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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (9 page)

BOOK: Imperio
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—Chico, desde luego que me alegro de que me haya encomendado esta misión.

Malich se detuvo y le habló con severidad.

—Puede marcharse ahora mismo si quiere. Es peligroso y no tengo derecho a dar por supuesto que me ayudará.

—No bromeaba. Me alegro de tener esta misión. ¿Y si le hubieran enviado a un chupatintas? ¿Y si le hubieran buscado a alguien que no supiera disparar a matar?

—Ahora mismo necesito a alguien que me ayude a descubrir la verdad.

—Oh —dijo Cole—. Quiere decir que quiere a un chupatintas.

—Le quiero a usted.

Entonces, como el metro no funcionaba y el tráfico estaba colapsado, caminaron por el puente Roosevelt hacia Virginia. Por fortuna, era un día fresco para ser junio en la capital. No se morirían de calor.

Cole pensó nostálgico en el aire acondicionado de su coche, aparcado cerca del monumento a FDR; pero era una prueba material de los hechos, así que aunque el tráfico hubiera sido fluido no podría haberlo usado. Pensar en las pruebas le recordó aquellos dos rifles prestados con sus huellas por todas partes. Cole cayó en la cuenta de que podía olvidarse de negar haber estado allí.

Había un montón de peatones caminando por el puente Roosevelt. Normalmente los viandantes iban en chándal. Aquel día iban trajeados y las mujeres caminaban a trompicones con sus zapatos de tacón alto.

En ocasiones como aquélla, la gente se replanteaba su dependencia del coche. Empezaba a desear vivir en un apartamento en la ciudad e ir andando al trabajo. Luego, cuando la crisis pasaba, veía lo lejos que quedaban esos apartamentos céntricos de los hipermercados y los cines, y lo viejos y destartalados que estaban, e incluso los que se tomaban la molestia de mirar los alquileres se sorprendían de lo caros que eran, así que no tardaban en ponerse de nuevo al volante.

Pero los peatones que cruzaban el puente sin otro tráfico que algún vehículo militar tenían también otro significado. Eran una victoria para los terroristas. Sin embargo, curiosamente, Cole advirtió que era también una derrota para ellos. Todo el dinero del petróleo que los financiaba... «Si ya no usáramos petróleo para el transporte, si realmente nos convirtiéramos en un mundo de peatones, ¿qué sería entonces Oriente Medio sino un desierto con demasiada gente que alimentar?»

Eso era lo que aquellos islamistas fanáticos querían: que todo el mundo fuera tan pobre y miserable como Oriente Medio. «Que todos nosotros vivamos como los musulmanes en los viejos tiempos, cuando el sultán gobernaba en Estambul. O antes, cuando el califa lo hacía desde Bagdad, fantásticamente rico mientras el pueblo llano sudaba y trabajaba y se aferraba a su fe.» Y si eso implicaba reducir la población mundial de seis mil millones a quinientos, bien, que once doceavas partes de la población humana murieran y que Alá los juzgara en el cielo.

«Con lo que no cuentan los terroristas —pensó Cole— es con que Estados Unidos no es todavía un país completamente decadente. Cuando nos apuñaláis, no nos arrodillamos y preguntamos qué hemos hecho mal y que por favor nos perdonéis. En vez de eso nos volvemos y os quitamos el cuchillo de la mano. Aunque todo el mundo, absurdamente, nos condene por ello.»

Cole imaginaba cómo estaban dando la noticia los medios del resto del mundo. Oh, era trágico que el presidente hubiera muerto. Condolencias oficiales. Rostros sombríos. Pero bailarían en las calles de París y Berlín, por no mencionar las de Moscú y Pekín. Después de todo, ésos eran sitios donde echaban la culpa a Estados Unidos de todos los males del mundo. Qué risa: capitales que una vez habían intentado levantar enormes imperios condenaban a Estados Unidos por comportarse mucho mejor que ellos cuando estaban en proceso de expansión.

—Parece triste, Cole —dijo Malich.

—Sí —respondió Cole—. Los terroristas están locos y dan miedo, pero lo que realmente me entristece es saber que todo esto hará muy felices a un montón de intelectuales europeos.

—No se sentirán tan felices cuando vean a dónde conduce. Ya han olvidado Sarajevo y los campos de Flandes.

—Apuesto a que ya están «recordando» a los estadounidenses que a esto nos lleva inevitablemente nuestra «agresividad» militar y que debemos interpretarlo como el signo de que tenemos que cambiar nuestra política y retirarnos del mundo.

—Y tal vez lo hagamos —dijo Malich—. A un montón de estadounidenses les gustaría cerrar las puertas y dejar que el resto del mundo se fuera al garete.

—Y si lo hiciéramos, ¿quién salvaría entonces a Europa? —dijo Cole—. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que se dieran cuenta de que las negociaciones sólo funcionan si el otro se asusta de las consecuencias de
no
negociar? Todo el mundo odia a Estados Unidos hasta que necesita que lo liberemos.

