Authors: Dan Simmons
»El palacio de Príamo era grande (tenía cincuenta dormitorios, uno para cada uno de los hijos de Príamo), y estaba bien guardado por los mejores miembros de las tropas de elite troyanas, con guardias en todas las puertas y ante cada ventana al nivel de la calle, y más guardias dentro de los patios y en las murallas del palacio: ningún centinela adormilado me dejaría pasar, no importaba lo tarde que fuera o lo sangrientas que fueran mis heridas ni lo idiotas que fueran mis gruñidos, así que me dirigí al sur, a la casa de Helena, que también estaba bien protegida, pero algo menos después de que matara con mi cuchillo al segundo troyano de la noche y escondiera su cuerpo lo mejor que pude.
»Después de la muerte de Paris en un duelo de arqueros, Helena había sido entregada en matrimonio a otro de los hijos de Príamo, Deífobo, a quien el pueblo de Ilión llamaba «el derrotador del enemigo», pero a quien los aqueos nos referíamos en el campo como «culo de buey». Pero su nuevo esposo no estaba en casa esa noche y Helena dormía sola. La desperté.
»No creo que hubiera matado a Helena si ella hubiera pedido ayuda: la conocía desde hacía muchos años, como invitado en la noble casa de Menelao y, antes de eso, como uno de los primeros pretendientes de Helena desde que estuvo en edad de ser elegida en matrimonio, aunque eso no fue más que una formalidad, pues yo estaba ya felizmente casado con Penélope incluso entonces. Fui yo quien aconsejó a Tindaero que hiciera jurar a los pretendientes que acatarían la decisión de Helena, lo que evitó un gran derramamiento de sangre por culpa de los perdedores y sus malos modales. Creo que Helena agradeció siempre ese consejo.
»Helena no pidió ayuda esa noche que la desperté de su inquieto sueño en su hogar de Ilión. Me reconoció en el acto y me abrazó y me preguntó por la salud de su verdadero esposo, Menelao, y de su hija tan lejana. Le dije que todos estaban bien, aunque no le conté que, en ese momento de la guerra, Menelao había sido herido de gravedad dos veces en el campo de batalla y moderadamente media docena de veces, incluida una reciente flecha en el culo, y que estaba de un humor de perros. En cambio, le comuniqué cuánto la echaban de menos su marido y su hija y su familia en Esparta, y que deseaban que volviera bien.
»Helena se echó a reír entonces. "Mi señor y marido Menelao me quiere muerta y tú lo sabes, Odiseo —dijo—. Y estoy segura de que él mismo me matará cuando las grandes murallas y las Puertas Esceas de Ilión caigan pronto, como profetizó el oráculo de Hock-en-beee-rry." Yo no conocía ese oráculo (Delfos y Palas Atenea son los únicos videntes del futuro que conozco), pero no pude contradecirla: parecía probable que Menelao, en efecto, le cortara la garganta después de todos sus amargos años de deslealtad en los brazos y tálamos de sus enemigos. Pero no se lo dije. En cambio, le dije que intercedería ante Menelao, hijo de Atreo, para convencerlo de que le salvara la vida si Helena no me traicionaba esa noche y me ayudaba a encontrar una forma de entrar en el palacio de Príamo y me indicaba cómo elegir el verdadero Paladión.
»"No te traicionaría de todas formas, Odiseo, hijo de Laertes, fiel y sabio consejero", dijo Helena. Y me reveló cómo burlar las defensas del palacio y cómo distinguir al verdadero Paladión cuando lo viera entre sus imitaciones.
»Pero era casi el amanecer. Demasiado tarde para completar mi misión esa noche. Así que salí y recorrí las calles y subí y bajé la muralla por las aberturas que había dejado al matar a los guardianes, y dormí hasta tarde al día siguiente, y me bañé, comí y bebí, e hice que Macaón, el hijo de Asclepio y el mejor médico del ejército, vendara mis heridas y aplicara un ungüento sanador.
»A la noche siguiente, sabiendo que necesitaría un aliado, ya que no podría luchar y cargar con la pesada piedra Paladión al mismo tiempo, pedí a Diomedes que participara en mi plan. Juntos, en la hora más oscura de la noche, el hijo de Tideo y yo escalamos la muralla. Matamos a su centinela con una flecha certera. Luego recorrimos rápidamente las calles y callejones, sin disfraz ahora de esclavos azotados, sino matando eficaz y silenciosamente a todos los que nos desafiaban, y encontramos el camino hasta el palacio de Príamo a través de las cloacas ocultas que Helena me había indicado.
»A Diomedes, hombre orgulloso como tantos testarudos héroes de Argos, no le gustó chapotear por las cloacas, ni siquiera para asegurar la caída de Ilión. Gruñó y maldijo y se quejó y gimió y estaba de un humor de perros cuando añadimos al insulto la herida de tener que subir por un agujero de uno de los excusados de los soldados, en el sótano del palacio, donde estaban los tesoros de Príamo, en los barracones de su guardia de élite.
