma de sangre en el aire alrededor del brillante Diomedes y un montón de cadáveres a cada lado del aqueo, que se sacude, golpea, apuñala. El aumentado Diomedes parece abrirse paso a través de oleadas de carne humana para alcanzar a Afrodita, que se aparta lentamente.
—Jesús —digo en voz baja.
—Sí —responde el otro escólico—. En los últimos minutos ha matado a Astinoo e Hipirón, Abante y Poliido, Janto y Toon, Equemón y Cromio... todos los Pares capitanes.
—¿Por qué de dos en dos? —pregunto, pensando en voz alta.
Nightenhelser me mira como si yo fuera un alumno algo torpe de una de sus clases de 1890.
—Iban en carro, Hockenberry. Dos hombres por carro. Diomedes los mató cuando los carros lo atacaron.
—Ah —digo, cortado. Mi atención no está centrada en los capitanes teucros asesinados, sino en Afrodita. La diosa acaba de detenerse en su retirada de las líneas troyanas, todavía llevando al herido Eneas, y ahora se vuelve a un lado y a otro, claramente visible para los asustados troyanos que huyen del ataque de Diomedes. Afrodita obliga a los combatientes troyanos a volver a la lucha con puñaladas de electricidad y titilantes empujones de campo de fuerza.
Diomedes ve a la diosa y, enloquecido, se abre paso a través de una última línea protectora de troyanos para enfrentarse a la diosa misma. No habla, sino que prepara su larga lanza. Afrodita levanta un campo de fuerza como si nada, todavía llevando al herido Eneas, y está claro que no le preocupa el ataque de un simple mortal.
Ha olvidado las modificaciones que le ha hecho Atenea a Diomedes.
Diomedes da un salto hacia delante, el campo de fuerza de la diosa chisporrotea y cede, el aqueo avanza con su larga lanza y la vara y la punta atraviesan el campo de fuerza personal de Afrodita, el peplo de seda y la carne divina. La punta de la lanza, afilada como una navaja, corta la muñeca de la diosa de modo que asoman el músculo rojo y el hueso blanco. Icor dorado, más que sangre roja, chorrea en el aire.