—Olvida que a nadie le importa lo que piensen los europeos excepto a un puñado de intelectuales estadounidenses tan antiamericanos como los franceses —dijo Malich.

—¿Cree que lo haremos? —preguntó Cole—. ¿Dejaremos que el mundo se vaya al infierno?

—¿Sería mejor que nos enfadáramos de verdad y declaráramos la guerra a todo el islam? —respondió Malich—. Porque también hay un montón de estadounidenses que quieren hacer eso y ya no tenemos presidente que los contenga.

—Tengo la terrible impresión de que un montón de sijs con turbante van a morir hoy en este país, y ellos no tienen nada que ver con esto.

Llegaron al final del puente.

—Es curioso —dijo Cole—. Cuando llego a Virginia siempre tengo la sensación de que he vuelto a Estados Unidos. Como si el Distrito de Columbia fuera otro país. Y no sólo el Distrito de Columbia. Maryland también. Como si el Potomac fuera una línea fronteriza entre el país que amo y un país extranjero donde me odian a causa de este uniforme.

—Hay muchos patriotas en Maryland y más al norte —le recordó Malich—. Muy buenos soldados proceden de allí.

—No puedo evitar lo que siento al cruzar este río. Sé que es una tontería.

Siguieron colina arriba hacia Arlington.

—¿Sabe a quién odio hoy? —dijo Malich—. Esto no es como el 11-S, cuando se abrieron las costuras de nuestra sociedad y nosotros no lo vimos por pura torpeza. Estos terroristas de hoy no podrían haber hecho lo que han hecho sin la cooperación activa de estadounidenses que ocupaban puestos de confianza.

—Al menos sabe que Phillips no tuvo nada que ver —dijo Cole.

—¿Phillips? ¿Ese mentiroso montón de mierda? No creo nada de lo que me ha dicho. ¿Sólo el ayudante de un ayudante? Sí, si consideras al CSN un «ayudante». Dirige una operación fuera de la Casa Blanca y sabe mucho más de lo que dice.

—Entonces, ¿por qué me ha hecho darle mi e-mail y el número de mi móvil?

—Cole, pueden conseguirlos en cuatro segundos, si es que no los tienen ya. Al hacer que los memorizara, tal vez lo convencí de que confiaba en él. Al menos un poco.

Se detuvieron en una tienda y Malich compró cuatro teléfonos móviles desechables y diez tarjetas de diez minutos. Le entregó uno a Cole y memorizaron los números. Pero Malich no le dejó memorizar el que estaba activando en aquel mismo momento.

—No tiene sentido —dijo—. Voy a tirarlo en cuanto se consuma la tarjeta. Es la última vez que voy a llamar a números conocidos, pero no puedo conservar este teléfono.

Malich llamó a su esposa. Fue breve.

—Sigue adelante y ve a visitar a tía Margaret sin mí —dijo—. Iré en cuanto pueda. Te amo, Cessy.

Y puso fin a la llamada.

—Entonces ¿la envía a que se esconda? —preguntó Cole.

—No, sólo va a visitar a su tía Margaret en Nueva Jersey. Vivimos con ella una temporada cuando yo iba a Princeton.

—Creía que era un código.

—Doy por hecho que nuestro teléfono está intervenido. Si Cessy y yo tuviéramos algún código, eso querría decir que ella formaba parte de mi conspiración.

«¿Hay algo en lo que no haya pensado este tipo? —pensó Cole—. Oh, sí: no se le ocurrió que alguien pasaría sus planes a los terroristas.»

Malich siguió llamando por teléfono y dejando mensajes de voz. Siempre era el mismo mensaje:

—Siempre dije que iba a aceptar este trabajo y acabarlo. Bien, se acabó. ¿Una copa?

—Eso sí que lo dice en clave, ¿verdad?

—Son los hombres de mi unidad, de cuando todavía estaba en activo. Esos tipos me han protegido durante mucho tiempo. Vamos a reunimos esta noche cerca del mostrador de facturación de la compañía Delta, en el aeropuerto Reagan. ¿Quiere venir?

—No me conocen.

—Pero le conocerán.

—¿Y si me ha asignado a usted la misma gente de la que se está escondiendo? ¿Y si informo de todo esto?

—¿Me está espiando?

—No.

—Entonces deje de buscar pelea conmigo. ¿Cómo anda de persa?

—Regular. No trabajé con gente que lo hablara en Afganistán.

—Bien, empiece a pensar en persa, porque en eso hablamos cuando estamos juntos en sitios públicos.

—Ahora mismo apenas consigo pensar en inglés.

—Perdóneme mientras dejo peladas algunas de mis cuentas.

Recorrieron Arlington y Malich sacó las cantidades máximas de cinco cuentas diferentes.

—¿Hasta dónde llega exactamente su paranoia? —preguntó Cole.

Malich le tendió doscientos dólares.

—Olvida el tipo de trabajo al que me dedicaba y el tipo de misiones que llevaba a cabo. Siempre cabía la posibilidad de que tuviera que desaparecer.