»Fuimos silenciosos, pero nuestro hedor nos precedía y tuvimos que matar a los primeros veinte guardias que encontramos en aquellos corredores: el vigésimo primero nos mostró cómo abrir las puertas de la cripta del tesoro sin disparar las alarmas ni las trampas, y luego Diomedes le cortó también la garganta.
»Además de toneladas de oro, montañas de piedras preciosas, vitrinas de perlas, montones de telas bordadas, cofres de diamantes y gran parte de las riquezas del fabuloso oriente, había unas cuarenta estatuas del Paladión dispuestas en nichos. Eran iguales en todo excepto en el tamaño.
»"Helena me dijo que me llevara la más pequeña", le dije a Diomedes, y así lo hice, envolviendo el Paladión en una capa roja que le había quitado al último guardia que matamos. La caída de Ilión estaba en nuestras manos. Todo lo que teníamos que hacer ahora era escapar.
»En este punto Diomedes decidió que quería saquear la cripta de Príamo esa noche, ya, inmediatamente. La atracción de todo aquel botín era demasiado grande para el avaricioso hijo de puta sin seso. Diomedes habría cambiado diez años de nuestra sangre por un centenar de libras de oro.
»Yo... lo disuadí. No describiré la pelea que tuvimos cuando deposité el Paladión envuelto en rojo en el suelo y desenvainé la espada para detener al hijo de Tideo, rey de Argos, para que no estropeara nuestra misión con su avaricia. La pelea terminó rápidamente gracias a la astucia. Muy bien, si insistís, os lo diré: no hubo ningún noble combate. No hubo ninguna gloriosa
aristeia
. Le sugerí que nos quitáramos las apestosas túnicas antes de pelear, y mientras el gran tontorrón se desnudaba, le lancé un lingote de oro a la cabeza y lo dejé inconsciente.
»Al final, acabé huyendo del palacio de Príamo con el pesado Paladión en una mano y el más pesado y desnudo Diomedes al hombro.
»No podía llevarlo de aquel modo hasta la muralla, así que estuve a punto de dejarlo allí, junto a la alcantarilla, donde pasaba el río bajo las murallas de Ilión, pero Diomedes recuperó el conocimiento justo entonces y accedió a abandonar la ciudad conmigo. Nos marchamos en silencio. No me habló de nuevo ese día, ni esa semana, ni después de la caída y el saqueo de Ilión, ni nunca jamás.
»Ni yo he hablado con Diomedes desde ese día.
»He de añadir que fue poco después de eso, después de que llevara el Paladión al campamento de los argivos donde lo escondimos bien, seguros de que Troya tenía las horas contadas, cuando empezamos a trabajar en el gigantesco caballo de madera. El caballo serviría para tres propósitos: primero, como escondite, claro, para llevarme a mí y a una escogida banda de mis mejores luchadores al interior de la ciudad; segundo, como medio de que los propios troyanos desmontaran el gran dintel de piedra que se alzaba sobre las Puertas Esceas para que la ofrenda pudiera entrar en su ciudad, pues la profecía decía que esas dos condiciones tendrían que darse antes de que Ilión cayera: la pérdida del Paladión y la destrucción del dintel Esceo. Y tercero y último, fabricamos el gran caballo como ofrenda a Atenea para reparar la pérdida de su Paladión, ya que ella era conocida también como Hippia, la «diosa caballo», pues fue ella quien embridó y domó a Pegaso para Belerofontes y quien aprovechaba para cabalgar y ejercitar sus propios caballos siempre que podía.
»Y esto, amigos míos, es mi breve relato del robo del Paladión y la caída de Ilión, Espero haberos complacido, ¿Hay alguna pregunta?
Ada miró a Harman a los ojos. ¿Aquello era un
breve
relato?, pensó, y vio que su amante captaba su pensamiento como un beso soplado.
—Sí, yo tengo una pregunta —dijo Daeman.
Odiseo asintió.
—¿Por qué la llamas Troya la mitad de las veces e Ilión el resto? —preguntó el joven regordete.
Odiseo sacudió levemente la cabeza, se levantó, tomó la vaina y la espada corta del sonie y se internó en el bosque.
Zeus está furioso. He visto a Zeus furioso antes, pero esta vez está muy, muy, muy furioso.
Cuando el Padre de los Dioses irrumpe en las ruinas de la cámara de curación del Olimpo, evalúa los daños, contempla el cuerpo de Afrodita tendido desnudo entre un nido de rebullentes gusanos verdes en el suelo húmedo y luego se vuelve a mirar en mi dirección, estoy seguro de que me ve, de que supera los poderes enmascaradores del Casco de Hermes y
me ve
. Pero aunque me mira directamente varios segundos y parpadea, con esos ojos grises glacialmente fríos, como si tomara alguna decisión, aparta de nuevo la mirada y yo, Thomas Hockenberry, antaño de la Universidad de Indiana y, más recientemente, del lecho de Helena de Troya, puedo seguir viviendo.
Tengo el brazo derecho y la pierna izquierda muy magullados, pero no hay nada roto, así que, todavía oculto por el Casco de Hades de la vista de las docenas de dioses que irrumpen en la sala de curación, escapo del edificio y TCeo al único lugar que se me ocurre, aparte del dormitorio de Helena, donde aún puedo descansar y recuperarme: el barracón de los escólicos al pie del Olimpo.