—Entonces, ¿tiene un coche con matrícula falsa oculto aquí, en Arlington?

—No hay tanta suerte. No esperaba tener que ir a pie después del asesinato del presidente.

—¿De verdad va a regresar andando a su casa?

—Me sorprendería volver a ver mi casa —dijo Malich. Parecía bastante tranquilo a pesar de ello. Miró la hora—. Ha dejado de ser mi casa hace un minuto, cuando Cessy y los niños se marcharon.

—¿Adónde vamos, entonces?

—De vuelta al Pentágono —dijo Malich—. En metro, si vuelve a funcionar a este lado del río.

—¿No es ése uno de los sitios donde le buscarán?

—Tengo que presentarme a hacer mi informe. Y usted también. Ellos tienen que saber, oficialmente, lo que ha sucedido exactamente. La mayoría de la gente del Pentágono no forma parte de esta conspiración. Los buenos tienen que poder luchar, así que necesitan información. Además, si vamos al Pentágono y elegimos bien con quién hablar, algunas buenas personas sabrán que estamos allí. No desapareceremos sin más.

Cole fue consciente de pronto de lo mucho que le dolían los pies.

—Ojalá me hubiera puesto otros zapatos.

—¿Y no ir de uniforme? ¡Qué vergüenza, soldado!

—Quiero llevar botas y uniforme de camuflaje —dijo Cole—. Quiero algún malo contra el que disparar.

—De momento, hoy somos los únicos que han conseguido hacerlo.

—Diez segundos demasiado tarde.

—Trato de no pensar en todos los tiros que fallé —dijo Malich—. En cada paso que podría haber dado para correr un poco más rápido.

—Y si yo hubiera conducido más rápido...

—Entonces habríamos tenido que pararnos y explicar las cosas a algún guardia de tráfico y habríamos llegado aún más tarde —dijo Malich—. Lo que pasó, pasado está.

—Y a quién disparemos a partir de ahora tendrá que decidirlo otra gente.

—Gracias a Dios —dijo Malich—. Gracias a Dios que vivimos en un país donde los soldados no tienen también que soportar esa carga.

6. Empollona

El afecto personal es un lujo que sólo puedes permitirte cuando todos tus enemigos han sido eliminados. Hasta entonces, todos aquellos a quienes amas son rehenes que minan tu valor y enturbian tu capacidad de juicio.

Cecily Malich puso las galletas que habían sobrado en la mesa, para que los niños las fueran comiendo en sus entradas y salidas. Hacían deberes por la tarde durante las vacaciones de verano, pero no los viernes. Los viernes eran días de relax, y eso significaba que Mark estaba de visita en casa de un amigo, Nick se enfrascaba en la lectura de un libro y se iba quemando la vista con las novelas de Xanth o Mundodisco, Lettie y Annie jugaban como unas posesas en el jardín y acababan oliendo a estiércol, y John Paul le pisaba los talones. Pero como en aquel momento el pequeño estaba echando una siesta la casa estaba en silencio.

En cuanto se despertó el silencio se acabó. Tenía tres años y por fortuna había aprendido a controlar los esfínteres muy pronto, así que no tenía que cambiarle el pañal. J. P. agarró una galleta en cuanto lo sentó en la trona.

Las galletas desaparecieron a puñados cuando las niñas regresaron del jardín y Cecily las mandó a la bañera. Por supuesto siguieron jugando casi con la misma intensidad en el agua que fuera, pero al menos tenían la tripa llena de galletas para darles energía y garantizar que las paredes y el suelo del cuarto de baño se empaparan por completo.

Era de justicia llevarle un plato de galletas a Nick. Menos mal que le gustaba la lectura, aunque en su opinión los libros que leía, eran bastante poco interesantes. No podía faltarle su porción de galletas caseras durante sus años de crecimiento. Cecily guardó las tres últimas para Mark en una caja.

Ella no comió ninguna pero le daba igual. No le gustaba el chocolate. Nunca le había gustado. Si hubieran sido de jengibre... pero ésas tenían que reposar un rato en la nevera antes de hornearlas, así que no le había dado tiempo a prepararlas antes de que apareciera el capitán Cole.

Se preguntó si le había hecho un favor al muchacho diciéndole a Reuben que parecía digno de confianza. Sabía que, fuera lo que fuese que estaba haciendo Reuben, era peligroso, tal vez la clase de asunto que algún día podría llevarlo ante un comité del Congreso, como le había pasado a Oliver North cuando ella era una cría y veía obsesivamente la CNN.

¿Qué clase de niña de diez años ve la CNN? Se alegraba de que ninguno de sus hijos fuera tan raro como había sido ella, ni tan solitario. No había tenido ningún amigo de verdad hasta que en el instituto había fundado un grupo de empollones orgullosos. A quién si no a una empollona como ella le hubiese atraído el empollón oficial del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales en la Reserva que iba de uniforme todos los días como si desafiara a los estudiantes políticamente correctos a decir alguna burrada, cosa que ellos hacían, y a quienes siempre respondía con una mirada sorprendida y la misma frase gélida:

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