Por costumbre, me dirijo a mi propio cubículo, mi propia cama pelada, pero me dejo puesta y activada la capucha del Casco de Hades mientras me desplomo en ella y duermo a trompicones. Ha sido un día y una noche y una mañana largos e infernales. El Hombre Invisible duerme.
Me despierto con el sonido de gritos y truenos en el piso de abajo. Para cuando llego al pasillo, el escólico llamado Blix pasa corriendo (casi choca conmigo en realidad, pues para él soy invisible), y le explica sin aliento a otro escólico llamado Campbell:
—La musa está aquí, matando a todo el mundo.
Es cierto. Me escondo en el hueco de una escalera mientras la musa (nuestra musa, la que Afrodita llamó Melete) abate a los pocos escólicos con vida que huyen por los barracones en llamas. La diosa está utilizando descargas de pura energía que brotan de sus manos: algo exagerado, tópico, pero horriblemente efectivo con la simple carne humana. Blix está condenado, pero no hay nada que yo pueda hacer por él ni por los demás.
Nightenhelser
. El grueso escólico ha sido mi único amigo de verdad en estos últimos años. Jadeando, corro hasta su habitación en los barracones. El mármol está chamuscado, la madera arde, el cristal de la ventana se ha derretido, pero no hay ningún cadáver calcinado aquí, como los hay en los pasillos y vestíbulos. Ninguno de aquellos cuerpos carbonizados era lo bastante grande para ser el grueso Nightenhelser. De repente llegan gritos de la segunda planta, y luego silencio a excepción del incesante rugir de las llamas. Me asomo a una ventana y veo a la musa pasar volando en su carro, los caballos holográficos al galope. Casi vencido por el pánico, atragantándome audiblemente con el humo (si la musa estuviera todavía aquí en los barracones me oiría) me obligo a visualizar Ilión y el restaurante donde vi por última vez a Nightenhelser. Entonces agarro y retuerzo el medallón TC, y escapo.
No está en el restaurante donde lo vi por la mañana temprano. Salto al campo de batalla: no está en su sitio de costumbre, en el parapeto sobre las líneas troyanas. Me quedo el tiempo suficiente para advertir que Héctor y Paris están liderando con éxito a las tropas troyanas en un ataque contra los argivos que huyen, y entonces TCeo hasta un lugar a la sombra, tras las líneas griegas, cerca de su foso y la hilera de picas y donde me he encontrado con Nightenhelser en el pasado.
Está aquí, disfrazado de Dólope, hijo de Clito, a quien le quedan unos pocos días si lo va a matar Héctor de tener razón Homero. Sin molestarme en morfear para tener otro aspecto que el del delgado Hockenberry, me quito la capucha del Casco de Hades y corro hacia el otro escólico.
—Hockenberry, ¿que?... —Nightenhelser se escandaliza por lo poco profesional de mi conducta y por la reacción de los otros aqueos cercanos. Llamar la atención sobre uno mismo es lo último que quiere un escólico. Excepto, tal vez, ser reducido a cenizas por una musa vengativa. No tengo ni idea de por qué nuestra musa se está cargando a todos los escólicos, pero calculo que de algún modo he causado esta matanza de inocentes.
—Tenemos que salir de aquí —digo, gritando por encima del estrépito de los refuerzos a la carga, el relincho de los caballos y el fragor de los carros. Desde este polvoriento lugar de observación parece que todo el centro de las líneas griegas ha cedido.
—¿De qué estás hablando? Hoy es un día importante. Héctor y Paris están…
—A la mierda Héctor y Paris —digo en inglés.
La musa ha TCeado y ha cobrado forma sólida sobre las líneas troyanas donde Nightenhelser y yo solemos estacionarnos, otra musa conduce su carro volador mientras ella se inclina por el lado y escruta las tropas con su visión ampliada. Morfearnos no nos salvará hoy a los mortales escólicos.
Como para demostrarlo, la musa llamada Melete («mí» musa) alza las manos y dispara un rayo coherente de energía hacia tierra, golpeando a un soldado de infantería troyano llamado Dío, que tendría que estar vivo para recibir una reprimenda en el Canto Veinticuatro según Homero, pero que muere hoy en un destello de llamas y un remolino de humo y calor. Otros troyanos retroceden, algunos huyen hacia la ciudad y sin comprender la ira de esta diosa en un día de victoria ordenada por Zeus, pero Héctor y Paris están a medio kilómetro al sureste, liderando su ataque, y ni siquiera miran atrás.
—Ése no era Dío —jadea Nightenhelser—. Era Houston.
—Lo sé —digo yo, volviendo mi visión ampliada a modo normal. Houston era el más joven y más nuevo de los escólicos. Yo apenas había hablado con él. Probablemente estaba hoy en las líneas troyanas porque yo había desaparecido.
El carro de la musa vira bruscamente y vuela hacia nosotros. No creo que la muy zorra nos haya visto todavía (nos encontramos entre cientos de hombres y caballos arremolinados), pero lo hará dentro de unos segundos.